Memorias de un astorgano (III) : La enseñanza que recibí y los colegios a los que asistí
![[Img #60489]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/09_2022/9504_antiguo-colegio-de-la-salle.jpg)
(...)
De niño todos coincidían en que era hermoso. Según contaban, tenía un cutis de porcelana y un cabello rubio como el oro, con unos ojos negros bonitos que contrastaban agradablemente. Así me lo manifestaron multitud de veces mis hermanas mayores, mis tíos y numeroso vecindario, entre los que contaban la señora Marta, la de Letras, la señora Bernardina la Botera y la señora Consuelo Murias, las tres con establecimientos comestibles, me atracaban de golosinas. Fui mimado y querido —más fuera de casa que dentro-, por mi hermosura hasta los ocho años en que me convertí en un arrapiezo, muchas veces descalzo, porque las alpargatas las hacía polvo en dos días escasos y el presupuesto no llegaba para tanto.
De pocos años me llevaron al Colegio de las Monjas de la Milagrosa, pero parece ser que mimado y caprichosín, no le caí bien a una hermana que, de mal humor, me cogió y me encerró en el cuarto de las ratas para castigarme; era un hueco debajo de la escalera, llena de escobas y cubos de basura. Fue un castigo tan cruel para mi corta edad, que el poco tiempo que asistí, me llevaban a rastras, con lloros y gritos por lo que tuvieron que desistir de ello. Después fui, por poco tiempo, a la escuela de don Matías Rodríguez, en la Calle de Costilla, siguiéndole la escuela de don Juan Antonio Sánchez y don Juan Manuel, el cojo, que era tío de ‘las Adelaidas’ de Puerta Obispo. Estos señores eran buenos, pero no podían sustraerse a las costumbres imperantes en aquella época en que los niños contaban poco o nada y eran el descanso de los palos de los mayores; era cuando se decía como la cosa más natural del mundo que “la letra con sangre entra”. Así se explica su actuación ante algún rezagado en tiempo invernal que, muerto de frío, para castigarle por venir tarde con una regla le daban un palmetazo, algunas veces en la palma de la mano, pero otras le mandaban poner los dedos juntos para arriba y les hacían ver las estrellas.
Era muy corriente que, todos en general, padres y maestros, dieran palos y puntapiés formidables y lo incomprensible era que ante estos castigos terribles no se volvieran los chicos corderines, pero ¡ca!, los sufríamos y volvíamos a la carga, teniendo juegos brutos como peleas, a piola, la bigarda y el aliveo, con carreras desenfrenadas. A la salida de una clase, al mediodía, Venancio Velasco, un muchacho de mi edad, me rompió a cabeza con una piedra y era la herida de tal envergadura, que hubiera muerto de no haber contado con la ayuda de la señora Simona (la buena mujer, que vlvía frente a los frailes) que me cortó la hemorragia echándome azúcar hasta que llegó el médico a su casa donde estaba acogido. Y el caso es, que el dardo no iba dirigido hacia mí, sino a un compañero de al lado llamado Guillermo García Busnadiego, el que fue director del periódico republicano ‘Horizonte’.
Por el año 1910, debieron venir los Hermanos de las Escuelas Cristianas, llamados Maristas y, elogiando muchos su enseñanza, me llevaron a ella. Yo allí estaba en el cielo. No pegaban nada y te hablaban cariñosamente. El único castigo que te hacían era encerrarte en la clase una hora después de salir los demás, lo que significaba un aviso a los padres de no llegar a casa a la hora, pero por lo demás era un entretenimiento gozoso; te dejaban solo y te subías encima de un pupitre y dándole a una manivela, en una caja que tenían en la pared, te entretenías viendo estampas de la historia sagrada, quedándote boquiabierto y embelesado, pasando la hora de encierro encantado. Los hermanos lo sabían y hasta nos cogían, pero nunca hicieron nada para impedirlo. Dejaban abierto también el cajón del profesor y refitoleábamos todos los lapiceros, cuerdas, pisones y hasta ‘la Catalina’ que era el signo de la autoridad, con una empuñadura de madera que tenía una lengüeta para avisamos.
![[Img #60488]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/09_2022/6704_11258024_1079613808734704_6049813600833515455_n.jpg)
Yo tenía por camaradas a los hermanos Bardón, Isaac y Antonio, creo que se llamaba el otro. Entonces hice grandes progresos y habiendo un hermano Marista, que era francés y se llamaba Manuel, como yo, me cogió gran cariño e hizo hincapié en que llegara a ser Marista o sacerdote, pues, según él, reunía buenas cualidades y ya me facilitaría una beca en cualquier centro religioso. Mi padre, anticlerical y republicano, me sacó al saberlo y me llevó a la Escuela Pública del Paseo Blanco Cela, con gran disgusto mío y el de mi madre. A Isaac Bardón lo veía de cuando en cuando, con intervalos de años, pero no había vuelto a hablar con él. Hace unos veinte años tuve que hacer una gestión en Ponferrada y encontrándome con uno de Astorga que trabajaba en la térmica me invitó a visitarla y como estaba de descanso, a las tres de la tarde nos dirigimos a ella y en la portería solicitamos un pase, pero el portero nos dijo que por orden de don Isaac, que era el ingeniero jefe, quedaban prohibidas las visitas. Lamentándonos y cabizbajos, nos dirigimos al poblado moderno que allí existe cuando, de pronto en un sendero ajardinado, nos encontramos de frente con él. Resueltamente me dirigí a él y le saludé, y cuál no sería mi asombro al ver que me conocía perfectamente y me recordaba, sin haber tenido contacto desde niños. Al exponerle mis deseos de ver la térmica, me dijo que lamentaba no ensenármela él mismo, porque iba a Ponferrada urgentemente, pero me acompañó a pie hasta la central y ante el portero, asombrado, mandó poner a mis órdenes un cicerone que me mostrara todo lo que yo deseara. Afectuosamente se despidió y no lo volví a ver. Pasaron unos años y con dolor, vi la noticia de su fallecimiento en El Pensamiento Astorgano; y hace un año también, dejó de existir el amigo Portilla, astorgano y que trabajaba en ella, y el acompañante mío en aquella ocasión.
Siguiendo el hilo de mis estudios primarios, que fueron los únicos que tuve, ingresé, por orden de mi padre, en la Escuela del Paseo Blanco Cela que la regentaba un modelo de maestro, con gran suerte para mí. Se llamaba don Ángel García; era pequeño de estatura y trabajador infatigable, y tan amante de su profesión, que se olvidaba de la hora de la salida con gran disgusto de algunos chicos, aparte de que su clase siempre era amena, afectuosa y agradable. Este señor era el padre del sacerdote don Eutiquiano, que estuvo en Estébanez muchos años y que, actualmente, vive en la calle Pío Gullón, aquejado de parálisis por trombosis.
Al ingresar, me pusieron en el pelotón de los torpes y en el último banco del pasante, don José, que era también muy buena persona. Tenía exceso de chiquillos y no hizo caso de mí; pero un día me pasó de golpe a los primeros bancos y poco después fui a parar a la clase de don Ángel que, ignoro por qué, me recibió con mal humor y entonces no podía sospechar que iba a ser el favorito de la clase y allí estuve hasta que tuve que salir para trabajar, no habiendo cumplido los 13 años. Salí con el número uno de la escuela puesto que, algunas veces, me arrebataba Ceferino Sánchez que era mi contrincante.
Don Ángel, a pesar de su valía, tuvo conmigo un defecto que me perjudicó. Entonces estaba en boga la caligrafía y aquel con buena letra tenía puesto seguro en oficinas, y lo que imperaba era la letra inglesa en la escritura, aparte del gótico para portadas y encabezamientos. A mí los Maristas me habían dado un premio en caligrafía y hacía una letra inglesa perfecta y bonita. Pues bien, don Ángel era un patriota que llegaba al fanatismo y no estimaba a los ingleses y decía que teniendo nosotros una letra redondilla preciosa, española, no había por qué imitarlos y todo su empeño era que, en vez de inclinar los rasgos a la derecha, lo hiciera más bien a la izquierda y uniforme y redondos en vez de delgados y gruesos en partes, características de la letra inglesa, eso que dio lugar a que formara un chapurreado de ambas desconcertante, pues no me dio tiempo a dominarlas.
![[Img #60487]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/09_2022/2857_1937447_1079612605401491_8999418859374236713_n.jpg)
Y las circunstancias obraron de tal forma, que cambiaron el rumbo de mi destino que parecía ser el de la carrera sacerdotal, por las cualidades siguientes: Nací el 8 de diciembre de 1899, festividad de la Purísima Concepción y tengo de madrina a la Santa Madre Iglesia Católica, pues siendo el quinto hijo y teniendo un hermano de 11 meses delante, me recibieron desagradablemente y no hicieron fiesta alguna en el bautizo; queriendo cumplir con el Sacramento un día la comadrona, la señora Salvadora me cogió en brazos y llamando al vecino de nuestra casa del piso superior y que dicen era un viajante, y diciéndole que para madrina no hacía falta mujer alguna fueron a Santa Marta y me bautizaron con el nombre de Manuel, que así se llamaba el viajante, al cual no conocí nunca, y de madrina la Santa Madre Iglesia, llevándome para casa seguidamente para chupar el pecho de mi pobre madre, que me lo dio durante dos años, porque era el único medio conocido de la limitación de la familia, al no quedar embarazadas.
Posteriormente, como dije antes, el hermano Marista que se llamaba Manolo, miraba conmigo la fachada del seminario, desde el colegio que está bajo el patrocinio de la Inmaculada, y me decía que yo era místico, sentimental y religioso, y tenía que entrar en él. Nada de esto se cumplió.
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De niño todos coincidían en que era hermoso. Según contaban, tenía un cutis de porcelana y un cabello rubio como el oro, con unos ojos negros bonitos que contrastaban agradablemente. Así me lo manifestaron multitud de veces mis hermanas mayores, mis tíos y numeroso vecindario, entre los que contaban la señora Marta, la de Letras, la señora Bernardina la Botera y la señora Consuelo Murias, las tres con establecimientos comestibles, me atracaban de golosinas. Fui mimado y querido —más fuera de casa que dentro-, por mi hermosura hasta los ocho años en que me convertí en un arrapiezo, muchas veces descalzo, porque las alpargatas las hacía polvo en dos días escasos y el presupuesto no llegaba para tanto.
De pocos años me llevaron al Colegio de las Monjas de la Milagrosa, pero parece ser que mimado y caprichosín, no le caí bien a una hermana que, de mal humor, me cogió y me encerró en el cuarto de las ratas para castigarme; era un hueco debajo de la escalera, llena de escobas y cubos de basura. Fue un castigo tan cruel para mi corta edad, que el poco tiempo que asistí, me llevaban a rastras, con lloros y gritos por lo que tuvieron que desistir de ello. Después fui, por poco tiempo, a la escuela de don Matías Rodríguez, en la Calle de Costilla, siguiéndole la escuela de don Juan Antonio Sánchez y don Juan Manuel, el cojo, que era tío de ‘las Adelaidas’ de Puerta Obispo. Estos señores eran buenos, pero no podían sustraerse a las costumbres imperantes en aquella época en que los niños contaban poco o nada y eran el descanso de los palos de los mayores; era cuando se decía como la cosa más natural del mundo que “la letra con sangre entra”. Así se explica su actuación ante algún rezagado en tiempo invernal que, muerto de frío, para castigarle por venir tarde con una regla le daban un palmetazo, algunas veces en la palma de la mano, pero otras le mandaban poner los dedos juntos para arriba y les hacían ver las estrellas.
Era muy corriente que, todos en general, padres y maestros, dieran palos y puntapiés formidables y lo incomprensible era que ante estos castigos terribles no se volvieran los chicos corderines, pero ¡ca!, los sufríamos y volvíamos a la carga, teniendo juegos brutos como peleas, a piola, la bigarda y el aliveo, con carreras desenfrenadas. A la salida de una clase, al mediodía, Venancio Velasco, un muchacho de mi edad, me rompió a cabeza con una piedra y era la herida de tal envergadura, que hubiera muerto de no haber contado con la ayuda de la señora Simona (la buena mujer, que vlvía frente a los frailes) que me cortó la hemorragia echándome azúcar hasta que llegó el médico a su casa donde estaba acogido. Y el caso es, que el dardo no iba dirigido hacia mí, sino a un compañero de al lado llamado Guillermo García Busnadiego, el que fue director del periódico republicano ‘Horizonte’.
Por el año 1910, debieron venir los Hermanos de las Escuelas Cristianas, llamados Maristas y, elogiando muchos su enseñanza, me llevaron a ella. Yo allí estaba en el cielo. No pegaban nada y te hablaban cariñosamente. El único castigo que te hacían era encerrarte en la clase una hora después de salir los demás, lo que significaba un aviso a los padres de no llegar a casa a la hora, pero por lo demás era un entretenimiento gozoso; te dejaban solo y te subías encima de un pupitre y dándole a una manivela, en una caja que tenían en la pared, te entretenías viendo estampas de la historia sagrada, quedándote boquiabierto y embelesado, pasando la hora de encierro encantado. Los hermanos lo sabían y hasta nos cogían, pero nunca hicieron nada para impedirlo. Dejaban abierto también el cajón del profesor y refitoleábamos todos los lapiceros, cuerdas, pisones y hasta ‘la Catalina’ que era el signo de la autoridad, con una empuñadura de madera que tenía una lengüeta para avisamos.
Yo tenía por camaradas a los hermanos Bardón, Isaac y Antonio, creo que se llamaba el otro. Entonces hice grandes progresos y habiendo un hermano Marista, que era francés y se llamaba Manuel, como yo, me cogió gran cariño e hizo hincapié en que llegara a ser Marista o sacerdote, pues, según él, reunía buenas cualidades y ya me facilitaría una beca en cualquier centro religioso. Mi padre, anticlerical y republicano, me sacó al saberlo y me llevó a la Escuela Pública del Paseo Blanco Cela, con gran disgusto mío y el de mi madre. A Isaac Bardón lo veía de cuando en cuando, con intervalos de años, pero no había vuelto a hablar con él. Hace unos veinte años tuve que hacer una gestión en Ponferrada y encontrándome con uno de Astorga que trabajaba en la térmica me invitó a visitarla y como estaba de descanso, a las tres de la tarde nos dirigimos a ella y en la portería solicitamos un pase, pero el portero nos dijo que por orden de don Isaac, que era el ingeniero jefe, quedaban prohibidas las visitas. Lamentándonos y cabizbajos, nos dirigimos al poblado moderno que allí existe cuando, de pronto en un sendero ajardinado, nos encontramos de frente con él. Resueltamente me dirigí a él y le saludé, y cuál no sería mi asombro al ver que me conocía perfectamente y me recordaba, sin haber tenido contacto desde niños. Al exponerle mis deseos de ver la térmica, me dijo que lamentaba no ensenármela él mismo, porque iba a Ponferrada urgentemente, pero me acompañó a pie hasta la central y ante el portero, asombrado, mandó poner a mis órdenes un cicerone que me mostrara todo lo que yo deseara. Afectuosamente se despidió y no lo volví a ver. Pasaron unos años y con dolor, vi la noticia de su fallecimiento en El Pensamiento Astorgano; y hace un año también, dejó de existir el amigo Portilla, astorgano y que trabajaba en ella, y el acompañante mío en aquella ocasión.
Siguiendo el hilo de mis estudios primarios, que fueron los únicos que tuve, ingresé, por orden de mi padre, en la Escuela del Paseo Blanco Cela que la regentaba un modelo de maestro, con gran suerte para mí. Se llamaba don Ángel García; era pequeño de estatura y trabajador infatigable, y tan amante de su profesión, que se olvidaba de la hora de la salida con gran disgusto de algunos chicos, aparte de que su clase siempre era amena, afectuosa y agradable. Este señor era el padre del sacerdote don Eutiquiano, que estuvo en Estébanez muchos años y que, actualmente, vive en la calle Pío Gullón, aquejado de parálisis por trombosis.
Al ingresar, me pusieron en el pelotón de los torpes y en el último banco del pasante, don José, que era también muy buena persona. Tenía exceso de chiquillos y no hizo caso de mí; pero un día me pasó de golpe a los primeros bancos y poco después fui a parar a la clase de don Ángel que, ignoro por qué, me recibió con mal humor y entonces no podía sospechar que iba a ser el favorito de la clase y allí estuve hasta que tuve que salir para trabajar, no habiendo cumplido los 13 años. Salí con el número uno de la escuela puesto que, algunas veces, me arrebataba Ceferino Sánchez que era mi contrincante.
Don Ángel, a pesar de su valía, tuvo conmigo un defecto que me perjudicó. Entonces estaba en boga la caligrafía y aquel con buena letra tenía puesto seguro en oficinas, y lo que imperaba era la letra inglesa en la escritura, aparte del gótico para portadas y encabezamientos. A mí los Maristas me habían dado un premio en caligrafía y hacía una letra inglesa perfecta y bonita. Pues bien, don Ángel era un patriota que llegaba al fanatismo y no estimaba a los ingleses y decía que teniendo nosotros una letra redondilla preciosa, española, no había por qué imitarlos y todo su empeño era que, en vez de inclinar los rasgos a la derecha, lo hiciera más bien a la izquierda y uniforme y redondos en vez de delgados y gruesos en partes, características de la letra inglesa, eso que dio lugar a que formara un chapurreado de ambas desconcertante, pues no me dio tiempo a dominarlas.
Y las circunstancias obraron de tal forma, que cambiaron el rumbo de mi destino que parecía ser el de la carrera sacerdotal, por las cualidades siguientes: Nací el 8 de diciembre de 1899, festividad de la Purísima Concepción y tengo de madrina a la Santa Madre Iglesia Católica, pues siendo el quinto hijo y teniendo un hermano de 11 meses delante, me recibieron desagradablemente y no hicieron fiesta alguna en el bautizo; queriendo cumplir con el Sacramento un día la comadrona, la señora Salvadora me cogió en brazos y llamando al vecino de nuestra casa del piso superior y que dicen era un viajante, y diciéndole que para madrina no hacía falta mujer alguna fueron a Santa Marta y me bautizaron con el nombre de Manuel, que así se llamaba el viajante, al cual no conocí nunca, y de madrina la Santa Madre Iglesia, llevándome para casa seguidamente para chupar el pecho de mi pobre madre, que me lo dio durante dos años, porque era el único medio conocido de la limitación de la familia, al no quedar embarazadas.
Posteriormente, como dije antes, el hermano Marista que se llamaba Manolo, miraba conmigo la fachada del seminario, desde el colegio que está bajo el patrocinio de la Inmaculada, y me decía que yo era místico, sentimental y religioso, y tenía que entrar en él. Nada de esto se cumplió.
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