Al principio del otoño
![[Img #60523]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/10_2022/4682_la-selva-negra-3.jpg)
“Todos los amarillos de este otoño
Se irán,
Pero habrá un amarillo
Por siempre en la memoria.”
(José Luis Puerto)
Pasó el verano. Se acabaron las vacaciones. Hay que volver al trabajo. Otra vez a madrugar. Las pequeñas prisas de la mañana. La rutina. Se acortan los días, se agrandan las noches. Ya va viniendo el frío. A veces hace viento. A veces llueve. Por las tardes, tras los cristales de la ventana, se ve caer la lluvia; cae sobre los tejados, sobre las ramas aún no desnudas del todo de los árboles del parque, sobre los paraguas aparecidos de repente en la calle, sobre los coches. La memoria se puebla de pedazos del verano, de otros veranos. Sobre todo de aquellos veranos. Veranos ya lejanos. Y en el corazón nace la nostalgia; crece, pero no mucho, porque, bien mirado, se prefiere esta calma a aquel ajetreo, aquel no parar, tan agotador. Y se continúa con la lectura. Con la lectura de ese clásico muchas veces comenzado y nunca concluido. Siempre pendiente. Silencio. Soledad. Recogimiento.
De pronto, un leve pitido en el móvil. Un whatsapp. No paran. Será otra foto, u otro vídeo, o un nuevo chiste, quién sabe. En todo caso, algo banal, y seguramente del mal gusto, grosero. Se está dispuesto a ignorarlo, pero pica la curiosidad y se acaba cogiendo el teléfono. Sorpresa. Nada de lo sospechado. Es un mensaje. Otra sorpresa. Es de alguien del trabajo. El whatsapp habla de que si estás por la calle…, de ir a una librería…, de acompañar…, de aconsejar…, de que se quiere volver a leer…
No está por la calle. ¡Con este tiempo quién va a andar por la calle! Pero le dice que sí va, y se viste para salir. Se arregla un poco. También se echa unas gotas de colonia. Coge el paraguas y baja por las escaleras. Por el ascensor se tarda más. Ya no llueve. No hace tanto frío. El aire huele a limpio. Los tejados brillan, y también los adoquines de la calle, que parecen un espejo, donde se refleja el palacio, si bien algo borroso, desdibujado, roto. Se abre un claro. Dos, tres, muchos. Las nubes se están deshilachando. Se deshacen. Tal vez hoy ya no vuelva a llover.
Ya la ve –o solo la adivina– allá a lo lejos, bajo los soportales de la plaza, al lado de una columna. Los pies juntos, cruzados los brazos a la altura del pecho, un poco encogida, pensativa. Algo inquieta, quizá. El pelo suelto. El bolso colgando de su hombro. Un poco maquillada; muy poco, ni se nota casi. Ve que lo ve venir. La ve sonreír. Es una sonrisa distinta; tímida, pero hermosa. “Perdona, a lo mejor estabas haciendo… y yo te…”, le dice. “Nada, no te preocupes”. “Es que…” “Te comprendo, a mí a veces también me pasa, y creo que a todo el mundo”. Camina a su lado, sin mirarla, pero escuchando lo que le va contando, así, de esa manera, un poco atropellada, sin orden, como puede.
La librería. Abre la puerta y la deja pasar primero. Miran juntos, pero poco a poco se van separando, alejándose. Casualmente, alza la vista y la ve al fondo hojeando un libro. “¡Qué bien le sientan los vaqueros!” Lo piensa. Es solo un pensamiento, sí. Pero un pensamiento que nunca antes había tenido. Un pensamiento extraño, que además, tras recoger de nuevo su mirada en el libro que tiene en sus manos, no se le va, se mantiene intacto en su cabeza, como si le gustara, como si en el fondo no quisiera que se le fuera, y no le deja comprender lo que está leyendo. No sabe por qué ha pensado esto. Como tampoco sabe por qué se encuentra en este momento en esta librería, y con ella, nada menos, si no hace nada él estaba tan a gusto en su casa leyendo un libro y viendo por la ventana de vez en cuando llover. No sabe qué hacer con ese pensamiento. Es un pensamiento frívolo, incómodo, pero dulce, y cada vez más dulce se le va volviendo.
“¿Está bien ese?”, le pregunta desde muy cerca, a unos centímetros tan solo de su cuerpo. Ve cómo sus cabellos negros le caen sobre el antebrazo. Le llega el olor de su piel. Es un olor… No acierta a definirlo, pero le gusta. Nota casi su aliento en el cuello. Si en ese momento se girara, los labios le quedarían muy cerca de su boca, a nada de rozarla, o puede que llegaran a rozarla. Si eso ocurriera, si la rozaran, sería casi un beso, el principio de un beso, y tendría que disculparse, decirle que ha sido sin querer, que lo perdone. Por eso, sin moverse, rígido como un palo, tenso, con la respiración medio contenida, le contesta que no está mal y que podría probar con él.
Dejándose llevar, como deslizándose, pasan de una calle a otra. Cruzan la plaza. Descienden por la cuesta. Se van acercando al río. Atrás queda la ciudad. Todo. Desde el pretil del puente miran pasar el agua. El agua pasa turbia. Después, toman el sendero que va sorteando los chopos que crecen en la orilla del río. Pisan las primeras hojas desprendidas, ya amarillas, muertas.
Le gusta cómo habla, cómo suena su voz, cómo arrastra las vocales. Si el sendero se estrecha, por cortesía, la deja pasar delante y, sin pretenderlo, la mira. La vuelve a mirar. No puede dejar de mirarla. Mira cómo camina. Cómo se mueven sus caderas. Los vaqueros. Cómo la brisa mece su melena de azabache. La mira y no la escucha. No obstante, cuando la alcanza y camina otra vez a su lado, le dice que sí, que tiene toda la razón, que es así. De repente, ella se para, se queda muy seria y le pregunta, y él le responde vagamente, cauteloso, inseguro, sin mirarla. Pero ella, no conforme, insiste, y él, entonces, obligándose a ser valiente, la mira. Lo tiene todo bonito. La boca es lo más bonito; le ha quedado entreabierta. Los labios perfectamente dibujados. Anhelantes. Le contesta. Le dice la verdad, y a ella la verdad le da miedo. Pero sus ojos se han llenado de luz. Se han vuelto más verdes. Muy claros. Transparentes. Puros. Verdaderos. Después, los dos se callan. Él mira la ciudad. Le parece otra ciudad. Una ciudad nueva. Pronto, como los ojos de ella, se iluminará, y los mirará. La ciudad, desde allá arriba, con sus mil ojos, los verá caminando uno al lado del otro por la orilla del río.
No se sabe de dónde pudo sacar el valor, pero la invita a tomar un café. Van ascendiendo por el otro extremo de la ciudad. La nota cansada. Le da la mano y le ayuda. Ella sonríe. Sonríen los dos. Cuando llegan a la cafetería, ya es de noche. Las luces de la ciudad no impiden ver que el cielo se ha oscurecido de nuevo. Se sientan en la mesa que está junto al ventanal. Están solamente ellos. No hay más clientes. Ella pide un café solo. Es muy cafetera. Él una infusión. Cualquier infusión le vale. No tiene preferencia por ninguna. Vuelven a hablar. Ahora, a menudo se miran. Ella mira más. Él menos. A él le habría gustado que esto hubiera ocurrido unos cuantos años antes –treinta años antes, por ejemplo– para poder intercambiar los teléfonos. Para que ella le escribiera su número en una servilleta de papel. Para guardar esa servilleta en su cartera. Para tener algo de ella esta noche. Algo que mirar, y tocar, antes de dormirse. Pero no le dice nada. La deja que siga hablando, hablando, aun cuando no sabe ya de qué le está hablando.
Se hace tarde y hay que volver a casa. Llueve. Llueve desde hace tiempo. Pero ellos ni se habían dado cuenta. Él se empeña en acompañarla. En esto, descubre que no tiene el paraguas. Ha debido haberlo olvidado en algún sitio. Es muy descuidado. Los dos creen que ha sido en la librería. No importa. Con el paraguas de ella será suficiente. Lo coge él, que es más alto, y ella, para no mojarse, se aproxima a su cuerpo. No se pega, pero se rozan, constantemente.
La siente tan cerca que por momentos le parece que escucha los latidos de su corazón. Por la calle no hay ni un alma. Van solos. A veces hablando, a veces en silencio. Pero despacio. Despacio. Cuando llegan al portal, todavía llueve, y ella le obliga a volver a casa con su paraguas. “Ya me lo devolverás”, susurran sus labios, esos labios, con aparente naturalidad, mientras se abre la puerta. El portal se ilumina, y la ve subir las escaleras con más gracia aún que cuando camina.
No tarda en meterse en la cama. Quiere leer, pero le cuesta concentrarse, seguir el ritmo de las palabras escritas, transitar sus caminos. No puede. Su mente, siempre tan ingrávida, tan dispuesta a flotar, se ha vuelto pesada, y esas palabras no logran despegarla, hacerle volar, llevarla con ellas a sus mundos. Y se rinde. Apaga la luz. El sueño tampoco consigue envolverlo. Escucha la lluvia en la terraza. Su canción monótona. Pero, en esto, inesperadamente, suena el pitido del whatsapp. Deja de escuchar la lluvia, y lo que oye es el choque de sus pensamientos, de sus emociones. Su terremoto interior. No sabe qué hacer. Siente miedo. Finalmente, se decide y coge el móvil. Entonces, esta lluvia de otoño, la lluvia de esta tarde, de esta noche, le parece más dulce que los días azules del verano, de aquellos veranos, de todos los veranos. Y, antes que leer, que leer el libro clásico que estaba leyendo, que quizá tenga que volver a comenzarlo, una vez más, prefiere oír la lluvia. Porque la vida es lo primero.
“Todos los amarillos de este otoño
Se irán,
Pero habrá un amarillo
Por siempre en la memoria.”
(José Luis Puerto)
Pasó el verano. Se acabaron las vacaciones. Hay que volver al trabajo. Otra vez a madrugar. Las pequeñas prisas de la mañana. La rutina. Se acortan los días, se agrandan las noches. Ya va viniendo el frío. A veces hace viento. A veces llueve. Por las tardes, tras los cristales de la ventana, se ve caer la lluvia; cae sobre los tejados, sobre las ramas aún no desnudas del todo de los árboles del parque, sobre los paraguas aparecidos de repente en la calle, sobre los coches. La memoria se puebla de pedazos del verano, de otros veranos. Sobre todo de aquellos veranos. Veranos ya lejanos. Y en el corazón nace la nostalgia; crece, pero no mucho, porque, bien mirado, se prefiere esta calma a aquel ajetreo, aquel no parar, tan agotador. Y se continúa con la lectura. Con la lectura de ese clásico muchas veces comenzado y nunca concluido. Siempre pendiente. Silencio. Soledad. Recogimiento.
De pronto, un leve pitido en el móvil. Un whatsapp. No paran. Será otra foto, u otro vídeo, o un nuevo chiste, quién sabe. En todo caso, algo banal, y seguramente del mal gusto, grosero. Se está dispuesto a ignorarlo, pero pica la curiosidad y se acaba cogiendo el teléfono. Sorpresa. Nada de lo sospechado. Es un mensaje. Otra sorpresa. Es de alguien del trabajo. El whatsapp habla de que si estás por la calle…, de ir a una librería…, de acompañar…, de aconsejar…, de que se quiere volver a leer…
No está por la calle. ¡Con este tiempo quién va a andar por la calle! Pero le dice que sí va, y se viste para salir. Se arregla un poco. También se echa unas gotas de colonia. Coge el paraguas y baja por las escaleras. Por el ascensor se tarda más. Ya no llueve. No hace tanto frío. El aire huele a limpio. Los tejados brillan, y también los adoquines de la calle, que parecen un espejo, donde se refleja el palacio, si bien algo borroso, desdibujado, roto. Se abre un claro. Dos, tres, muchos. Las nubes se están deshilachando. Se deshacen. Tal vez hoy ya no vuelva a llover.
Ya la ve –o solo la adivina– allá a lo lejos, bajo los soportales de la plaza, al lado de una columna. Los pies juntos, cruzados los brazos a la altura del pecho, un poco encogida, pensativa. Algo inquieta, quizá. El pelo suelto. El bolso colgando de su hombro. Un poco maquillada; muy poco, ni se nota casi. Ve que lo ve venir. La ve sonreír. Es una sonrisa distinta; tímida, pero hermosa. “Perdona, a lo mejor estabas haciendo… y yo te…”, le dice. “Nada, no te preocupes”. “Es que…” “Te comprendo, a mí a veces también me pasa, y creo que a todo el mundo”. Camina a su lado, sin mirarla, pero escuchando lo que le va contando, así, de esa manera, un poco atropellada, sin orden, como puede.
La librería. Abre la puerta y la deja pasar primero. Miran juntos, pero poco a poco se van separando, alejándose. Casualmente, alza la vista y la ve al fondo hojeando un libro. “¡Qué bien le sientan los vaqueros!” Lo piensa. Es solo un pensamiento, sí. Pero un pensamiento que nunca antes había tenido. Un pensamiento extraño, que además, tras recoger de nuevo su mirada en el libro que tiene en sus manos, no se le va, se mantiene intacto en su cabeza, como si le gustara, como si en el fondo no quisiera que se le fuera, y no le deja comprender lo que está leyendo. No sabe por qué ha pensado esto. Como tampoco sabe por qué se encuentra en este momento en esta librería, y con ella, nada menos, si no hace nada él estaba tan a gusto en su casa leyendo un libro y viendo por la ventana de vez en cuando llover. No sabe qué hacer con ese pensamiento. Es un pensamiento frívolo, incómodo, pero dulce, y cada vez más dulce se le va volviendo.
“¿Está bien ese?”, le pregunta desde muy cerca, a unos centímetros tan solo de su cuerpo. Ve cómo sus cabellos negros le caen sobre el antebrazo. Le llega el olor de su piel. Es un olor… No acierta a definirlo, pero le gusta. Nota casi su aliento en el cuello. Si en ese momento se girara, los labios le quedarían muy cerca de su boca, a nada de rozarla, o puede que llegaran a rozarla. Si eso ocurriera, si la rozaran, sería casi un beso, el principio de un beso, y tendría que disculparse, decirle que ha sido sin querer, que lo perdone. Por eso, sin moverse, rígido como un palo, tenso, con la respiración medio contenida, le contesta que no está mal y que podría probar con él.
Dejándose llevar, como deslizándose, pasan de una calle a otra. Cruzan la plaza. Descienden por la cuesta. Se van acercando al río. Atrás queda la ciudad. Todo. Desde el pretil del puente miran pasar el agua. El agua pasa turbia. Después, toman el sendero que va sorteando los chopos que crecen en la orilla del río. Pisan las primeras hojas desprendidas, ya amarillas, muertas.
Le gusta cómo habla, cómo suena su voz, cómo arrastra las vocales. Si el sendero se estrecha, por cortesía, la deja pasar delante y, sin pretenderlo, la mira. La vuelve a mirar. No puede dejar de mirarla. Mira cómo camina. Cómo se mueven sus caderas. Los vaqueros. Cómo la brisa mece su melena de azabache. La mira y no la escucha. No obstante, cuando la alcanza y camina otra vez a su lado, le dice que sí, que tiene toda la razón, que es así. De repente, ella se para, se queda muy seria y le pregunta, y él le responde vagamente, cauteloso, inseguro, sin mirarla. Pero ella, no conforme, insiste, y él, entonces, obligándose a ser valiente, la mira. Lo tiene todo bonito. La boca es lo más bonito; le ha quedado entreabierta. Los labios perfectamente dibujados. Anhelantes. Le contesta. Le dice la verdad, y a ella la verdad le da miedo. Pero sus ojos se han llenado de luz. Se han vuelto más verdes. Muy claros. Transparentes. Puros. Verdaderos. Después, los dos se callan. Él mira la ciudad. Le parece otra ciudad. Una ciudad nueva. Pronto, como los ojos de ella, se iluminará, y los mirará. La ciudad, desde allá arriba, con sus mil ojos, los verá caminando uno al lado del otro por la orilla del río.
No se sabe de dónde pudo sacar el valor, pero la invita a tomar un café. Van ascendiendo por el otro extremo de la ciudad. La nota cansada. Le da la mano y le ayuda. Ella sonríe. Sonríen los dos. Cuando llegan a la cafetería, ya es de noche. Las luces de la ciudad no impiden ver que el cielo se ha oscurecido de nuevo. Se sientan en la mesa que está junto al ventanal. Están solamente ellos. No hay más clientes. Ella pide un café solo. Es muy cafetera. Él una infusión. Cualquier infusión le vale. No tiene preferencia por ninguna. Vuelven a hablar. Ahora, a menudo se miran. Ella mira más. Él menos. A él le habría gustado que esto hubiera ocurrido unos cuantos años antes –treinta años antes, por ejemplo– para poder intercambiar los teléfonos. Para que ella le escribiera su número en una servilleta de papel. Para guardar esa servilleta en su cartera. Para tener algo de ella esta noche. Algo que mirar, y tocar, antes de dormirse. Pero no le dice nada. La deja que siga hablando, hablando, aun cuando no sabe ya de qué le está hablando.
Se hace tarde y hay que volver a casa. Llueve. Llueve desde hace tiempo. Pero ellos ni se habían dado cuenta. Él se empeña en acompañarla. En esto, descubre que no tiene el paraguas. Ha debido haberlo olvidado en algún sitio. Es muy descuidado. Los dos creen que ha sido en la librería. No importa. Con el paraguas de ella será suficiente. Lo coge él, que es más alto, y ella, para no mojarse, se aproxima a su cuerpo. No se pega, pero se rozan, constantemente.
La siente tan cerca que por momentos le parece que escucha los latidos de su corazón. Por la calle no hay ni un alma. Van solos. A veces hablando, a veces en silencio. Pero despacio. Despacio. Cuando llegan al portal, todavía llueve, y ella le obliga a volver a casa con su paraguas. “Ya me lo devolverás”, susurran sus labios, esos labios, con aparente naturalidad, mientras se abre la puerta. El portal se ilumina, y la ve subir las escaleras con más gracia aún que cuando camina.
No tarda en meterse en la cama. Quiere leer, pero le cuesta concentrarse, seguir el ritmo de las palabras escritas, transitar sus caminos. No puede. Su mente, siempre tan ingrávida, tan dispuesta a flotar, se ha vuelto pesada, y esas palabras no logran despegarla, hacerle volar, llevarla con ellas a sus mundos. Y se rinde. Apaga la luz. El sueño tampoco consigue envolverlo. Escucha la lluvia en la terraza. Su canción monótona. Pero, en esto, inesperadamente, suena el pitido del whatsapp. Deja de escuchar la lluvia, y lo que oye es el choque de sus pensamientos, de sus emociones. Su terremoto interior. No sabe qué hacer. Siente miedo. Finalmente, se decide y coge el móvil. Entonces, esta lluvia de otoño, la lluvia de esta tarde, de esta noche, le parece más dulce que los días azules del verano, de aquellos veranos, de todos los veranos. Y, antes que leer, que leer el libro clásico que estaba leyendo, que quizá tenga que volver a comenzarlo, una vez más, prefiere oír la lluvia. Porque la vida es lo primero.