Los espejos de Enriqueta
![[Img #60628]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/10_2022/7576_mercedes-dsc_0210.jpg)
Para ‘arreglarnos’ en el día a día es necesario mirarnos al espejo, si no nos miramos al espejo es imposible vernos la cara. Pero si nos miramos al espejo haciendo muecas y gruñendo tampoco es posible arreglarnos porque por mucho que nos miremos no nos veremos bien la cara. Es necesario mirarse al espejo con la cara relajada para poder vernos los rasgos y poder afrontar el arreglo necesario o pretendido. Lo mismo pasa con el alma. Si queremos conocer los rasgos de nuestro espíritu, los buenos y malos, también tenemos que mirarnos al espejo de una manera relajada y atenta, y el espejo en este caso son ‘los otros’.
Porque ¿cómo somos? Lo que creemos que somos o lo que mostramos que somos; lo que pensamos de nosotros mismos o lo que los demás ven en nosotros; lo que nos imaginamos o lo que proyectamos.
Enriqueta escribe este poema en algún momento trascendental de su vida:
Nada / No hay nada alrededor / Nada apuntala la nada / ¿Qué soy yo? / No soy nada / Porque no tengo una mirada / Que me devuelva / Mi yo.
También cuenta cómo un día cualquiera de un octubre más su corazón nostálgico, como todos los otoños, estaba tan desencantado que sólo quería acurrucarse en los rincones de los sillones, sin más, dejar pasar las horas pensando en nada, y sentirse a gusto llena de nada, poseyendo la nada como la esencia misma de su ser. Ella era la nada. Y hasta experimentó un poco felicidad porque al sentirse tan nada no tenía nada de qué preocuparse ni nada con qué agobiarse. Y así dejó pasar las horas de los días otoñales envuelta en la nada.
Pero felizmente tuvo otros momentos de intensidades más dichosas. Recuerda en su cuaderno el encuentro con una mirada que le devolvió y le estimuló su yo más sensorial, y lo describe así: “Él finalmente lo comprendió. Dejó que todo sucediera y entonces todo fue distinto. Nada tenía valor, nada salvo él, que lo era todo. Mi cuerpo perdió el efecto de la gravedad, no tenía peso ni tenía límites. Nada empezaba ni nada acababa, todo constituía una continuidad flotante. Las preocupaciones simplemente se desvanecían antes de llegar a serlo. Todo mi ser estaba invadido de un bienestar infinito. Mi nivel de flotación estaba muy por encima del resto de los mortales. Me sentía inmortal porque me sentía un espíritu libre, etérea. Las palabras no tenían efecto, sólo las sensaciones, la presencia, la cercanía, el tacto o la mirada de él podían trasladarme más allá de las fronteras.”
Claro que un arrebato tan pasional no podía durar mucho tiempo, es imposible que el cuerpo y la vida lo aguanten. Así que tiempo después, no mucho, Enriqueta escribe otro poema:
“Los fuegos artificiales / riegan de luz y color / un instante de emoción / luego / se apagan / el amor en la vida.”
En otros momentos de su vida la mirada exterior no le devuelve algún rasgo de su ‘yo’ sino que, por el contrario, el reflejo del espejo se invierte y la oblicua mirada de su marido le ofrece en bandeja el ‘yo’ más oscuro y conflictivo de él, lleno de complejos y traumas. Enriqueta va escribiendo: “Nunca me dejó estar conmigo misma. El estar conmigo misma suponía esconderle algo muy feo, algún pecado inconfesable, y ese pecado siempre era la infidelidad. La inseguridad que venía arrastrando desde, no sé, supongo su infancia, le llevaba a considerar que ese era el único pecado en el mundo a considerar.”
“Los secretos movimientos de mi alma, el misterio de mis inquietudes más íntimas, son espiados y castigados. Nunca entendió que yo era YO dentro del pequeño mundo familiar; que mi aislamiento respondía tan sólo a la necesidad poder encontrarme conmigo misma dentro de un entorno amable y cariñoso; que no me aislaba para esconder algo inconfesable, sino para entenderme y entender el mundo que nos rodea. Pero lo desconocido para una mente estrecha se convierte en un fantasma peligroso, en un enemigo difícil, y la reacción más habitual ante el miedo a lo desconocido es atacar antes de ser atacado. Me sentía una mezcla de la madre de Amos Oz y Marcel Prust.”
Dice Fernando Savater que el máximo ideal en la vida es tener: coraje para vivir, generosidad para convivir y prudencia para sobrevivir. Qué sabio es este Sabater.
Y Proust habla de la dulzura que hay en lo bondadoso y la melancolía que hay en la ternura. Este es también un pensamiento sabio.
Algún consejo de educación sentimental: No verbalices el lloro cuando alguien llora de emoción. Hay que hacerle ver que te has dado cuenta, que eres consciente de su derroche de emoción, pero no hables de su lloro.
No hay que quedarse atrapado en una emoción o en un sentimiento. Hay que dejar que todo sentimiento te conmueva sin que te agarrote.
Un lamento de Enriqueta: “La tierra está seca como mi corazón no como mis ojos. Mis ojos se humedecen. Ojala fuera la tierra y el corazón y no mis ojos.”
O témpora o mores
Para ‘arreglarnos’ en el día a día es necesario mirarnos al espejo, si no nos miramos al espejo es imposible vernos la cara. Pero si nos miramos al espejo haciendo muecas y gruñendo tampoco es posible arreglarnos porque por mucho que nos miremos no nos veremos bien la cara. Es necesario mirarse al espejo con la cara relajada para poder vernos los rasgos y poder afrontar el arreglo necesario o pretendido. Lo mismo pasa con el alma. Si queremos conocer los rasgos de nuestro espíritu, los buenos y malos, también tenemos que mirarnos al espejo de una manera relajada y atenta, y el espejo en este caso son ‘los otros’.
Porque ¿cómo somos? Lo que creemos que somos o lo que mostramos que somos; lo que pensamos de nosotros mismos o lo que los demás ven en nosotros; lo que nos imaginamos o lo que proyectamos.
Enriqueta escribe este poema en algún momento trascendental de su vida:
Nada / No hay nada alrededor / Nada apuntala la nada / ¿Qué soy yo? / No soy nada / Porque no tengo una mirada / Que me devuelva / Mi yo.
También cuenta cómo un día cualquiera de un octubre más su corazón nostálgico, como todos los otoños, estaba tan desencantado que sólo quería acurrucarse en los rincones de los sillones, sin más, dejar pasar las horas pensando en nada, y sentirse a gusto llena de nada, poseyendo la nada como la esencia misma de su ser. Ella era la nada. Y hasta experimentó un poco felicidad porque al sentirse tan nada no tenía nada de qué preocuparse ni nada con qué agobiarse. Y así dejó pasar las horas de los días otoñales envuelta en la nada.
Pero felizmente tuvo otros momentos de intensidades más dichosas. Recuerda en su cuaderno el encuentro con una mirada que le devolvió y le estimuló su yo más sensorial, y lo describe así: “Él finalmente lo comprendió. Dejó que todo sucediera y entonces todo fue distinto. Nada tenía valor, nada salvo él, que lo era todo. Mi cuerpo perdió el efecto de la gravedad, no tenía peso ni tenía límites. Nada empezaba ni nada acababa, todo constituía una continuidad flotante. Las preocupaciones simplemente se desvanecían antes de llegar a serlo. Todo mi ser estaba invadido de un bienestar infinito. Mi nivel de flotación estaba muy por encima del resto de los mortales. Me sentía inmortal porque me sentía un espíritu libre, etérea. Las palabras no tenían efecto, sólo las sensaciones, la presencia, la cercanía, el tacto o la mirada de él podían trasladarme más allá de las fronteras.”
Claro que un arrebato tan pasional no podía durar mucho tiempo, es imposible que el cuerpo y la vida lo aguanten. Así que tiempo después, no mucho, Enriqueta escribe otro poema:
“Los fuegos artificiales / riegan de luz y color / un instante de emoción / luego / se apagan / el amor en la vida.”
En otros momentos de su vida la mirada exterior no le devuelve algún rasgo de su ‘yo’ sino que, por el contrario, el reflejo del espejo se invierte y la oblicua mirada de su marido le ofrece en bandeja el ‘yo’ más oscuro y conflictivo de él, lleno de complejos y traumas. Enriqueta va escribiendo: “Nunca me dejó estar conmigo misma. El estar conmigo misma suponía esconderle algo muy feo, algún pecado inconfesable, y ese pecado siempre era la infidelidad. La inseguridad que venía arrastrando desde, no sé, supongo su infancia, le llevaba a considerar que ese era el único pecado en el mundo a considerar.”
“Los secretos movimientos de mi alma, el misterio de mis inquietudes más íntimas, son espiados y castigados. Nunca entendió que yo era YO dentro del pequeño mundo familiar; que mi aislamiento respondía tan sólo a la necesidad poder encontrarme conmigo misma dentro de un entorno amable y cariñoso; que no me aislaba para esconder algo inconfesable, sino para entenderme y entender el mundo que nos rodea. Pero lo desconocido para una mente estrecha se convierte en un fantasma peligroso, en un enemigo difícil, y la reacción más habitual ante el miedo a lo desconocido es atacar antes de ser atacado. Me sentía una mezcla de la madre de Amos Oz y Marcel Prust.”
Dice Fernando Savater que el máximo ideal en la vida es tener: coraje para vivir, generosidad para convivir y prudencia para sobrevivir. Qué sabio es este Sabater.
Y Proust habla de la dulzura que hay en lo bondadoso y la melancolía que hay en la ternura. Este es también un pensamiento sabio.
Algún consejo de educación sentimental: No verbalices el lloro cuando alguien llora de emoción. Hay que hacerle ver que te has dado cuenta, que eres consciente de su derroche de emoción, pero no hables de su lloro.
No hay que quedarse atrapado en una emoción o en un sentimiento. Hay que dejar que todo sentimiento te conmueva sin que te agarrote.
Un lamento de Enriqueta: “La tierra está seca como mi corazón no como mis ojos. Mis ojos se humedecen. Ojala fuera la tierra y el corazón y no mis ojos.”
O témpora o mores