Vidas
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Yo sé que existo
Porque tú me imaginas
A.González
El pasado sábado paseaba con mi madre por la calle de la Estación de mi pueblo, llamada así porque un poco más allá se detenía antaño el tren burra con recorrido Palanquinos-Medina de Rioseco, cuando cayó a mis pies, como hoja de otoño mecida por el aire, una vieja postal que cogí en mis manos. La ilustraba una anodina fotografía en la que se veía un horreo en primer plano y unas vacas pastando. Al darle la vuelta, junto al sello de setenta centimos de Franco medio despegado, un matasellos daba cuenta de la fecha en la que fue enviada: 22 de octubre de 1962. La postal la firmaba una mujer de nombre y apellido anodino e iba dirigida a otra mujer con datos igual de anodinos a la que daba el tratamiento de hermana, con residencia, según rezaba más abajo, en un convento de carmelitas de una anodina ciudad de provincias.
El cuerpo de la postal, escrita en letra regular, empezaba diciendo que se imaginaba que la destinataria de esas letras pensaría que nadie se acordaba de ella, más no era así. Se disculpaba explicando que muchas veces había querido escribirle pero que un día por otro el tiempo se iba pasando y más ese año que estaba en cuarto y que, según decían, el tiempo no daba para nada. Hablaba del verano, que había pasado muy bien en todos los sentidos. Mostraba inquietud por la salud de su padre, aspecto éste que le preocupaba muchísimo. Mandaba saludos y recuerdos a varias hermanas más de la congregración. Fin.
Podía haber tirado la postal, sin embargo, no lo hice y al llegar a casa, ayudada por una lupa, leí de nuevo, letra a letra, las letras detenidas en el tiempo. Preguntándome si un fragmento de vida así, tan falto de interés, me podía llevar a algun tipo de aprendizaje o reflexión.
Según el escritor y teórico del cuento, Ricardo Piglia, toda historia lleva dentro dos historias: la que se cuenta, punta del iceberg, y la oculta.
El texto en sí me pareció que evidenciaba una vida serena, sin nubes, sin sobresaltos, sin aristas, plana, bastante previsible. Una vida sin mucha vida, casi sin pulso, como de convaleciente que, desde luego, no aportaba argumento para una novela. Bien es verdad que en una postal donde lo que se dice está a la vista de cualquiera y el espacio es tan reducido, uno no puede hacer una confesión del carajo. Pero hay pequeños textos tan llenos de pasión que bien valen una vida. Quien lo probó lo sabe, que diría el poeta y dramaturgo del Siglo de Oro Lope de Vega. Evidentemente éste no era el caso.
También me pareció que bajo los pliegues de la afirmación, me preocupa muchísimo, se ocultaban un sinfín de emociones, de temores, de miedos, de sinsabores, de desvelos, de sentimientos no suficientemente expresados. Me pregunté, ¿dónde quedan las palabras que nunca se dicen?
Asimismo quisé entrever en el rostro de la destinataria, al saberse pensada por la otra y tener, como el coronel de Gabriel García Marquez quien la escribiera, una leve sonrisa. Y acaso más, habida cuenta cuenta de que la postal estuvo salvaguardada nada menos que sesenta años. ¿Viviría todavía la destinataria de la carta? ¿Habría muerto? Me incliné por lo último.
Y me dio pena en el sentido etimólogico del término pena, esto es, de tormento o castigo, que esa cadena de custodia se hubiera roto un día y la postal hubiera acabado tirada en la calle al arbitrio de cualquiera. Todo, en realidad, lleva a uno mismo. Por eso pensé si no eramos acaso las postales que un día escribimos para acabar, cual hojas del otoño sin valor añadido, rodando por la acera porque ya no quedaba nadie que las custodiara, nadie que se interesara por ellas, nadie que las quisiera.
Hoy además ya no se escriben postales.
Para burlar tan triste destino se me ocurrió guardar la postal en un libro ‘El amante de Lady Chatterley’ que compré hace más de treinta años en la Cuesta de Moyano. Un libro de segunda mano que tiene una anotación final firmada el 16/10/82 por Teresa y dice: Las maravillas son muchas, no precisamente las escritas en estas páginas. El sexo no es así, no es brutalidad ni entrega, es casi indefinible, un accidente. Escribiré más en el futuro divagando, como siempre, sobre la vida, que es lo más bello, lo único, lo más doloroso. Nadie creerá que no es el libro lo que me inspira sino una pluma, regalo de santo, francamente deliciosa, aunque aseguro que así, tontamente, podría estar escribiendo toda una noche, toda una semana, en fin, el resto de mis días. Vamos que me divierte mucho.
Me gusta imaginar que un día quizá alguien abra el libro, descubra la postal y las letras de Teresa juntas, se sonría, e imagine y recree de nuevo una historia.
Yo sé que existo
Porque tú me imaginas
A.González
El pasado sábado paseaba con mi madre por la calle de la Estación de mi pueblo, llamada así porque un poco más allá se detenía antaño el tren burra con recorrido Palanquinos-Medina de Rioseco, cuando cayó a mis pies, como hoja de otoño mecida por el aire, una vieja postal que cogí en mis manos. La ilustraba una anodina fotografía en la que se veía un horreo en primer plano y unas vacas pastando. Al darle la vuelta, junto al sello de setenta centimos de Franco medio despegado, un matasellos daba cuenta de la fecha en la que fue enviada: 22 de octubre de 1962. La postal la firmaba una mujer de nombre y apellido anodino e iba dirigida a otra mujer con datos igual de anodinos a la que daba el tratamiento de hermana, con residencia, según rezaba más abajo, en un convento de carmelitas de una anodina ciudad de provincias.
El cuerpo de la postal, escrita en letra regular, empezaba diciendo que se imaginaba que la destinataria de esas letras pensaría que nadie se acordaba de ella, más no era así. Se disculpaba explicando que muchas veces había querido escribirle pero que un día por otro el tiempo se iba pasando y más ese año que estaba en cuarto y que, según decían, el tiempo no daba para nada. Hablaba del verano, que había pasado muy bien en todos los sentidos. Mostraba inquietud por la salud de su padre, aspecto éste que le preocupaba muchísimo. Mandaba saludos y recuerdos a varias hermanas más de la congregración. Fin.
Podía haber tirado la postal, sin embargo, no lo hice y al llegar a casa, ayudada por una lupa, leí de nuevo, letra a letra, las letras detenidas en el tiempo. Preguntándome si un fragmento de vida así, tan falto de interés, me podía llevar a algun tipo de aprendizaje o reflexión.
Según el escritor y teórico del cuento, Ricardo Piglia, toda historia lleva dentro dos historias: la que se cuenta, punta del iceberg, y la oculta.
El texto en sí me pareció que evidenciaba una vida serena, sin nubes, sin sobresaltos, sin aristas, plana, bastante previsible. Una vida sin mucha vida, casi sin pulso, como de convaleciente que, desde luego, no aportaba argumento para una novela. Bien es verdad que en una postal donde lo que se dice está a la vista de cualquiera y el espacio es tan reducido, uno no puede hacer una confesión del carajo. Pero hay pequeños textos tan llenos de pasión que bien valen una vida. Quien lo probó lo sabe, que diría el poeta y dramaturgo del Siglo de Oro Lope de Vega. Evidentemente éste no era el caso.
También me pareció que bajo los pliegues de la afirmación, me preocupa muchísimo, se ocultaban un sinfín de emociones, de temores, de miedos, de sinsabores, de desvelos, de sentimientos no suficientemente expresados. Me pregunté, ¿dónde quedan las palabras que nunca se dicen?
Asimismo quisé entrever en el rostro de la destinataria, al saberse pensada por la otra y tener, como el coronel de Gabriel García Marquez quien la escribiera, una leve sonrisa. Y acaso más, habida cuenta cuenta de que la postal estuvo salvaguardada nada menos que sesenta años. ¿Viviría todavía la destinataria de la carta? ¿Habría muerto? Me incliné por lo último.
Y me dio pena en el sentido etimólogico del término pena, esto es, de tormento o castigo, que esa cadena de custodia se hubiera roto un día y la postal hubiera acabado tirada en la calle al arbitrio de cualquiera. Todo, en realidad, lleva a uno mismo. Por eso pensé si no eramos acaso las postales que un día escribimos para acabar, cual hojas del otoño sin valor añadido, rodando por la acera porque ya no quedaba nadie que las custodiara, nadie que se interesara por ellas, nadie que las quisiera.
Hoy además ya no se escriben postales.
Para burlar tan triste destino se me ocurrió guardar la postal en un libro ‘El amante de Lady Chatterley’ que compré hace más de treinta años en la Cuesta de Moyano. Un libro de segunda mano que tiene una anotación final firmada el 16/10/82 por Teresa y dice: Las maravillas son muchas, no precisamente las escritas en estas páginas. El sexo no es así, no es brutalidad ni entrega, es casi indefinible, un accidente. Escribiré más en el futuro divagando, como siempre, sobre la vida, que es lo más bello, lo único, lo más doloroso. Nadie creerá que no es el libro lo que me inspira sino una pluma, regalo de santo, francamente deliciosa, aunque aseguro que así, tontamente, podría estar escribiendo toda una noche, toda una semana, en fin, el resto de mis días. Vamos que me divierte mucho.
Me gusta imaginar que un día quizá alguien abra el libro, descubra la postal y las letras de Teresa juntas, se sonría, e imagine y recree de nuevo una historia.