Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 08 de Octubre de 2022

Cinema Paradiso

                                                 

 

Cuantas similitudes entre Astorga y Giancaldo, la localidad siciliana en la que se desarrolla la película Cinema Paradiso, dirigida por Giuseppe Tornatore, y Óscar a la mejor película extranjera en 1988. Ningún amante del cine puede dejar de tenerla entre sus preferencias cinéfilas.

 

Astorga es una ciudad de cine y del cine. Cinco llegó a tener. ¿Vuelvo a recitarlos? ¡¡Vuelvo!! Por ese orden alfabético neutral, porque en cada una de aquellas salas con las películas vistas desde butaca, entresuelo o general, gallinero para entendernos, quedó un trozo de nuestras vidas: Astúric, Capitol, Gullón, Tagarro y Velasco. Daba lo mismo que el argumento fuese de vaqueros, de piratas, de romanos, de espadachines, o de policías y cacos; hasta las romanticonas nos dejaban la huella del magnífico sueño que era el cine en nuestras sencillas vidas de niños, circunscritas a una historia en imágenes con inicio, nudo y desenlace. El The End que no admitía, jamás lo hubiéramos permitido, más que la apoteosis del héroe y la conquista de la chica en un horizonte vespertino de rojos intensos.

 

Giancaldo, un pueblo siciliano en los años de la posguerra mundial, no tuvo más que un cine: el Paradiso. En su sala de proyección se labra la relación entre el niño Salvatore, alias Toto, y el operador del proyector Alfredo (Philippe Noiret) que, película a película, deviene a una complicidad paterno-filial entre un muchacho que ha perdido a su progenitor natural en el campo de batalla y un adulto que compendia su acervo en la ficción de tanta cinta oteada a la inversa de la pantalla. Toto construye su ideal de vida en torno a esta enciclopedia pedagógica que representa el humanismo sin fronteras y a múltiple formato de Alfredo.

 

La intrahistoria de Giancaldo, como la de Astorga, gira en torno a su cine, la primera, y a sus cines, la segunda. El epílogo es el mismo. Agonizan con la desaparición de las aulas vitales que son las salas de proyecciones en una gran pantalla rectangular que, sobre lienzo blanco, dibujan el colorido de la epopeya o la grisura de las miserias humanas.

 

Cinema Paradiso es la maravillosa crónica fotográfica de los rostros de las personas -y qué decir de los niños- ante el fogonazo de un duelo al sol, de un beso apasionado o de un peligro inminente sobre el héroe o un inocente que pasaba por allí. Es la prodigiosa aventura de un King Kong que se nos hace más creíble sobre las trampas con mucho cartón, que en los efectos especiales que atestiguan una realidad antinatural. Es la indignación de una chavalería que se considera estafada por el hurto de una escena supuestamente escabrosa de ropa a medio caer que, con tenacidad inquisitiva, detectaba la afilada tijera de la censura de sotana y teja.

 

Ahora paso por delante del cine Velasco, el último en caer del exquisito repóquer de antaño  y, justo en la calle que toma el nombre de mi bisabuelo. Como una pedrada, rebota en mi mente el melancólico acorde del tema musical de esta cinta, compuesto por Ennio Morriocone (si bien otras guías se la atribuyen a su hijo Andrea). Entona su apogeo en el testamento que Alfredo deja a Toto, convertido de mayor en director cinematográfico de prestigio. Ni más, ni menos, que un encadenado de los fotogramas de aquellas películas de la niñez eliminadas por la tontuna censura obsesionada con el sexto mandamiento. Sublime.

 

Pocas veces un lenguaje de la música es traducido con tanta facilidad a las palabras que transmite la gélida soledad de un cine sin cartelería y sin las fotos fijas de sus escenas cumbres en las mamparas, esas que nos empiezan a meter la maravillosa golosina de una sesión cinematográfica saboreada en la edad de la niñez y en los tiempos que ir al cine era como la fiesta mayor de nuestras existencias.

 

En esta ocasión no acompaño mi escrito de la reglamentaria fotografía. La técnica lo permite. Ilustro mi comentario con la música de Cinema Paradiso. Hagan, por favor, el ejercicio de cerrar los ojos como yo he hecho. De inmediato, en esa oscuridad de lo remoto, se sucederán escenas e imágenes de nuestras películas preferidas, tantas de ellas disfrutadas en algún cine astorgano. Tornatore nos ha dejado esta parábola cinematográfica que acerca, como muy pocas, el séptimo arte al más puro de los realismos: el de vivir…. y el de morir con las botas puestas.

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.