Fauna novelesca
![[Img #60735]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/10_2022/4496_viudadsc_0327.jpg)
Suelo frecuentar puestos callejeros de libros usados. Existen muy pocas costumbres que me atraigan tanto. Algunos de estos ejemplares parece que hayan sido leídos tan solo una vez o quizá ni eso, tan perfectos lucen colocados sobre las mesas- mostrador. Encuentro joyas, rastreo autores, y me topo con una fauna humana siempre sorprendente y a veces muy perdida entre los más vendidos y la excelencia literaria.
El último día la mercancía marcaba un euro, por ese precio irrisorio te puedes llevar incluso libros con su envoltura primigenia de celofán satinado. Libros de auténtico estreno de autores memorables, por los que a veces compiten hasta tres manos entrecruzándose en una sutil pelea encubierta por alzarse con el trofeo recién descubierto. Lo mejor en estos casos es ceder y apartarse del objetivo mostrando absoluta indiferencia para que el, o los contrincantes, abandonen la literaria presa al percibir tu inmediato y falsísimo desinterés. Suele funcionar. Casi siempre se recupera el preciado ejemplar. El ser humano es competitivo y caprichoso por naturaleza, sobre todo cuando otro le rivaliza en apetencias. Mi rival del último asalto no era rival, se trataba de un encantador y elegante anciano tocado con sombrero y gabardina detectivesca que husmeaba cual sabueso con criterio definido. De entrada se topó con un libro de Antonio Gala que desechó de inmediato con suave desdén, argumentando en voz alta que no le gustaba el maestro penibético. Inmediatamente se me encendió el pensamiento y no dudé en ofrecerle un ejemplar de ‘La cruz de San Andrés’ de Camilo José Cela que acababa de descubrir al otro extremo de la mesa, se lo quedó sin rechistar asintiendo con gesto de sorpresa y gratitud -Me gusta complacer a quien parece dispuesto a entablar conversaciones literarias- A continuación, el avezado señor con vista de águila y maneras decididas, descubrió un ejemplar de ‘Un millón de muertos’ de José María Gironella que atesoró sin pestañear junto al de Cela, he de reconocer que me invadió una rabia feroz pues se me había escapado y, por un euro y lo nuevo que parecía a primera vista, reunía las condiciones de pequeño gran tesoro.
Seguidamente no me pude contener y me atreví a preguntarle que si era profesor o librero, pues sabía muy bien lo que buscaba y nadaba como pez en el agua entre las pilas de libros amontonados. Los tocaba con cuidado y sus pequeñas y ágiles manos semejaban mariposas acariciadoras de las brillantes solapas. Me contestó que no, nada de eso. Había regentado un negocio de hostelería durante sesenta años en el que a base de tratar con miles de personas su bagaje cultural había crecido de tal modo que constituía su mayor orgullo en cuanto a aprendizaje de la vida, el arte y la lectura. Siempre ojo avizor para aprender de los demás. Me contó entusiasmado que por su negocio pasaron personajes de todo tipo que le influyeron en sus preferencias y elecciones literarias. Atento a las conversaciones y tertulias que en su local se celebraban, tomaron forma a fuego lento y, año tras año, sus inquietudes culturales, hasta conformar un prisma mental que palpitaba en su interior como llama incandescente. Remató con una sentencia fascinante que muchos autores han apuntado y que todos como avezados lectores sabemos: “La literatura se encuentra en el público, en los restaurantes, entre platos, vasares, tertulias, y estruendo. Las historias más inverosímiles y grandiosas las he escuchado tras el mostrador”.
Este hombre encantador y educadísimo ha llegado a esta conclusión a base de sacrificio y tesón. De interés y esfuerzo por ocupar su tiempo libre en su empeño autodidacta.
Me pidió una última recomendación, ya que se quería llevar tres ejemplares para pasar sus primeras tardes de otoño, y cual no sería mi sorpresa cuando de pronto apareció ante mis ojos “La hoguera de las vanidades” de Tom Wolfe.
¿Me gustará? -preguntó con ojos vivarachos- asentí emocionada, acogió el libro entre los otros dos dando una palmada en la contraportada antes de perderse entre el bullicio, no sin antes abonar tres tristes euros al dueño del chiringo.
Suelo frecuentar puestos callejeros de libros usados. Existen muy pocas costumbres que me atraigan tanto. Algunos de estos ejemplares parece que hayan sido leídos tan solo una vez o quizá ni eso, tan perfectos lucen colocados sobre las mesas- mostrador. Encuentro joyas, rastreo autores, y me topo con una fauna humana siempre sorprendente y a veces muy perdida entre los más vendidos y la excelencia literaria.
El último día la mercancía marcaba un euro, por ese precio irrisorio te puedes llevar incluso libros con su envoltura primigenia de celofán satinado. Libros de auténtico estreno de autores memorables, por los que a veces compiten hasta tres manos entrecruzándose en una sutil pelea encubierta por alzarse con el trofeo recién descubierto. Lo mejor en estos casos es ceder y apartarse del objetivo mostrando absoluta indiferencia para que el, o los contrincantes, abandonen la literaria presa al percibir tu inmediato y falsísimo desinterés. Suele funcionar. Casi siempre se recupera el preciado ejemplar. El ser humano es competitivo y caprichoso por naturaleza, sobre todo cuando otro le rivaliza en apetencias. Mi rival del último asalto no era rival, se trataba de un encantador y elegante anciano tocado con sombrero y gabardina detectivesca que husmeaba cual sabueso con criterio definido. De entrada se topó con un libro de Antonio Gala que desechó de inmediato con suave desdén, argumentando en voz alta que no le gustaba el maestro penibético. Inmediatamente se me encendió el pensamiento y no dudé en ofrecerle un ejemplar de ‘La cruz de San Andrés’ de Camilo José Cela que acababa de descubrir al otro extremo de la mesa, se lo quedó sin rechistar asintiendo con gesto de sorpresa y gratitud -Me gusta complacer a quien parece dispuesto a entablar conversaciones literarias- A continuación, el avezado señor con vista de águila y maneras decididas, descubrió un ejemplar de ‘Un millón de muertos’ de José María Gironella que atesoró sin pestañear junto al de Cela, he de reconocer que me invadió una rabia feroz pues se me había escapado y, por un euro y lo nuevo que parecía a primera vista, reunía las condiciones de pequeño gran tesoro.
Seguidamente no me pude contener y me atreví a preguntarle que si era profesor o librero, pues sabía muy bien lo que buscaba y nadaba como pez en el agua entre las pilas de libros amontonados. Los tocaba con cuidado y sus pequeñas y ágiles manos semejaban mariposas acariciadoras de las brillantes solapas. Me contestó que no, nada de eso. Había regentado un negocio de hostelería durante sesenta años en el que a base de tratar con miles de personas su bagaje cultural había crecido de tal modo que constituía su mayor orgullo en cuanto a aprendizaje de la vida, el arte y la lectura. Siempre ojo avizor para aprender de los demás. Me contó entusiasmado que por su negocio pasaron personajes de todo tipo que le influyeron en sus preferencias y elecciones literarias. Atento a las conversaciones y tertulias que en su local se celebraban, tomaron forma a fuego lento y, año tras año, sus inquietudes culturales, hasta conformar un prisma mental que palpitaba en su interior como llama incandescente. Remató con una sentencia fascinante que muchos autores han apuntado y que todos como avezados lectores sabemos: “La literatura se encuentra en el público, en los restaurantes, entre platos, vasares, tertulias, y estruendo. Las historias más inverosímiles y grandiosas las he escuchado tras el mostrador”.
Este hombre encantador y educadísimo ha llegado a esta conclusión a base de sacrificio y tesón. De interés y esfuerzo por ocupar su tiempo libre en su empeño autodidacta.
Me pidió una última recomendación, ya que se quería llevar tres ejemplares para pasar sus primeras tardes de otoño, y cual no sería mi sorpresa cuando de pronto apareció ante mis ojos “La hoguera de las vanidades” de Tom Wolfe.
¿Me gustará? -preguntó con ojos vivarachos- asentí emocionada, acogió el libro entre los otros dos dando una palmada en la contraportada antes de perderse entre el bullicio, no sin antes abonar tres tristes euros al dueño del chiringo.