Memorias de un astorgano (VI): 'La imprenta, segunda enseñanza' (segunda parte)
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A mí me entusiasmaba la lectura y oyendo las conversaciones me iba formando lugar de los hechos y de las personas según su representación, pero ¡claro!, la vida selvática que habla tenido también dejó huellas y deseos de libertad, pues yo fui siempre inquieto y revoltoso y quizás fuera de la cuadrilla de amigos el que cogiera más veces la Policía, que eran los Romanones, y me apuntaban en el libro verde y me amenazaban con llevarme a un reformatorio y todo era por fruslerías como subir a la muralla de Puerta Sol y tirar chinas a los transeúntes y esconderme; por romper un cristal en la barbería del señor Sandalío, que estaba enfrente del Grupo Escolar; por llamar ‘Cuco’ y burlarme del policía municipal señor ‘Cucón’ y echar a correr, que lo hacía mejor que un galgo; por tirar a una señora que no recuerdo quién era de un empujón, y dejarla tendida cuan larga era en la Plaza Mayor —con el agravante de que le dio un sincope—, a causa de una carrera alocada por huir de un compañero que me quería atrapar en el juego de ‘guardias y ladrones’; y sobre todo el sufrimiento que hicimos a aquel celoso jardinero, don Benigno Postigo, que como un verdadero centinela guardaba su floristería. Si este hombre no hubiera tenido ese temperamento y hubiera sido más flemático y tranquilo, le hubiéramos dejado en paz igualmente que al señor ‘Cucón’. ¡Quién me hubiera dicho a mí entonces, que en la República le hiciéramos un homenaje de gratitud a don Benigno Postigo y yo fuera precisamente con mi adhesión entusiasta!
Para terminar con estas cosas infantiles, que son tan corrientes, quiero relatar aquí un hecho inolvidable que me acarreó persecuciones. Estando mirando el escaparate de ‘La Fábrica’, detrás del Ayuntamiento, mi amigo Venancio Carro, hoy afamado sastre, me cogió la boina y sin aviso previo me la tiró al centro del local, yo, sin pensarlo, entré de golpe, atropellando a dos o tres mujeres y salí de estampida por la otra puerta de San Bartolo, saliendo a continuación hecho un basilisco don Pompeyo Pérez Benito, preguntando furioso quién había sido y diciéndole que fui yo, vino hacia mí airado y yo le dejé, burlonamente, acercarse hasta casi tenderme la mano y en el precioso momento me di la vuelta con tal acierto, mientras él intentó darme un puntapié tan formidable, que sus piernas dando en el vacío, cayó para atrás en una caída tremenda; se levantó y como una flecha corrió tras de mí, pero ¿quién me cogía a mí siendo una bala corriendo? Pero lo peor fue que me vio Antonio el Romanón y prometió a don Pompeyo que haría un escarmiento conmigo, pues bien me conocía, y en cuanto me veía se sucedían las carreras, con igual resultado, pues nunca me cogía. Pero un día me atrapó por sorpresa y por la espalda en un corrillo y si no es por ‘Jirafa’, que era el sargento, me monda de arriba abajo. De mozo ya me gustaban sobremanera los escritos y versos de don Pompeyo que en ‘El Faro Astorgano’ publicaba.
Era la edad de las carreras por Fuenteencalada, la Nevera, la Plaza de Toros y frecuentar las ventas del señor Pedro y la Casiana, cuando le daban a uno una perra chica los domingos para comprar un chupilargo a la señora Macaria, con la condición de dar la mitad a mi hermano más pequeño y que servía muchas veces para que me dieran unos tortazos, porque siempre le daba un trocín infinitamente más pequeño y él se lo decía a mi padre y siempre, con tesón de aragonés, me denunciaba y yo entonces le sacudía la badana, y ni él ni yo nos arrepentíamos.
Eran los tiempos en que bajando a la Estación del Norte, nos montábamos en el tren charango, en el que una vez descargado, retornaban las unidades a la Estación del Oeste, que tan magistralmente relata Juan Carlos Villacorta en sus escritos llenos de cariño a la ciudad. Aquellos dos kilómetros eran para nosotros simulacro de un gran viaje que hiciéramos a la China, ¡Tan grande era la ilusión! Al llegar a la estación había que salir de estampida, porque siempre había ferroviarios de mala uva que nos perseguían.
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Otras veces Íbamos a Manjarín y en la plaza y alrededores contemplábamos las plantas que tenían los señores Manuel Rollán y José Álvarez (Cachán), que eran medicinales y que decían que muchas eran venenosas. Rollán tenía una droguería en la Plaza de Santocildes. También visitábamos a las lavanderas que nos espabilaban y tirábamos camino de Piedralba, persiguiendo a los lagartos que, al ser solitaria aquella zona, abundaban entre las canteras. A veces parábamos en la cuesta y cogíamos barro blanco, del que vendía la tía Jesusona, con un borrico por la ciudad, para que las amas de casa refregasen y blanqueasen la mesa de cocina, el armario, el piso y las escaleras. La tía Jesusona era de La Valduerna y hablaba con un dialecto regional valdornés de muchísima gracia y contaba con muchas amistades, tenía rasgo y decían que había sido una bella mujer.
Cuántas tardes, con un sol abrasador íbamos a la Fortificante, distante 4 kilómetros y medio, nos bañábamos en la presa, nos columpiábamos y retozábamos entre la hojarasca de aquel paraje salvaje delicioso que por desgracia la mayor parte ha desaparecido.
Con el relato de mis travesuras, se me ha ido el hilo de lo que estaba contando de la política interior ciudadana y voy a decir que don José Alonso Botas y don Manuel Gómez Lómban, por su cuenta, editaron un periódico semanal, titulado ‘La Verdad’, con carácter republicano, que fue como un terremoto en una ciudad tan levítica. Atacaba duramente al clero por su actitud social, diciendo que eran amigos de los ricos y del dinero, recomendando al elemento obrero paciencia y mansedumbre en su miseria. Crearon el ‘Centro Obrero’ para la unión de todos ellos y favorecían con su dinero a los obreros despedidos por revolucionarios y también publicaron un periodiquín en el ‘Centro Obrero’, que se titulaba ‘Voz del Pueblo’, en el que escribían algunos trabajadores, pero duró poco tiempo.
El elemento conservador se quedó atónito ante tanta audacia y se aprestó a la defensa. El obispo don Julián de Diego y Alcolea creó el ‘Circulo Católico de Obreros’, con secretarías de diversos gremios y al mismo tiempo, en el edificio se constituyó una sociedad de recreo, con un cuadro de aficionados que daban funciones. Todos los papeles eran interpretados sólo por hombres, respondiendo a esa falsa moral tan acusada en los tiempos pasados en la Iglesia, separando siempre a los sexos masculino y femenino. Así de pronto, donde no habla nada surgieron dos sindicatos de obreros; a uno le llamaban el rojo y al otro el amarillo. Existía también un café-bar, con naipes, dominó y billar y muchos sacerdotes tomaron la costumbre de la partida, todas las tardes, tomando café.
La ciudad quedó dividida y la tranquilidad perdida, pero no llegó la sangre al río y no hubo violencias por ninguna parte, demostrando ser educados todos los ciudadanos, pero sin perturbaciones y disgustos. Don Manuel Gómez salió concejal y tenía que contender con el resto que era contrario y hubo sesiones, en que su intervención resultaba el delirio para sus seguidores, que algunas veces lo sacaron en hombros como a los toreros.
Recuerdo que en cierta ocasión, me enviaron los republicanos con un prospecto recién impreso a casa del alcalde para que lo sellara, ya que se conoce que había una cierta censura tolerante y era requisito para su libre circulación; no recuerdo de lo que se trataba, pero era algo prohibido por las normas vigentes entonces. Era alcalde don Rodrigo María Gómez y yo fui a una hora de la tarde en que debían saber que su ausencia de casa era segura, y tenía una sirvienta que tenía confianza en decirle que si los empleados del Ayuntamiento llegaban con algún impreso que necesitaban el Visto Bueno del alcalde y no estuviera él, que lo sellara y no los hiciera esperar; pero, como es natural, nunca en caso de su competencia. Lo cierto es que yo llegué y no había nadie más que ella y no siendo yo del Ayuntamiento desconfió y me dijo que esperara; pero yo, ignorante también del asunto, como la conocía y me aburría soberanamente yo solo en la espera y deseaba ir a la calle, la llamé y la convencí de que lo sellara, que no tenía importancia y así lo hizo despidiéndonos tranquilamente. Al regresar encontré a muchos republicanos que me estaban esperando y al comprobar que venía con el prospecto sellado, me preguntaron quién lo habla hecho y los pormenores, los cuales fueron recogidos con gran alborozo, disponiendo su impresión seguidamente. Al anochecido a otro muchacho y a mí nos dieron brocha y engrudo, y un montón de prospectos para ir a pegarlos, lo cual hicimos. Estando subido en la escalera con la brocha y el papel, sentí una voz imperativa que me decía ¡baja! y al hacerlo me encontré con el alcalde todo indignado que me preguntó quién habla autorizado aquello, y al explicarle yo el asunto el acompañante le indicó que recogiera todos los papeles, pero el alcalde negó y me dijo que siguiera, con gran enfado del otro; se me ha esfumado quién era esta persona, pero no el hecho.
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Don Rodrigo, que quizás se dio cuenta de la imprudencia de haber autorizado a la sirviente en cosas sin importancia, se mantuvo firme y aguantó las críticas de sus amigos con gran dignidad y así lo reconocieron sus enemigos. Yo le tuve siempre un gran respeto y reproché agriamente a un compañero en tiempos de la República que descaradamente en la calle creyendo insultarle le llamó ‘Cristo de Limpias’, y él serenamente le miró a la cara y le contestó como un verdadero Cristo: ‘Dios te perdone’. Era un gran señor, afable y fue un vestigio, como don Germán Gullón, de la urbanidad y cortesía de la aristocracia del siglo pasado.
Al Teatro ‘Sabino’, que era el único que habla público y que se ha derribado actualmente, instalado en la Plaza de San Miguel, vinieron compañías importantes traídas por ellos y representaron obras condenadas por la Iglesia como ‘Las bribonas’, ‘Las corsarias’, etcétera. El periódico ‘La Verdad’ debió de vivir unos dos años, después desapareció.
Don Manuel Gómez Lombán, pasados algunos años y desaparecida ya tanta fobia anticlerical, tuvo el atrevimiento de fundar un nuevo periódico, nada menos que diario, con carácter independiente y que salía por la mañana, adelantándose en las noticias a los tres periódicos trisemanales que entonces había: ‘El Faro Astorgano’, ‘La Luz de Astorga’ y El Pensamiento Astorgano’. Ese diario se llamaba ‘Regíón Maragata’.
Eran los tiempos de la primera guerra europea y aquí estábamos en paz. La opinión estaba dividida en aliadófilos y germanófilos, según fueran partidarios de Francia o de Alemania. En lo que oía y leía, empecé a comprender las fuerzas políticas divididas en izquierda y derechas; la izquierda era francófila y la derecha germanófila.
Daba la casualidad de que había una afición al toreo comparada a la que hay hoy con el fútbol y existían dos ases competitivos que se llamaban Juan Belmonte y Joselito el Gallito y los belmontistas y gallistas, como los aliadófilos y germanófilos, se enzarzaban en discusiones, y debido a nuestro temperamento había hasta bofetadas en tabernas, cafés y barberías, pues estos eran locales de reuniones y charlas, y al sentir cualquier bronca alguien preguntaba ¿Qué son esos, toreros o guerreros?
La Plaza de Toros de Astorga estaba en auge, se traían toreros de cartel con corridas de categoría y yo entré muchas veces de pufo, subiendo por los muros de la parte de los toriles que era el sitio más fácil y menos vigilado, y siempre favorecido por el público de abajo que me empujaba y los de arriba que me daban la mano y me avisaban si venia algún guardián; y no a mí sólo sino a todos los chavales carentes de recursos. Desde luego era una exposición, el público te halagaba y te permitía ver la corrida, pero lo mismo una vez dentro te cogían y te sacaban fuera y te daban una paliza fenomenal que te dejaba baldado; a mí el espectáculo de la muerte del toro y los caballos con las tripas fuera me repugnaba y ya de mayor he sido siempre detractor de la fiesta.
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Al trabajar en el periódico en el año 14 y teniendo yo 14 años, pues mi edad va con el siglo, estaba enterado de los pormenores que dieron lugar a la guerra europea, el asesinato de los Archiduques de Austria, sobrinos y sucesores del Emperador Francisco José, en la ciudad de Sarajevo de Servia, y que fue un crimen político ejercitado por las minorías étnicas sometidas al Imperio.
Al ser atacada Servia, pidió ayuda a su hermana mayor, de raza eslava, que era Rusia y al intervenir ésta, Alemania amenazó con intervenir; pero Rusia que tenía un pacto con Francia, daba lugar a que ésta también metiera la pata, formándose entonces un trifulca de marca mayor, metiéndose en el jaleo Italia e Inglaterra al lado de Rusia y Francia, y Alemania, Turquía y Bulgaria al lado de Austria-Hungría. Alemania, que tenía el mejor ejército del mundo y estaba en un potente auge industrial, creyó desbaratar para siempre la competencia de sus productos por Francia e Inglaterra, pero perdió la guerra por la íntervención, a última hora, de los Estados Unidos.
Todas estas cosas se las contaba y explicaba a mis compañeros, ninguno entendía una palabra y se quedaban boquiabiertos, pero no le daban importancia porque en aquella edad, nuestras relaciones tenían más presencia física para los juegos y el hombrear, y ante el hecho de que todos iban teniendo estatura de hombres y yo no crecía —quedándome pequeño— le importaban un bledo mis conocimientos al resto. Por unos cuantos años corrí el peligro de coger complejo y amilanamiento pero lo vencí. De los 14 años hasta los 20 es cuando más se siente el amor propio y el honor herido, y todo se resuelve a puñetazos, y yo no podía competir con ellos. Yo los dominaba con la dialéctica, pero en aquellas edades, en el trato particular, no valla para nada. Todos mis amigos alcanzaron una talla superior de 1,65 para arriba y yo llegaba apenas a lo indispensable requerido para ir a las quintas.
Se daba el caso de que con quien más intimaba (quizás por el hecho de que su hermana era también amiga de la mía, siguiendo la trayectoria de nuestras madres que también lo fueron) era con Santigo Otero Laciana, hijo del empleado de la cantina de la estación, don Casimiro. Pues bien, este amigo llegó a alcanzar la talla de 1,84, siendo un verdadero gigante en aquella época. Andábamos siempre juntos y nos llamaban la ‘I’ y la ‘i’.
Ante las vejaciones y burlas que yo sufrí en mi adolescencia y juventud —y fueron muchas— por mi pequeñez, hechas por personas incultas y analfabetas de ambos sexos, logré sobreponerme, precisamente por la lectura. En ella vi que en el curso de la historia habían llegado en todos los órdenes de la vida, al más alto nivel, personas de baja estatura y hasta el hecho incomprensible de, en el terreno de las armas, tomar el poder absoluto.
Mi retraimiento y cobardía fue desapareciendo con los años y tuve la suerte, que aunque bajo, era grueso y fuerte y no hacían mella en mí los juegos brutos de la mocedad.
He tenido la suerte de haber nacido en una época en que la técnica con sus inventos ha cambiado en todos los órdenes de la vida de los seres humanos. Conocí los primeros automóviles y los primeros aviones. El hombre había conseguido volar y correr vertiginosamente por las carreteras. Se combate a los insectos dañinos y ya no hay chinches, ni pulgas, ni piojos y han mermado las moscas extraordinariamente. En la primavera desapareció la estampa en los patios de la casas de echar agua hirviendo en los catres para matar la crías de las chinches que existían en todas las mansiones, incluso en hoteles de importancia. Era imposible desterrarlos con aquellos medios rudimentarios: el ‘D.D.T.’ hizo el milagro.
La vivienda, el vestir y la alimentación dieron un paso gigantesco y lo he vivido y presenciado yo, que de chico me agarraba a las barras traseras de algún automóvil que cada mes o más pasaba. En cierta ocasión, en el cruce de Cuatro Caminos paró uno, me colgué de él emprendiendo tal velocidad para mi desconocida, que por miedo no me atrevía soltarme, hasta que, en una cuesta, que debió ser cerca de La Bañeza, me solté y creía, al dar la vuelta andando, que Astorga había desaparecido del mapa.
¡Quién me hubiera de decir entonces que tendría coche propio —yo que no salí de Fuenteencalada hasta los 20 años a pesar de mis ansias viajeras— y que había de viajar en autobús, ferrocarril, barco y avión; yo que conocí aquellas carreteras sin asfaltar que levantaban tal nube de polvo, que cubrían todo el contorno y espantaban todas la caballerías, entonces numerosas, que corrían desbocadas ocasionando bastantes desgracias, y cómo podía pensar que hoy en día los animales, acostumbrados, van caminando tan tranquilos, aunque pase por su lado un camión de 40 toneladas y metiendo un ruido espantoso.
El primer automóvil que creo vino a Astorga, fue el de don Claudio Gallego, el dueño de la droguería. Era un señor muy negociante que impuso el consumo y uso de la manzanilla de nuestras montañas en España y en parte del extranjero, y que falleció de un cáncer, igualmente que su señora, en poco tiempo los dos. Don Delfín Rubio me parece que fue el segundo, sucediéndole don Primo Núñez, este señor, que entonces era un joven calavera, fue célebre y popular en la ciudad y emulando el deporte que surgiría después —como el moto-cross y las carreras automovilísticas— bajó con su automóvil por la Brecha, logrando dominarlo y salir airoso de la empresa, en contra del parecer de los curiosos que presagiaban una desgracia. Era el ‘Casanova’ astorgano y sus conquistas amorosas fueron la comidilla de su tiempo, existiendo coplas que el pueblo cantaba, alusivas a él.
![[Img #60745]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/10_2022/5223_astorga-92-1o-coche-san-justo.jpg)
En España no se conocía otra máquina de coser que la ‘Singer’, norteamericana, pero, a principio del año 14 empezaron a venir máquinas de coser alemanas en abundancia y a mitad de precio. Al principio el público se retraía, pero al ver que eran similares y que traían piezas de repuesto, empezaron a comprarlas. Mis hermanas compraron una cada una y se independizaron, pues una era modista y la otra sastra. Las máquinas las habían cogido a plazos y pronto las desquitaron, y así como mi hermano más pequeño y yo trabajábamos en la imprenta, quedamos independientes pues mi tío se habla casado y vivíamos en el mismo edificio, en una vivienda aneja pero la entrada era por la misma puerta de la calle. La dichosa puerta me dio a mí muchos disgustos por hacerme dormir en la calle multitud de veces al sereno. Mi tío era amable y serio, nunca me puso la mano encima, pero tampoco me hacía caricias. Yo le tenía un gran respeto y él tenía la costumbre de retirarse pronto por la noche, pues era muy metódico en todo y dicen que lo fue siempre; no bebía, no fumaba y no se le vio con mujeres hasta que se casó (en contraste con su hermano mayor, Gregorio, que era trasnochador, mujeriego, bebía vino sin exceso y también fumaba y era alegre y afectuoso). Tenía mucho parecido a mí en estatura y cara, lo que no tenían sus hijos, que eran delgados y espigados, y dio la casualidad que los dos hermanos murieron a la misma edad, uno sin vicio alguno y el otro probándolo todo, a los 93 años de edad.
A las 10, en invierno, y a las 11, en verano, cerraba la puerta de la calle y se iba para la cama. Muchas veces yo, sin darme cuenta, llegaba y al ver la puerta cerrada, por no llamar con aquel picaporte pesado de la bola en la mano que hacía un ruido espantoso que despertaba a los vecinos de enfrente y sobre todo, por no hacerle levantar y recorrer un largo trecho —pues tenía que atravesar toda la vivienda por la posición de su dormitorio y no ver su cara seria amonestándome— daba la vuelta y me iba a dormir a un banco del jardín, en verano, o a los coches apartados del ferrocarril en invierno. Por la mañana almorzaba e iba al trabajo y si lo sabia no me decía nada, ni yo tampoco. Decía que era un aragonés y no había quién me domara, pero no obstante no tenía malos instintos y era mejor en esos casos dejarme, y yo creo que acertaba, pues dado mi espíritu aventurero y libertario, si me atacan, hubiera marchado de casa y sería, a estas fechas, lo más probable, algo que pudiera derivar en la golfería.
Mi madre, la pobre, al enterarse, despertaba por la noche y al no verme en la cama bajaba con cuidado y me abría la puerta y yo al saberlo, pasadas las 12, daba una vuelta y encontrándola abierta, con sigilo me metía en la cama, pero como no hay secreto que se guarde, mi tío se llegó a enterar y riñendo a su hermana quitaba la llave y llegó a impedirlo por completo. Entonces ideé dejar entornado algún balcón de los muchos que había, que comunicaban con los pasillos, y yo, que conocía la casa al dedillo, a oscuras y lleno de muebles por todas las partes, lograba penetrar en mi dormitorio, pero había que subir al balcón, cosa que hacia fácilmente por el canalón de la bajada de aguas y que, debido a mi poco peso y a mi agilidad de entonces, no me costaba trabajo; pero todas las previsiones algunas veces fallaban y pasé horribles noches invernales, en las que me echaba de algún vagón en la estación, sin compasión, creyéndome un ratero y buscaba algún portal o refugio, como por ejemplo el carro del quesero, don Esteban López Vlllalón, que estaba siempre en la calle del Dos de Mayo, que era una travesía, llena de barro, y me metía en una bolsa de tela de saco que tenia bajo el piso, clavada en unas tablas y que tenía unos agujeros; por ellos una noche entraba la nieve y se me hacía insoportable y al día siguiente, con un bramante, lo cosí.
Todas estas penalidades quizás me salvaran la vida en prisión, pues mi cuerpo pequeño, sí, pero lleno de vitalidad, resistió perfectamente pruebas tan duras que por lo general no están para sobrellevarlas los que han tenido una vida llena de comodidad.
Cuando estuve en la imprenta fui el recadero del periódico, iba a Telégrafos por los telegramas de información que enviaban desde Madrid todos los días y el despacho de don José Alonso Botas y el de don Manuel Gómez, eran para mí muy conocidos. Don Manolo tenía una mujer muy buena, doña Sacramento, y una hija de mi tiempo, 15 años, que era la joven más bonita que he visto en mi vida. Todos los chicos de Astorga estaban enamorados de ella y yo no iba a ser menos, máxime que yo tenía la dicha de hablar con ella en su propia casa (por llevar continuamente papeles a su padre), tenía el piso dado de brillo, cosa desconocida para mí y me era imposible dar un paso sin resbalar y muchas veces caerme, así que andaba agarrado a las paredes. Pero la condenada de chiquilla, con intención, me mandaba coger los papeles teniendo que atravesar la estancia, y yo iba con el miedo, en la seguridad de oír su voz cantarina y deliciosa del traspiés que iba a dar, pero que era pagado con creces porque se prestaba a ayudarme a levantar y en el contacto de su cuerpo que descuidada y compasivamente se acercaba al mío me transportaba en éxtasis a los últimos peldaños del cielo. Algunas veces me daba un empujoncito que al caerme me hacía daño y yo entonces la miraba con odio, pero ella dirigía sus ojos preciosos hacia mí y ponía una sonrisa tan dulce y una cara tan guapa que la perdonaba. Desde entonces comprendí el poder inmenso que tiene una mujer hermosa, que puede adueñarse de la voluntad de un hombre y convertirlo en un pelele cualquiera.
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A mí me entusiasmaba la lectura y oyendo las conversaciones me iba formando lugar de los hechos y de las personas según su representación, pero ¡claro!, la vida selvática que habla tenido también dejó huellas y deseos de libertad, pues yo fui siempre inquieto y revoltoso y quizás fuera de la cuadrilla de amigos el que cogiera más veces la Policía, que eran los Romanones, y me apuntaban en el libro verde y me amenazaban con llevarme a un reformatorio y todo era por fruslerías como subir a la muralla de Puerta Sol y tirar chinas a los transeúntes y esconderme; por romper un cristal en la barbería del señor Sandalío, que estaba enfrente del Grupo Escolar; por llamar ‘Cuco’ y burlarme del policía municipal señor ‘Cucón’ y echar a correr, que lo hacía mejor que un galgo; por tirar a una señora que no recuerdo quién era de un empujón, y dejarla tendida cuan larga era en la Plaza Mayor —con el agravante de que le dio un sincope—, a causa de una carrera alocada por huir de un compañero que me quería atrapar en el juego de ‘guardias y ladrones’; y sobre todo el sufrimiento que hicimos a aquel celoso jardinero, don Benigno Postigo, que como un verdadero centinela guardaba su floristería. Si este hombre no hubiera tenido ese temperamento y hubiera sido más flemático y tranquilo, le hubiéramos dejado en paz igualmente que al señor ‘Cucón’. ¡Quién me hubiera dicho a mí entonces, que en la República le hiciéramos un homenaje de gratitud a don Benigno Postigo y yo fuera precisamente con mi adhesión entusiasta!
Para terminar con estas cosas infantiles, que son tan corrientes, quiero relatar aquí un hecho inolvidable que me acarreó persecuciones. Estando mirando el escaparate de ‘La Fábrica’, detrás del Ayuntamiento, mi amigo Venancio Carro, hoy afamado sastre, me cogió la boina y sin aviso previo me la tiró al centro del local, yo, sin pensarlo, entré de golpe, atropellando a dos o tres mujeres y salí de estampida por la otra puerta de San Bartolo, saliendo a continuación hecho un basilisco don Pompeyo Pérez Benito, preguntando furioso quién había sido y diciéndole que fui yo, vino hacia mí airado y yo le dejé, burlonamente, acercarse hasta casi tenderme la mano y en el precioso momento me di la vuelta con tal acierto, mientras él intentó darme un puntapié tan formidable, que sus piernas dando en el vacío, cayó para atrás en una caída tremenda; se levantó y como una flecha corrió tras de mí, pero ¿quién me cogía a mí siendo una bala corriendo? Pero lo peor fue que me vio Antonio el Romanón y prometió a don Pompeyo que haría un escarmiento conmigo, pues bien me conocía, y en cuanto me veía se sucedían las carreras, con igual resultado, pues nunca me cogía. Pero un día me atrapó por sorpresa y por la espalda en un corrillo y si no es por ‘Jirafa’, que era el sargento, me monda de arriba abajo. De mozo ya me gustaban sobremanera los escritos y versos de don Pompeyo que en ‘El Faro Astorgano’ publicaba.
Era la edad de las carreras por Fuenteencalada, la Nevera, la Plaza de Toros y frecuentar las ventas del señor Pedro y la Casiana, cuando le daban a uno una perra chica los domingos para comprar un chupilargo a la señora Macaria, con la condición de dar la mitad a mi hermano más pequeño y que servía muchas veces para que me dieran unos tortazos, porque siempre le daba un trocín infinitamente más pequeño y él se lo decía a mi padre y siempre, con tesón de aragonés, me denunciaba y yo entonces le sacudía la badana, y ni él ni yo nos arrepentíamos.
Eran los tiempos en que bajando a la Estación del Norte, nos montábamos en el tren charango, en el que una vez descargado, retornaban las unidades a la Estación del Oeste, que tan magistralmente relata Juan Carlos Villacorta en sus escritos llenos de cariño a la ciudad. Aquellos dos kilómetros eran para nosotros simulacro de un gran viaje que hiciéramos a la China, ¡Tan grande era la ilusión! Al llegar a la estación había que salir de estampida, porque siempre había ferroviarios de mala uva que nos perseguían.
Otras veces Íbamos a Manjarín y en la plaza y alrededores contemplábamos las plantas que tenían los señores Manuel Rollán y José Álvarez (Cachán), que eran medicinales y que decían que muchas eran venenosas. Rollán tenía una droguería en la Plaza de Santocildes. También visitábamos a las lavanderas que nos espabilaban y tirábamos camino de Piedralba, persiguiendo a los lagartos que, al ser solitaria aquella zona, abundaban entre las canteras. A veces parábamos en la cuesta y cogíamos barro blanco, del que vendía la tía Jesusona, con un borrico por la ciudad, para que las amas de casa refregasen y blanqueasen la mesa de cocina, el armario, el piso y las escaleras. La tía Jesusona era de La Valduerna y hablaba con un dialecto regional valdornés de muchísima gracia y contaba con muchas amistades, tenía rasgo y decían que había sido una bella mujer.
Cuántas tardes, con un sol abrasador íbamos a la Fortificante, distante 4 kilómetros y medio, nos bañábamos en la presa, nos columpiábamos y retozábamos entre la hojarasca de aquel paraje salvaje delicioso que por desgracia la mayor parte ha desaparecido.
Con el relato de mis travesuras, se me ha ido el hilo de lo que estaba contando de la política interior ciudadana y voy a decir que don José Alonso Botas y don Manuel Gómez Lómban, por su cuenta, editaron un periódico semanal, titulado ‘La Verdad’, con carácter republicano, que fue como un terremoto en una ciudad tan levítica. Atacaba duramente al clero por su actitud social, diciendo que eran amigos de los ricos y del dinero, recomendando al elemento obrero paciencia y mansedumbre en su miseria. Crearon el ‘Centro Obrero’ para la unión de todos ellos y favorecían con su dinero a los obreros despedidos por revolucionarios y también publicaron un periodiquín en el ‘Centro Obrero’, que se titulaba ‘Voz del Pueblo’, en el que escribían algunos trabajadores, pero duró poco tiempo.
El elemento conservador se quedó atónito ante tanta audacia y se aprestó a la defensa. El obispo don Julián de Diego y Alcolea creó el ‘Circulo Católico de Obreros’, con secretarías de diversos gremios y al mismo tiempo, en el edificio se constituyó una sociedad de recreo, con un cuadro de aficionados que daban funciones. Todos los papeles eran interpretados sólo por hombres, respondiendo a esa falsa moral tan acusada en los tiempos pasados en la Iglesia, separando siempre a los sexos masculino y femenino. Así de pronto, donde no habla nada surgieron dos sindicatos de obreros; a uno le llamaban el rojo y al otro el amarillo. Existía también un café-bar, con naipes, dominó y billar y muchos sacerdotes tomaron la costumbre de la partida, todas las tardes, tomando café.
La ciudad quedó dividida y la tranquilidad perdida, pero no llegó la sangre al río y no hubo violencias por ninguna parte, demostrando ser educados todos los ciudadanos, pero sin perturbaciones y disgustos. Don Manuel Gómez salió concejal y tenía que contender con el resto que era contrario y hubo sesiones, en que su intervención resultaba el delirio para sus seguidores, que algunas veces lo sacaron en hombros como a los toreros.
Recuerdo que en cierta ocasión, me enviaron los republicanos con un prospecto recién impreso a casa del alcalde para que lo sellara, ya que se conoce que había una cierta censura tolerante y era requisito para su libre circulación; no recuerdo de lo que se trataba, pero era algo prohibido por las normas vigentes entonces. Era alcalde don Rodrigo María Gómez y yo fui a una hora de la tarde en que debían saber que su ausencia de casa era segura, y tenía una sirvienta que tenía confianza en decirle que si los empleados del Ayuntamiento llegaban con algún impreso que necesitaban el Visto Bueno del alcalde y no estuviera él, que lo sellara y no los hiciera esperar; pero, como es natural, nunca en caso de su competencia. Lo cierto es que yo llegué y no había nadie más que ella y no siendo yo del Ayuntamiento desconfió y me dijo que esperara; pero yo, ignorante también del asunto, como la conocía y me aburría soberanamente yo solo en la espera y deseaba ir a la calle, la llamé y la convencí de que lo sellara, que no tenía importancia y así lo hizo despidiéndonos tranquilamente. Al regresar encontré a muchos republicanos que me estaban esperando y al comprobar que venía con el prospecto sellado, me preguntaron quién lo habla hecho y los pormenores, los cuales fueron recogidos con gran alborozo, disponiendo su impresión seguidamente. Al anochecido a otro muchacho y a mí nos dieron brocha y engrudo, y un montón de prospectos para ir a pegarlos, lo cual hicimos. Estando subido en la escalera con la brocha y el papel, sentí una voz imperativa que me decía ¡baja! y al hacerlo me encontré con el alcalde todo indignado que me preguntó quién habla autorizado aquello, y al explicarle yo el asunto el acompañante le indicó que recogiera todos los papeles, pero el alcalde negó y me dijo que siguiera, con gran enfado del otro; se me ha esfumado quién era esta persona, pero no el hecho.
Don Rodrigo, que quizás se dio cuenta de la imprudencia de haber autorizado a la sirviente en cosas sin importancia, se mantuvo firme y aguantó las críticas de sus amigos con gran dignidad y así lo reconocieron sus enemigos. Yo le tuve siempre un gran respeto y reproché agriamente a un compañero en tiempos de la República que descaradamente en la calle creyendo insultarle le llamó ‘Cristo de Limpias’, y él serenamente le miró a la cara y le contestó como un verdadero Cristo: ‘Dios te perdone’. Era un gran señor, afable y fue un vestigio, como don Germán Gullón, de la urbanidad y cortesía de la aristocracia del siglo pasado.
Al Teatro ‘Sabino’, que era el único que habla público y que se ha derribado actualmente, instalado en la Plaza de San Miguel, vinieron compañías importantes traídas por ellos y representaron obras condenadas por la Iglesia como ‘Las bribonas’, ‘Las corsarias’, etcétera. El periódico ‘La Verdad’ debió de vivir unos dos años, después desapareció.
Don Manuel Gómez Lombán, pasados algunos años y desaparecida ya tanta fobia anticlerical, tuvo el atrevimiento de fundar un nuevo periódico, nada menos que diario, con carácter independiente y que salía por la mañana, adelantándose en las noticias a los tres periódicos trisemanales que entonces había: ‘El Faro Astorgano’, ‘La Luz de Astorga’ y El Pensamiento Astorgano’. Ese diario se llamaba ‘Regíón Maragata’.
Eran los tiempos de la primera guerra europea y aquí estábamos en paz. La opinión estaba dividida en aliadófilos y germanófilos, según fueran partidarios de Francia o de Alemania. En lo que oía y leía, empecé a comprender las fuerzas políticas divididas en izquierda y derechas; la izquierda era francófila y la derecha germanófila.
Daba la casualidad de que había una afición al toreo comparada a la que hay hoy con el fútbol y existían dos ases competitivos que se llamaban Juan Belmonte y Joselito el Gallito y los belmontistas y gallistas, como los aliadófilos y germanófilos, se enzarzaban en discusiones, y debido a nuestro temperamento había hasta bofetadas en tabernas, cafés y barberías, pues estos eran locales de reuniones y charlas, y al sentir cualquier bronca alguien preguntaba ¿Qué son esos, toreros o guerreros?
La Plaza de Toros de Astorga estaba en auge, se traían toreros de cartel con corridas de categoría y yo entré muchas veces de pufo, subiendo por los muros de la parte de los toriles que era el sitio más fácil y menos vigilado, y siempre favorecido por el público de abajo que me empujaba y los de arriba que me daban la mano y me avisaban si venia algún guardián; y no a mí sólo sino a todos los chavales carentes de recursos. Desde luego era una exposición, el público te halagaba y te permitía ver la corrida, pero lo mismo una vez dentro te cogían y te sacaban fuera y te daban una paliza fenomenal que te dejaba baldado; a mí el espectáculo de la muerte del toro y los caballos con las tripas fuera me repugnaba y ya de mayor he sido siempre detractor de la fiesta.
Al trabajar en el periódico en el año 14 y teniendo yo 14 años, pues mi edad va con el siglo, estaba enterado de los pormenores que dieron lugar a la guerra europea, el asesinato de los Archiduques de Austria, sobrinos y sucesores del Emperador Francisco José, en la ciudad de Sarajevo de Servia, y que fue un crimen político ejercitado por las minorías étnicas sometidas al Imperio.
Al ser atacada Servia, pidió ayuda a su hermana mayor, de raza eslava, que era Rusia y al intervenir ésta, Alemania amenazó con intervenir; pero Rusia que tenía un pacto con Francia, daba lugar a que ésta también metiera la pata, formándose entonces un trifulca de marca mayor, metiéndose en el jaleo Italia e Inglaterra al lado de Rusia y Francia, y Alemania, Turquía y Bulgaria al lado de Austria-Hungría. Alemania, que tenía el mejor ejército del mundo y estaba en un potente auge industrial, creyó desbaratar para siempre la competencia de sus productos por Francia e Inglaterra, pero perdió la guerra por la íntervención, a última hora, de los Estados Unidos.
Todas estas cosas se las contaba y explicaba a mis compañeros, ninguno entendía una palabra y se quedaban boquiabiertos, pero no le daban importancia porque en aquella edad, nuestras relaciones tenían más presencia física para los juegos y el hombrear, y ante el hecho de que todos iban teniendo estatura de hombres y yo no crecía —quedándome pequeño— le importaban un bledo mis conocimientos al resto. Por unos cuantos años corrí el peligro de coger complejo y amilanamiento pero lo vencí. De los 14 años hasta los 20 es cuando más se siente el amor propio y el honor herido, y todo se resuelve a puñetazos, y yo no podía competir con ellos. Yo los dominaba con la dialéctica, pero en aquellas edades, en el trato particular, no valla para nada. Todos mis amigos alcanzaron una talla superior de 1,65 para arriba y yo llegaba apenas a lo indispensable requerido para ir a las quintas.
Se daba el caso de que con quien más intimaba (quizás por el hecho de que su hermana era también amiga de la mía, siguiendo la trayectoria de nuestras madres que también lo fueron) era con Santigo Otero Laciana, hijo del empleado de la cantina de la estación, don Casimiro. Pues bien, este amigo llegó a alcanzar la talla de 1,84, siendo un verdadero gigante en aquella época. Andábamos siempre juntos y nos llamaban la ‘I’ y la ‘i’.
Ante las vejaciones y burlas que yo sufrí en mi adolescencia y juventud —y fueron muchas— por mi pequeñez, hechas por personas incultas y analfabetas de ambos sexos, logré sobreponerme, precisamente por la lectura. En ella vi que en el curso de la historia habían llegado en todos los órdenes de la vida, al más alto nivel, personas de baja estatura y hasta el hecho incomprensible de, en el terreno de las armas, tomar el poder absoluto.
Mi retraimiento y cobardía fue desapareciendo con los años y tuve la suerte, que aunque bajo, era grueso y fuerte y no hacían mella en mí los juegos brutos de la mocedad.
He tenido la suerte de haber nacido en una época en que la técnica con sus inventos ha cambiado en todos los órdenes de la vida de los seres humanos. Conocí los primeros automóviles y los primeros aviones. El hombre había conseguido volar y correr vertiginosamente por las carreteras. Se combate a los insectos dañinos y ya no hay chinches, ni pulgas, ni piojos y han mermado las moscas extraordinariamente. En la primavera desapareció la estampa en los patios de la casas de echar agua hirviendo en los catres para matar la crías de las chinches que existían en todas las mansiones, incluso en hoteles de importancia. Era imposible desterrarlos con aquellos medios rudimentarios: el ‘D.D.T.’ hizo el milagro.
La vivienda, el vestir y la alimentación dieron un paso gigantesco y lo he vivido y presenciado yo, que de chico me agarraba a las barras traseras de algún automóvil que cada mes o más pasaba. En cierta ocasión, en el cruce de Cuatro Caminos paró uno, me colgué de él emprendiendo tal velocidad para mi desconocida, que por miedo no me atrevía soltarme, hasta que, en una cuesta, que debió ser cerca de La Bañeza, me solté y creía, al dar la vuelta andando, que Astorga había desaparecido del mapa.
¡Quién me hubiera de decir entonces que tendría coche propio —yo que no salí de Fuenteencalada hasta los 20 años a pesar de mis ansias viajeras— y que había de viajar en autobús, ferrocarril, barco y avión; yo que conocí aquellas carreteras sin asfaltar que levantaban tal nube de polvo, que cubrían todo el contorno y espantaban todas la caballerías, entonces numerosas, que corrían desbocadas ocasionando bastantes desgracias, y cómo podía pensar que hoy en día los animales, acostumbrados, van caminando tan tranquilos, aunque pase por su lado un camión de 40 toneladas y metiendo un ruido espantoso.
El primer automóvil que creo vino a Astorga, fue el de don Claudio Gallego, el dueño de la droguería. Era un señor muy negociante que impuso el consumo y uso de la manzanilla de nuestras montañas en España y en parte del extranjero, y que falleció de un cáncer, igualmente que su señora, en poco tiempo los dos. Don Delfín Rubio me parece que fue el segundo, sucediéndole don Primo Núñez, este señor, que entonces era un joven calavera, fue célebre y popular en la ciudad y emulando el deporte que surgiría después —como el moto-cross y las carreras automovilísticas— bajó con su automóvil por la Brecha, logrando dominarlo y salir airoso de la empresa, en contra del parecer de los curiosos que presagiaban una desgracia. Era el ‘Casanova’ astorgano y sus conquistas amorosas fueron la comidilla de su tiempo, existiendo coplas que el pueblo cantaba, alusivas a él.
En España no se conocía otra máquina de coser que la ‘Singer’, norteamericana, pero, a principio del año 14 empezaron a venir máquinas de coser alemanas en abundancia y a mitad de precio. Al principio el público se retraía, pero al ver que eran similares y que traían piezas de repuesto, empezaron a comprarlas. Mis hermanas compraron una cada una y se independizaron, pues una era modista y la otra sastra. Las máquinas las habían cogido a plazos y pronto las desquitaron, y así como mi hermano más pequeño y yo trabajábamos en la imprenta, quedamos independientes pues mi tío se habla casado y vivíamos en el mismo edificio, en una vivienda aneja pero la entrada era por la misma puerta de la calle. La dichosa puerta me dio a mí muchos disgustos por hacerme dormir en la calle multitud de veces al sereno. Mi tío era amable y serio, nunca me puso la mano encima, pero tampoco me hacía caricias. Yo le tenía un gran respeto y él tenía la costumbre de retirarse pronto por la noche, pues era muy metódico en todo y dicen que lo fue siempre; no bebía, no fumaba y no se le vio con mujeres hasta que se casó (en contraste con su hermano mayor, Gregorio, que era trasnochador, mujeriego, bebía vino sin exceso y también fumaba y era alegre y afectuoso). Tenía mucho parecido a mí en estatura y cara, lo que no tenían sus hijos, que eran delgados y espigados, y dio la casualidad que los dos hermanos murieron a la misma edad, uno sin vicio alguno y el otro probándolo todo, a los 93 años de edad.
A las 10, en invierno, y a las 11, en verano, cerraba la puerta de la calle y se iba para la cama. Muchas veces yo, sin darme cuenta, llegaba y al ver la puerta cerrada, por no llamar con aquel picaporte pesado de la bola en la mano que hacía un ruido espantoso que despertaba a los vecinos de enfrente y sobre todo, por no hacerle levantar y recorrer un largo trecho —pues tenía que atravesar toda la vivienda por la posición de su dormitorio y no ver su cara seria amonestándome— daba la vuelta y me iba a dormir a un banco del jardín, en verano, o a los coches apartados del ferrocarril en invierno. Por la mañana almorzaba e iba al trabajo y si lo sabia no me decía nada, ni yo tampoco. Decía que era un aragonés y no había quién me domara, pero no obstante no tenía malos instintos y era mejor en esos casos dejarme, y yo creo que acertaba, pues dado mi espíritu aventurero y libertario, si me atacan, hubiera marchado de casa y sería, a estas fechas, lo más probable, algo que pudiera derivar en la golfería.
Mi madre, la pobre, al enterarse, despertaba por la noche y al no verme en la cama bajaba con cuidado y me abría la puerta y yo al saberlo, pasadas las 12, daba una vuelta y encontrándola abierta, con sigilo me metía en la cama, pero como no hay secreto que se guarde, mi tío se llegó a enterar y riñendo a su hermana quitaba la llave y llegó a impedirlo por completo. Entonces ideé dejar entornado algún balcón de los muchos que había, que comunicaban con los pasillos, y yo, que conocía la casa al dedillo, a oscuras y lleno de muebles por todas las partes, lograba penetrar en mi dormitorio, pero había que subir al balcón, cosa que hacia fácilmente por el canalón de la bajada de aguas y que, debido a mi poco peso y a mi agilidad de entonces, no me costaba trabajo; pero todas las previsiones algunas veces fallaban y pasé horribles noches invernales, en las que me echaba de algún vagón en la estación, sin compasión, creyéndome un ratero y buscaba algún portal o refugio, como por ejemplo el carro del quesero, don Esteban López Vlllalón, que estaba siempre en la calle del Dos de Mayo, que era una travesía, llena de barro, y me metía en una bolsa de tela de saco que tenia bajo el piso, clavada en unas tablas y que tenía unos agujeros; por ellos una noche entraba la nieve y se me hacía insoportable y al día siguiente, con un bramante, lo cosí.
Todas estas penalidades quizás me salvaran la vida en prisión, pues mi cuerpo pequeño, sí, pero lleno de vitalidad, resistió perfectamente pruebas tan duras que por lo general no están para sobrellevarlas los que han tenido una vida llena de comodidad.
Cuando estuve en la imprenta fui el recadero del periódico, iba a Telégrafos por los telegramas de información que enviaban desde Madrid todos los días y el despacho de don José Alonso Botas y el de don Manuel Gómez, eran para mí muy conocidos. Don Manolo tenía una mujer muy buena, doña Sacramento, y una hija de mi tiempo, 15 años, que era la joven más bonita que he visto en mi vida. Todos los chicos de Astorga estaban enamorados de ella y yo no iba a ser menos, máxime que yo tenía la dicha de hablar con ella en su propia casa (por llevar continuamente papeles a su padre), tenía el piso dado de brillo, cosa desconocida para mí y me era imposible dar un paso sin resbalar y muchas veces caerme, así que andaba agarrado a las paredes. Pero la condenada de chiquilla, con intención, me mandaba coger los papeles teniendo que atravesar la estancia, y yo iba con el miedo, en la seguridad de oír su voz cantarina y deliciosa del traspiés que iba a dar, pero que era pagado con creces porque se prestaba a ayudarme a levantar y en el contacto de su cuerpo que descuidada y compasivamente se acercaba al mío me transportaba en éxtasis a los últimos peldaños del cielo. Algunas veces me daba un empujoncito que al caerme me hacía daño y yo entonces la miraba con odio, pero ella dirigía sus ojos preciosos hacia mí y ponía una sonrisa tan dulce y una cara tan guapa que la perdonaba. Desde entonces comprendí el poder inmenso que tiene una mujer hermosa, que puede adueñarse de la voluntad de un hombre y convertirlo en un pelele cualquiera.
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