Aidan Mcnamara
Sábado, 22 de Octubre de 2022

Irán, irán

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Vivimos nuestra vida y leemos sobre la vida. Algunos vemos la televisión, algunos escuchamos la radio. Todos estamos enganchados a la red- el famoso chip que nos iban a implantar con las vacunas, Miguel, ya estaba, mucho antes de la pandemia, en la mano… en forma de móvil.

 

No creo en Dios porque no entiendo las palabras de esta afirmación negativa. Pero, como estoy rodeado de feligreses, pienso en Dios. Es divertido. Al menos si vives en un estado secular donde la ciencia domina la superstición.

 

Recuerdo el año 1979 por muchas razones, es decir motivos, desde la llegada de Thatcher hasta la entrada de la palabra ayatolá en el léxico de mi barrio para designar a cualquiera como autócrata.

 

Claramente, con 14/15 años el estado del planeta me era menos importante (gozando ya de techo, paga y cariño) que el verano, enmarcado por dos acontecimientos fundamentales cuando no fundamentalistas. Al principio de aquella estación había que examinarse (al nivel estatal), tras tres años de enseñanza secundaria, para determinar la dirección académica de los dos años restantes. Había que, según las notas luego obtenidas, optar por las humanidades o las ciencias. Así que era un hito importante (y totalmente necio. Véase el libro Las dos culturas de C. P. Snow y la respuesta (años después) de Emilio Lledó, para investigar la historia del debate entre ciencias y letras de cara a los itinerarios/ramas de la enseñanza).

 

Aún más importante era el viaje que estaba yo a punto de emprender para visitar Inglaterra. Todos los años a un primo (éramos 22) o, mejor dicho, desde la perspectiva de mi tía, a un sobrino le tocaba pasar 15 días con la hermana de mi madre afincada en las afueras de Londres en plan Grand tour. Aquel año me tocaba a mí y me hacía mucha ilusión, aunque según las lenguas miopes de algunos primos que ya habían estado, mi tía era la personificación de un ayatolá con cara de Thatcher.

 

Sin embargo, a mí me caía bien porque bebía y fumaba y tenía libros y una amiga preciosa con un equipo musical de tecnología punta, marca Bang & Olufsen. (Gasté todos mis ahorros en las tiendas de discos del barrio de Soho).

 

Mi tía era muy pía y los domingos en misa le gustaba cantar y rezar con una voz que se podría oír en Francia. Te daba un poco de vergüenza estar a su lado y, además, siendo Inglaterra, de ser el único adolescente en la iglesia.

 

Me llevó a Cambridge, Canterbury, Dover y Hastings (“Los ingleses no son nadie sin los normandos”).

 

Por las noches cenábamos juntos y durante los días yo me perdía por las calles de Londres SIN ELLA. Decía: “Explora tú solito que todavía el centro de Londres me recuerda a la guerra, a las sirenas. Y no me gusta el jaleo y me aburre por familiar. Pero es una ciudad fantástica, a pesar de los punks, pero eso sí, son más unos adefesios que violentos, si digo la verdad”.

 

Ella estaba muy al día y servía vino con las cenas y fumaba Benson como Los Beatles. Nunca habló de porqué vivía en Inglaterra. Yo sí sabía que el motivo no tenía nada que ver con cuestiones económicas. Ocho mil años después mi madre aludía a su naturaleza rebelde, que nadie iba a encasillarla como sus vecinos, Marx, Darwin y Freud. Y total, como siempre digo, ella había nacido en el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda en el año 1920. Y para ella el nacionalismo era un estorbo, o más bien una desviación de bandera sentimental; un alto en la emancipación de los pobres y raros.

 

Ahora yo sí sé algo, gracias a mi tía. Ni Samuel Huntington, ni Francis Fukuyama, ni Friedrich Hayek son mujeres.

 

Y que las de Teherán actualmente tienen más ovarios que las de Moscú… aunque la frase sea un calco patético.

 

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