Memorias de un astorgano (VII): 'Las visitas de la imprenta' (primera parte)
![[Img #60818]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/10_2022/5615_astorga-35.jpg)
(...)
Por la imprenta desfilaban muchas personas influyentes en la ciudad. Don Marcelo Macías era muy amigo de mis tíos y al decirme que era un sabio considerado, yo lo miraba con respeto y admiración. Era un hombre alto y fuerte, con cabeza grande y de aspecto patriarcal pero, allí, y en conversación, era tan sencillo y tan llano, que me parecía imposible que tuviera tantos conocimientos.
Otro hombre que nos hacía frecuentes visitas era don Fernando Rodríguez, el dueño de la casa, este era un hombre grueso y fuerte, muy velludo; decía la gente que tenía que tener pelos hasta en la planta de los pies, pues su rostro estaba cubierto de tal manera que, salvando las cuencas de los ojos y la frente, formaba una pura maraña. Era un hombre muy emprendedor, tenía varios negocios y muchas casas en la ciudad. Era sencillo, tratable y se le consideraba muy rico. Tenía una hija solamente y se le murió en edad juvenil y la gente comentaba que había sido a causa de la oposición de los padres de contraer matrimonio con un joven pobre que ella quería, pero parece ser que no hubo nada de eso y murió de una enfermedad, con gran desgracia para los padres y sentimiento del pueblo.
También entraba don Paulino Monteserín, que era interventor del Ayuntamiento y el alma, durante varios años, en el asesoramiento de la Corporación. Era un verdadero demócrata y lo demostró ante la creación de la Sociedad del Circulo de la Unión Mercantil, que dio lugar a la edificación del Teatro Velasco. Existían entonces dos sociedades de recreo, la Unión y la Amistad (aparte del Casino) que eran de artesanos y obreros y logró unirlas a las dos y dar cabida a todos los habitantes de Astorga que lo desearan, sin distinción de clases y con el único deber de que se presentaran en los salones bien vestidos, no emplear vocabulario grosero y comportarse correctamente y sin faltar a la moral.
Hay que advertir que en Astorga en aquellos tiempos de 1916 y 1917 estaban sus habitantes divididos en castas, como en la India. Se contaban los señoritos, los artesanos, los obreros y la gente del arrabal. Se diferenciaban hasta en el vestir, sobre todo las mujeres. Las señoritas, con trajes hechos a la moda y buenas telas, y principalmente el sombrero; las artesanas y obreras, en una imitación de las anteriores, y peores telas, sin casquete; y las del arrabal, con sayas atadas a la cintura.
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La Sociedad, de primera intención tuvo un éxito enorme, con muchos afiliados y entusiasmo, y se quiso abarcar muchas materias, pensando crear una biblioteca, dar conferencias y clases para adquirir cultura y un cuadro de aficionados para las funciones y bailes que, en concreto, en esto se quedó.
Logró lo increíble en aquella época, afiliar a los socios del Casino también; y estos con sus hijas, las señoritas, como así se las llamaban acudían para alternar y bailar con los obreros, empezando por dar ejemplo él, que penetró en el salón de baile del brazo de su hija e invitó a varios obreros a que la sacaran a bailar y así sucedió un cierto tiempo, no mucho, porque el orgullo de los adinerados no podía tolerar el trato de igual de sus subordinados y la conducta y lenguaje descarado de las personas consideradas de baja estofa, del arrabal, no podía ser compatible con la cortesía y urbanidad de otras personas. (Hay que considerar que hace 60 años la cultura en general era más baja, diferenciándose en el lenguaje y las costumbres, no así en la educación, que había más respeto a las personas y a los ancianos). Así que el elemento femenino de la alta sociedad así llamada dejó de asistir, no los jóvenes aristocráticos. La Sociedad continuó con sus bailes y funciones durante mucho tiempo para el artesanado pero con algún resabio de grandeza, pues no se permitió ser socio a aquellos que tuvieran algún vástago en el servicio de limpieza, como sirvientas o criadas.
En las representaciones teatrales llegó a un alto nivel el cuadro artístico del cual era director mi tío Gregorio, que era un actor consumado, poseyendo una gran voz de tenor y al igual que sus hijos que cantaban maravillosamente. El cuadro de aficionados puso en escena obras de envergadura tanto dramáticas como zarzuelas y operetas, que fueron ensalzadas por la prensa y público en general. Entre las operetas recuerdo ‘La tela de araña’, ‘Molinos de viento’, ‘Jugar con fuego’, etcétera. Mis hermanas también formaban parte y a mí me entusiasmaban las funciones.
Por aquella época se puso el Banco Mercantil, que fue el primer banco establecido en Astorga, donde está el Santander, que se lo absorbió, aunque anteriormente hubo oficios bancarios en el Comercio La Fábrica, donde estaba de cobrador un hombre pequeño, que rayaba en lo enano (pero nada deforme, muy bien hecho y con una cara redondita y simpática) llamado ‘Carlines’, que iba cobrando el dinero por las casas con una bolsa para la calderilla y la plata, porque los billetes escaseaban.
El director del Banco, que frecuentaba la imprenta, señor España, encargaba muchos trabajos, porque cada sucursal necesitaba muchos impresos que hoy día se los facilita la dirección a todas. Decía la gente que era raro y no se le daba gusto fácilmente, pero conmigo se entendía perfectamente y se hizo bastante amigo, hasta el punto de que se lo dijo a mi tío y quería llevarme al banco como botones y decía que, en breve, en vista del éxito obtenido, formaría parte de la plantilla. Pero mi tío que estaba con su negocio comenzando y yo, aunque chico, le estaba desempeñando un puesto de oficial, no quiso, pues otros que me precedieron en el puesto de botones terminaron retirándose de directores de sucursales.
Cuando se marchó el señor España, nombraron de director a don Moisés Panero, padre de Leopoldo Panero. Este señor, al igual que sus hermanos, era un hombre simpático, culto y agradable, liberal y democrático, con grandes amistades. Estaba casado con doña Máxima Torbado a la que yo asociaba con doña Obdulia Sancho, doña Asunción Gullón y doña Murías, y formaban para mí un cuadro de damas astorganas que, en su edad madura, su presencia física, daba la sensación de empaque aristocrático, con una mezcla de simpatía, autoridad y respeto. Esta señora era hija de don Quirino Torbado, a quien conocí perfectamente; era un hombre de varios negocios y decían que tenía una fuerza hercúlea.
En el año 18 era yo un muchacho tímido, porque todos mis amigos habían adquirido talla de hombre y yo con mi cara de escasa barba y baja estatura, representaba 13 ó 14 años y no me dejaban entrar en locales donde se exigía edad de adulto, mientras algunos, incluso dos años menos, pasaban, me dejaban a mí en la puerta y recibía el insulto del portero, que me decía: “Fuera de aquí, rapaz”. Fue una difícil época, en que estuve a punto de coger complejo, por mi estatura, entrando en mi cerebro ideas desventuradas de apocamiento y miedo ante mi desgracia. Pero la lectura me demostró la voluntad de otros hombres, mucho más desgraciados que yo, que habían llegado al ideal soñado. Además, poco a poco comprendí que, aunque mi estatura era baja distaba mucho para llegar a ser enana y entonces vi y, no me habla dado cuenta que por la calle transitaban muchos como yo y hasta más bajos, y empecé a tener confianza.
Quizás una de las causas de mi amilanamiento más acusado fuera el desprecio y poco caso que me hacían las mujeres, porque se daba la circunstancia de que yo era muy enamoradizo y todos pueden comprender que la presencia física de un buen mozo, en el principio inicial de dirigirse a una joven es un factor decisivo, que en la impulsiva juventud y sinceridad, representa una repulsa descarada, ante la figura esmirriada de un pequeño. No obstante observé que otros pequeños, y además feos, pues según cuentan —y yo lo sabía por las mismas chicas— yo era bajo, pero agraciado, tenían novias a porrillo y dejaban una y cogían otra. ¿Qué pasaba en mí? Algo fallaba, y observando en ello y pensándolo, llegué a la conclusión siguiente: Yo era bajo de estatura, pero no me gustaban las chicas bajas, ni las chicas feas, que para mí eran todas las que no fueran beldades y nunca había insinuado ni echado un piropo a las chicas pequeñas, sino a las de buen tipo y cara agraciada. Dándome cuenta y haciendo de tripas corazón, quise hacer la experiencia y empecé a cortejar a una niñera que tenía don Ángel Julián, muy limpia y arreglada como yo, con cara bonita y fue un completo éxito, pero como no era mi tipo, mi voluntad se impuso antes de que llegara más lejos y puse una disculpa para no volver. Sucesivamente pude ver que le daba cruz y raya no sólo a los pequeños, sino a otros mejores mozos y que, salvo los primeros momentos en que pudiera venir el rechazo y me escucharan, tenía más éxitos que ellos. Pero resultaba que yo era muy escogido y nunca hice chamba con aquellos que en romerías y verbenas iban en camadas, en busca de una prostituta y uno tras otro tenían contacto. A mi aquello me repugnaba. Era enamoradizo y romántico y me gustaba la comodidad, la limpieza y las dulces palabras. Los literatos románticos me ilusionaban y hoy en día si llega a mis manos una novela rosa, paso un rato agradable leyéndola aunque sea una tontería.
No puedo pasar por alto el año 18, con la espantosa epidemia de gripe que asoló España entera y Astorga también sufrió. La hermosa joven hija de Monteserin, citada anteriormente, fue víctima de ella y el joven Chindasvinto, galán de la Sociedad que cantaba maravillosamente, y tantos otros jóvenes fallecieron. Recuerdo a una pareja de novios prometidos en San Andrés, que fallecieron el mismo día, y su entierro fue una imponente manifestación, pues fueron de los primeros; porque después ya no hacían entierros y todo era en secreto, llevando los cadáveres sin acompañamiento. En mi casa, excepto mi hermana África, la mayor, que nos asistió a todos, estuvimos graves, pero salvamos.
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Mi hermano, por una futileza se enfadó con mis tíos y se marchó a trabajar de confitero a casa de don Victorino Luengo, que tenia la confitería en la calle de Pío Gullón. Era hermano de don Luis (médico), de don Gerardo (ganadero) y de don Manuel (que fue un político de altura), teniendo todos gran influencia en la ciudad. La confitería tenía mucha venta pero, según contaba mi hermano, los obreros se mantenían a su cuenta, comprensible en aquel tiempo de salario escaso. Don Manuel Luengo y don Manuel García Prieto, los dos astorganos, se presentaron en pugna a las elecciones a diputados a Cortes en el partido y siendo elegido don Manuel Luengo, el otro, García Prieto, hizo lo de Santo Toribio y no volvió a pisar Astorga, pero ascendió en la política y llegó a ser presidente del Consejo de Ministros y, acuciado por su sobrino don Manuel Gullón y García Prieto, consiguió el grandioso Cuartel de Santocildes. Don Manuel Luengo también escaló puestos importantes; fue nada menos que gobernador de Filipinas y demostró ser un hombre de conciencia pues, al terminar su mandato, vino con su sueldo, perdiéndose en la burocracia, cuando todos sus antecesores siempre vinieron millonarios.
Y llegamos al año 1920, con aquellos paseos del atardecer veraniego en el Jardín, donde Astorga en pleno se congregaba y donde, a los acordes de la Banda Municipal, la juventud deambulaba. Las señoritas con sus sombreros a veces recargados de flores artificiales, que suponían la insignia o distintivo de su aristocracia, y los jóvenes con sombrero de paja y un bastoncito de mimbre, primorosamente trabajado por algún ebanista; y las artesanas imitando a las señoritas en el vestir y hasta lujosas, pero sin poner nada sobre sus cabecitas rizadas, porque eso significaría el atrevimiento desvergonzado de inmiscuirse en una categoría prohibida. Los chicos correteando en el centro del Jardín por los pequeños paseos laberínticos de la fuente y la cascada, y las personas mayores sentadas en las sillas en las que, a todo lo largo del césped, junto a los bancos y mediante el pago de 10 céntimos, reposaban sus humanidades beatíficamente. Los padres y los abuelos de los obreros, más mujeres que hombres, tenían gratis, y llenaban los asientos de los adosados a la muralla y a todo lo largo de ella.
Ante el desfile continuo dominguero de trajes y cuerpos, todos nos conocíamos, adinerados y pobres, y el cotilleo era rico en anécdotas y se contaban casos de ciudadanos en momentos difíciles, dramáticos o jocosos.
Las obleas y los barquillos eran el pozo donde iban a parar los fondos infantiles, que algunas veces jugaban a pérdidas y ganancias con el barquillero y, si tenías suerte de acertar el 30 te hinchaban de barquillos con una torre, que movía de envidia al resto de los chavales. Pero lo que colmaba nuestro gozo eran las verbenas de San Pedro y San Juan, que no eran, ni más ni menos que una continuación del paseo dominguero, pero con la novedad de que empezaba a las 11 de la noche y terminaba a la una y se dejaba bailar alrededor del templete de la música.
Nuestra camarilla concertaba con uno que cenara pronto y se apoderaba de un banco, porque en la verbena era el descanso de unos cuantos, mientras otros paseaban o bailaban, pues no había hueco alguno para sentarse si no era mediante pago y en general andábamos a dos velas. El célebre y simpático Magarín tenía el kiosco de los refrescos con mesas alrededor de la fuente, que es el único vestigio que nos ha quedado de las fiestas bullangueras de hace 57 años.
Por entonces vino la moda femenina revolucionaria del corte de pelo a lo garçón y la extrañeza de ver a las chicas con el cogote peleado, dio lugar a fenomenales palizas de los progenitores o hermanos de las féminas, ya que algunas valientes se atrevían a cortarse los largos cabellos que tenían en forma de moño a la parte trasera de la cabeza. En aquel tiempo el que una joven llevara los cabellos sueltos era una provocación y se le consideraba alienada. La misma melena corta, era algo desvergonzado y lujurioso, propio de las cupletistas, que así venían todas.
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En el año 1920 había desaparecido totalmente mi timidez y yo, tan miedoso en aquella época por las causas antedichas, me volví valiente y mirando a mis contrarios de arriba a abajo, no tenía miedo a nadie. Dio la casualidad de que don José Aragón Escacena, que llegó a ser interventor en el Ayuntamiento, era autor de la novela ‘Entre brumas’ que se estaba imprimiendo en la imprenta y frecuentaba el taller y nos contaba que había estado en la Argentina de joven, y pasado dificultades por aquellas tierras llenas de peligros en aquellos tiempos, había tenido un maestro que le enseñó el arte de defenderse si fuera atacado y practicó con nosotros algunos ejemplos que nos dejó asombrados. Una vez cogiendo un palo de unos 35 centímetros y armándonos a cuatro con escobas largas, nos dijo que le atacáramos a palo limpio y así lo hicimos. Al poco rato sin apenas tocarle, nos había desarmado a todos y teniendo doloridas las manos y la cabeza, de los palos recibidos. Nos confió el secreto que era bien sencillo y nos dijo: Un hombre con un palo en la mano es atacado de pronto por un enemigo superior y lo primero que hace y piensa es darle fuerte en la cabeza y casi siempre falla o no le da lo suficiente para dejarlo inútil, pero en cambio dárselo en la mano derecha, que es lo que menos espera y lo desarmas y por si acaso repítelo en la izquierda y lo tienes a tu disposición. No había pasado mucho tiempo cuando practiqué una de sus lecciones en un caso apurado. Fue en León; mi hermana Valentina se habla casado y vivía en la capital, en Renueva y tenía una niña que yo adoraba, pues era la primera sobrina y en su media lengua llamaba papá a todos los tíos. Cercana a su vivienda andaba una muchacha joven y muy maja, que por casualidad en León me di de bruces con ella en una esquina cerca de la Plaza Mayor y que dio lugar a que caminara al lugar donde yo iba. Nos hicimos amigos, y a la tarde la acompañé y al día siguiente, pero lo importante fue que al otro día me sale un mozo achulado y espigado y me dice que no vuelva a acompañarla, porque era su novio y tuvimos unas palabras fuertes que contesté disciplinadamente; pero no terminó ahí la cosa, porque al otro día por la mañana me estaba esperando y me seguía, y acercándose a mí, ya cerca de San Isidoro, en un sitio solitario sacó una navaja y me amenazaba. Aún me asombro yo cómo me vino el recuerdo de Aragón y de Fermín, un compañero que de chico me quería pinchar y yo entonces tuve un miedo espantoso y me quedé aterrado. Ahora era distinto, lo cierto es que rápido me agaché y cogiendo un puñado de tierra se lo tiré a los ojos y antes de que se los restregara, ya tenía otro encima y otro. Le quité la navaja, que tiré y le di de puñetazos hasta que me cansé. Al día siguiente me vine para Astorga a fin de evitar complicaciones y no los volví a ver a ninguno de los dos.
En lo sucesivo supe cortar en ciernes toda clase de burlas y pude comprobar el respeto que se debía, sabiendo mantener a raya a todo aquel que se desmandara, desapareciendo mi complejo y siendo una persona respetable.
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Por la imprenta desfilaban muchas personas influyentes en la ciudad. Don Marcelo Macías era muy amigo de mis tíos y al decirme que era un sabio considerado, yo lo miraba con respeto y admiración. Era un hombre alto y fuerte, con cabeza grande y de aspecto patriarcal pero, allí, y en conversación, era tan sencillo y tan llano, que me parecía imposible que tuviera tantos conocimientos.
Otro hombre que nos hacía frecuentes visitas era don Fernando Rodríguez, el dueño de la casa, este era un hombre grueso y fuerte, muy velludo; decía la gente que tenía que tener pelos hasta en la planta de los pies, pues su rostro estaba cubierto de tal manera que, salvando las cuencas de los ojos y la frente, formaba una pura maraña. Era un hombre muy emprendedor, tenía varios negocios y muchas casas en la ciudad. Era sencillo, tratable y se le consideraba muy rico. Tenía una hija solamente y se le murió en edad juvenil y la gente comentaba que había sido a causa de la oposición de los padres de contraer matrimonio con un joven pobre que ella quería, pero parece ser que no hubo nada de eso y murió de una enfermedad, con gran desgracia para los padres y sentimiento del pueblo.
También entraba don Paulino Monteserín, que era interventor del Ayuntamiento y el alma, durante varios años, en el asesoramiento de la Corporación. Era un verdadero demócrata y lo demostró ante la creación de la Sociedad del Circulo de la Unión Mercantil, que dio lugar a la edificación del Teatro Velasco. Existían entonces dos sociedades de recreo, la Unión y la Amistad (aparte del Casino) que eran de artesanos y obreros y logró unirlas a las dos y dar cabida a todos los habitantes de Astorga que lo desearan, sin distinción de clases y con el único deber de que se presentaran en los salones bien vestidos, no emplear vocabulario grosero y comportarse correctamente y sin faltar a la moral.
Hay que advertir que en Astorga en aquellos tiempos de 1916 y 1917 estaban sus habitantes divididos en castas, como en la India. Se contaban los señoritos, los artesanos, los obreros y la gente del arrabal. Se diferenciaban hasta en el vestir, sobre todo las mujeres. Las señoritas, con trajes hechos a la moda y buenas telas, y principalmente el sombrero; las artesanas y obreras, en una imitación de las anteriores, y peores telas, sin casquete; y las del arrabal, con sayas atadas a la cintura.
La Sociedad, de primera intención tuvo un éxito enorme, con muchos afiliados y entusiasmo, y se quiso abarcar muchas materias, pensando crear una biblioteca, dar conferencias y clases para adquirir cultura y un cuadro de aficionados para las funciones y bailes que, en concreto, en esto se quedó.
Logró lo increíble en aquella época, afiliar a los socios del Casino también; y estos con sus hijas, las señoritas, como así se las llamaban acudían para alternar y bailar con los obreros, empezando por dar ejemplo él, que penetró en el salón de baile del brazo de su hija e invitó a varios obreros a que la sacaran a bailar y así sucedió un cierto tiempo, no mucho, porque el orgullo de los adinerados no podía tolerar el trato de igual de sus subordinados y la conducta y lenguaje descarado de las personas consideradas de baja estofa, del arrabal, no podía ser compatible con la cortesía y urbanidad de otras personas. (Hay que considerar que hace 60 años la cultura en general era más baja, diferenciándose en el lenguaje y las costumbres, no así en la educación, que había más respeto a las personas y a los ancianos). Así que el elemento femenino de la alta sociedad así llamada dejó de asistir, no los jóvenes aristocráticos. La Sociedad continuó con sus bailes y funciones durante mucho tiempo para el artesanado pero con algún resabio de grandeza, pues no se permitió ser socio a aquellos que tuvieran algún vástago en el servicio de limpieza, como sirvientas o criadas.
En las representaciones teatrales llegó a un alto nivel el cuadro artístico del cual era director mi tío Gregorio, que era un actor consumado, poseyendo una gran voz de tenor y al igual que sus hijos que cantaban maravillosamente. El cuadro de aficionados puso en escena obras de envergadura tanto dramáticas como zarzuelas y operetas, que fueron ensalzadas por la prensa y público en general. Entre las operetas recuerdo ‘La tela de araña’, ‘Molinos de viento’, ‘Jugar con fuego’, etcétera. Mis hermanas también formaban parte y a mí me entusiasmaban las funciones.
Por aquella época se puso el Banco Mercantil, que fue el primer banco establecido en Astorga, donde está el Santander, que se lo absorbió, aunque anteriormente hubo oficios bancarios en el Comercio La Fábrica, donde estaba de cobrador un hombre pequeño, que rayaba en lo enano (pero nada deforme, muy bien hecho y con una cara redondita y simpática) llamado ‘Carlines’, que iba cobrando el dinero por las casas con una bolsa para la calderilla y la plata, porque los billetes escaseaban.
El director del Banco, que frecuentaba la imprenta, señor España, encargaba muchos trabajos, porque cada sucursal necesitaba muchos impresos que hoy día se los facilita la dirección a todas. Decía la gente que era raro y no se le daba gusto fácilmente, pero conmigo se entendía perfectamente y se hizo bastante amigo, hasta el punto de que se lo dijo a mi tío y quería llevarme al banco como botones y decía que, en breve, en vista del éxito obtenido, formaría parte de la plantilla. Pero mi tío que estaba con su negocio comenzando y yo, aunque chico, le estaba desempeñando un puesto de oficial, no quiso, pues otros que me precedieron en el puesto de botones terminaron retirándose de directores de sucursales.
Cuando se marchó el señor España, nombraron de director a don Moisés Panero, padre de Leopoldo Panero. Este señor, al igual que sus hermanos, era un hombre simpático, culto y agradable, liberal y democrático, con grandes amistades. Estaba casado con doña Máxima Torbado a la que yo asociaba con doña Obdulia Sancho, doña Asunción Gullón y doña Murías, y formaban para mí un cuadro de damas astorganas que, en su edad madura, su presencia física, daba la sensación de empaque aristocrático, con una mezcla de simpatía, autoridad y respeto. Esta señora era hija de don Quirino Torbado, a quien conocí perfectamente; era un hombre de varios negocios y decían que tenía una fuerza hercúlea.
En el año 18 era yo un muchacho tímido, porque todos mis amigos habían adquirido talla de hombre y yo con mi cara de escasa barba y baja estatura, representaba 13 ó 14 años y no me dejaban entrar en locales donde se exigía edad de adulto, mientras algunos, incluso dos años menos, pasaban, me dejaban a mí en la puerta y recibía el insulto del portero, que me decía: “Fuera de aquí, rapaz”. Fue una difícil época, en que estuve a punto de coger complejo, por mi estatura, entrando en mi cerebro ideas desventuradas de apocamiento y miedo ante mi desgracia. Pero la lectura me demostró la voluntad de otros hombres, mucho más desgraciados que yo, que habían llegado al ideal soñado. Además, poco a poco comprendí que, aunque mi estatura era baja distaba mucho para llegar a ser enana y entonces vi y, no me habla dado cuenta que por la calle transitaban muchos como yo y hasta más bajos, y empecé a tener confianza.
Quizás una de las causas de mi amilanamiento más acusado fuera el desprecio y poco caso que me hacían las mujeres, porque se daba la circunstancia de que yo era muy enamoradizo y todos pueden comprender que la presencia física de un buen mozo, en el principio inicial de dirigirse a una joven es un factor decisivo, que en la impulsiva juventud y sinceridad, representa una repulsa descarada, ante la figura esmirriada de un pequeño. No obstante observé que otros pequeños, y además feos, pues según cuentan —y yo lo sabía por las mismas chicas— yo era bajo, pero agraciado, tenían novias a porrillo y dejaban una y cogían otra. ¿Qué pasaba en mí? Algo fallaba, y observando en ello y pensándolo, llegué a la conclusión siguiente: Yo era bajo de estatura, pero no me gustaban las chicas bajas, ni las chicas feas, que para mí eran todas las que no fueran beldades y nunca había insinuado ni echado un piropo a las chicas pequeñas, sino a las de buen tipo y cara agraciada. Dándome cuenta y haciendo de tripas corazón, quise hacer la experiencia y empecé a cortejar a una niñera que tenía don Ángel Julián, muy limpia y arreglada como yo, con cara bonita y fue un completo éxito, pero como no era mi tipo, mi voluntad se impuso antes de que llegara más lejos y puse una disculpa para no volver. Sucesivamente pude ver que le daba cruz y raya no sólo a los pequeños, sino a otros mejores mozos y que, salvo los primeros momentos en que pudiera venir el rechazo y me escucharan, tenía más éxitos que ellos. Pero resultaba que yo era muy escogido y nunca hice chamba con aquellos que en romerías y verbenas iban en camadas, en busca de una prostituta y uno tras otro tenían contacto. A mi aquello me repugnaba. Era enamoradizo y romántico y me gustaba la comodidad, la limpieza y las dulces palabras. Los literatos románticos me ilusionaban y hoy en día si llega a mis manos una novela rosa, paso un rato agradable leyéndola aunque sea una tontería.
No puedo pasar por alto el año 18, con la espantosa epidemia de gripe que asoló España entera y Astorga también sufrió. La hermosa joven hija de Monteserin, citada anteriormente, fue víctima de ella y el joven Chindasvinto, galán de la Sociedad que cantaba maravillosamente, y tantos otros jóvenes fallecieron. Recuerdo a una pareja de novios prometidos en San Andrés, que fallecieron el mismo día, y su entierro fue una imponente manifestación, pues fueron de los primeros; porque después ya no hacían entierros y todo era en secreto, llevando los cadáveres sin acompañamiento. En mi casa, excepto mi hermana África, la mayor, que nos asistió a todos, estuvimos graves, pero salvamos.
Mi hermano, por una futileza se enfadó con mis tíos y se marchó a trabajar de confitero a casa de don Victorino Luengo, que tenia la confitería en la calle de Pío Gullón. Era hermano de don Luis (médico), de don Gerardo (ganadero) y de don Manuel (que fue un político de altura), teniendo todos gran influencia en la ciudad. La confitería tenía mucha venta pero, según contaba mi hermano, los obreros se mantenían a su cuenta, comprensible en aquel tiempo de salario escaso. Don Manuel Luengo y don Manuel García Prieto, los dos astorganos, se presentaron en pugna a las elecciones a diputados a Cortes en el partido y siendo elegido don Manuel Luengo, el otro, García Prieto, hizo lo de Santo Toribio y no volvió a pisar Astorga, pero ascendió en la política y llegó a ser presidente del Consejo de Ministros y, acuciado por su sobrino don Manuel Gullón y García Prieto, consiguió el grandioso Cuartel de Santocildes. Don Manuel Luengo también escaló puestos importantes; fue nada menos que gobernador de Filipinas y demostró ser un hombre de conciencia pues, al terminar su mandato, vino con su sueldo, perdiéndose en la burocracia, cuando todos sus antecesores siempre vinieron millonarios.
Y llegamos al año 1920, con aquellos paseos del atardecer veraniego en el Jardín, donde Astorga en pleno se congregaba y donde, a los acordes de la Banda Municipal, la juventud deambulaba. Las señoritas con sus sombreros a veces recargados de flores artificiales, que suponían la insignia o distintivo de su aristocracia, y los jóvenes con sombrero de paja y un bastoncito de mimbre, primorosamente trabajado por algún ebanista; y las artesanas imitando a las señoritas en el vestir y hasta lujosas, pero sin poner nada sobre sus cabecitas rizadas, porque eso significaría el atrevimiento desvergonzado de inmiscuirse en una categoría prohibida. Los chicos correteando en el centro del Jardín por los pequeños paseos laberínticos de la fuente y la cascada, y las personas mayores sentadas en las sillas en las que, a todo lo largo del césped, junto a los bancos y mediante el pago de 10 céntimos, reposaban sus humanidades beatíficamente. Los padres y los abuelos de los obreros, más mujeres que hombres, tenían gratis, y llenaban los asientos de los adosados a la muralla y a todo lo largo de ella.
Ante el desfile continuo dominguero de trajes y cuerpos, todos nos conocíamos, adinerados y pobres, y el cotilleo era rico en anécdotas y se contaban casos de ciudadanos en momentos difíciles, dramáticos o jocosos.
Las obleas y los barquillos eran el pozo donde iban a parar los fondos infantiles, que algunas veces jugaban a pérdidas y ganancias con el barquillero y, si tenías suerte de acertar el 30 te hinchaban de barquillos con una torre, que movía de envidia al resto de los chavales. Pero lo que colmaba nuestro gozo eran las verbenas de San Pedro y San Juan, que no eran, ni más ni menos que una continuación del paseo dominguero, pero con la novedad de que empezaba a las 11 de la noche y terminaba a la una y se dejaba bailar alrededor del templete de la música.
Nuestra camarilla concertaba con uno que cenara pronto y se apoderaba de un banco, porque en la verbena era el descanso de unos cuantos, mientras otros paseaban o bailaban, pues no había hueco alguno para sentarse si no era mediante pago y en general andábamos a dos velas. El célebre y simpático Magarín tenía el kiosco de los refrescos con mesas alrededor de la fuente, que es el único vestigio que nos ha quedado de las fiestas bullangueras de hace 57 años.
Por entonces vino la moda femenina revolucionaria del corte de pelo a lo garçón y la extrañeza de ver a las chicas con el cogote peleado, dio lugar a fenomenales palizas de los progenitores o hermanos de las féminas, ya que algunas valientes se atrevían a cortarse los largos cabellos que tenían en forma de moño a la parte trasera de la cabeza. En aquel tiempo el que una joven llevara los cabellos sueltos era una provocación y se le consideraba alienada. La misma melena corta, era algo desvergonzado y lujurioso, propio de las cupletistas, que así venían todas.
En el año 1920 había desaparecido totalmente mi timidez y yo, tan miedoso en aquella época por las causas antedichas, me volví valiente y mirando a mis contrarios de arriba a abajo, no tenía miedo a nadie. Dio la casualidad de que don José Aragón Escacena, que llegó a ser interventor en el Ayuntamiento, era autor de la novela ‘Entre brumas’ que se estaba imprimiendo en la imprenta y frecuentaba el taller y nos contaba que había estado en la Argentina de joven, y pasado dificultades por aquellas tierras llenas de peligros en aquellos tiempos, había tenido un maestro que le enseñó el arte de defenderse si fuera atacado y practicó con nosotros algunos ejemplos que nos dejó asombrados. Una vez cogiendo un palo de unos 35 centímetros y armándonos a cuatro con escobas largas, nos dijo que le atacáramos a palo limpio y así lo hicimos. Al poco rato sin apenas tocarle, nos había desarmado a todos y teniendo doloridas las manos y la cabeza, de los palos recibidos. Nos confió el secreto que era bien sencillo y nos dijo: Un hombre con un palo en la mano es atacado de pronto por un enemigo superior y lo primero que hace y piensa es darle fuerte en la cabeza y casi siempre falla o no le da lo suficiente para dejarlo inútil, pero en cambio dárselo en la mano derecha, que es lo que menos espera y lo desarmas y por si acaso repítelo en la izquierda y lo tienes a tu disposición. No había pasado mucho tiempo cuando practiqué una de sus lecciones en un caso apurado. Fue en León; mi hermana Valentina se habla casado y vivía en la capital, en Renueva y tenía una niña que yo adoraba, pues era la primera sobrina y en su media lengua llamaba papá a todos los tíos. Cercana a su vivienda andaba una muchacha joven y muy maja, que por casualidad en León me di de bruces con ella en una esquina cerca de la Plaza Mayor y que dio lugar a que caminara al lugar donde yo iba. Nos hicimos amigos, y a la tarde la acompañé y al día siguiente, pero lo importante fue que al otro día me sale un mozo achulado y espigado y me dice que no vuelva a acompañarla, porque era su novio y tuvimos unas palabras fuertes que contesté disciplinadamente; pero no terminó ahí la cosa, porque al otro día por la mañana me estaba esperando y me seguía, y acercándose a mí, ya cerca de San Isidoro, en un sitio solitario sacó una navaja y me amenazaba. Aún me asombro yo cómo me vino el recuerdo de Aragón y de Fermín, un compañero que de chico me quería pinchar y yo entonces tuve un miedo espantoso y me quedé aterrado. Ahora era distinto, lo cierto es que rápido me agaché y cogiendo un puñado de tierra se lo tiré a los ojos y antes de que se los restregara, ya tenía otro encima y otro. Le quité la navaja, que tiré y le di de puñetazos hasta que me cansé. Al día siguiente me vine para Astorga a fin de evitar complicaciones y no los volví a ver a ninguno de los dos.
En lo sucesivo supe cortar en ciernes toda clase de burlas y pude comprobar el respeto que se debía, sabiendo mantener a raya a todo aquel que se desmandara, desapareciendo mi complejo y siendo una persona respetable.
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