Ecopoesía. Delfín Nava
En recientes domingos se sucedieron en Astorga y en San Martín del Agostedo dos actos poéticos relacionados con la 'Ecopoesía'. El primero en la Biblioteca Municipal de Astorga con las intervenciones de Julia Barella y Luz Pichel. El segundo en San Martín del Agostedo con un recital poético en el que participaron Delfín Nava, Paz Martínez y Eloy Rubio Carro. También de forma no presencial lo hacía Isasy Cadierno. Hoy publicamos cuatro de los poemas leídos por Delfín Nava en el recital de San Martín
![[Img #60823]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/10_2022/7039__dsc2763.jpg)
A la sombra amarilla
del limonero de las tardes de otoño
ponía sus manos traslúcidas
y un pájaro carpintero picoteaba
la carne de su corazón.
Estaba virgen y madre entre los cobres,
doraba las estancias vacías,
rizaba las vedijas del aire
enfermo de mi sueño,
a veces paraba el sol
para poder acabar la faena.
Cargó a la espalda el saco
colmado con mis penas
y nunca pronunció las palabras mágicas
para no turbar el letargo
del ogro en su caverna.
Cuando cesaron las olas,
cerró el libro, apagó la lámpara
y separó las aguas de la tierra seca.
El día que se volvió de arena,
salieron mariposas de su boca.
Quiero nevar mi llanto de noche sin estrellas
y echar a volar de mis dedos las golondrinas del miedo.
Quiero darte mi sien anidada de hormigas sin sueño
y mi lengua abrasada del hielo de hoguera de la ausencia.
Quiero darte a comulgar el lucero fugaz de la mañana azul
y que te empape el rocío de oro de este ocaso.
Y no quiero salir jamás del laberinto de tu cuerpo,
porque Dios está donde estés tú
y todos los senderos nacen y mueren en tu regazo.
Voy dibujando con las yemas de los dedos,
los párpados cerrados, el mapa de tu cuerpo:
el azul del cielo surgiendo del pozo de tu ombligo,
el sol de mayo asomando sobre las crestas nevadas
de la cordillera de tus pechos.
Todo lo demás no importa.
En mi ceguera seguiré escuchando
el chillido de los vencejos
en los atardeceres majestuosos del verano,
el zureo de las torcaces en el soto
sobre el agua verde del río de la memoria.
Y cuando ya no pueda ver la luz
con los ojos abiertos,
me quedará en las yemas de los dedos
el resplandor del amanecer
sobre las arenas de la playa infinita de tu cuerpo.
Ya es mayo.
Y mi padre tiene frío.
¿Cómo no va a tener frío mi padre
si arrastra noventa y tres inviernos de hielo en cada hueso?
Mi padre vive en una tumba.
Hasta bien entrado el verano
la tierra está helada
y aquí no hay brasero.
Yo llevo metido en los huesos
el frío de los huesos de mi padre.
Aún están durmiendo los grillos en sus madrigueras.
Todavía están enterradas en el lodo las ranas.
Mayo solo roza la piel
y esparce margaritas en los prados del vientre
y campánulas gualdas en las bocas encharcadas.
Ya no siembra nadie.
En el salón con goteras de la memoria,
mi padre, con una manta sobre los hombros,
duerme la siesta.
Algunas tardes de domingo
yo soy mi padre.
Y siento dentro su frío y el mío.
A la sombra amarilla
del limonero de las tardes de otoño
ponía sus manos traslúcidas
y un pájaro carpintero picoteaba
la carne de su corazón.
Estaba virgen y madre entre los cobres,
doraba las estancias vacías,
rizaba las vedijas del aire
enfermo de mi sueño,
a veces paraba el sol
para poder acabar la faena.
Cargó a la espalda el saco
colmado con mis penas
y nunca pronunció las palabras mágicas
para no turbar el letargo
del ogro en su caverna.
Cuando cesaron las olas,
cerró el libro, apagó la lámpara
y separó las aguas de la tierra seca.
El día que se volvió de arena,
salieron mariposas de su boca.
Quiero nevar mi llanto de noche sin estrellas
y echar a volar de mis dedos las golondrinas del miedo.
Quiero darte mi sien anidada de hormigas sin sueño
y mi lengua abrasada del hielo de hoguera de la ausencia.
Quiero darte a comulgar el lucero fugaz de la mañana azul
y que te empape el rocío de oro de este ocaso.
Y no quiero salir jamás del laberinto de tu cuerpo,
porque Dios está donde estés tú
y todos los senderos nacen y mueren en tu regazo.
Voy dibujando con las yemas de los dedos,
los párpados cerrados, el mapa de tu cuerpo:
el azul del cielo surgiendo del pozo de tu ombligo,
el sol de mayo asomando sobre las crestas nevadas
de la cordillera de tus pechos.
Todo lo demás no importa.
En mi ceguera seguiré escuchando
el chillido de los vencejos
en los atardeceres majestuosos del verano,
el zureo de las torcaces en el soto
sobre el agua verde del río de la memoria.
Y cuando ya no pueda ver la luz
con los ojos abiertos,
me quedará en las yemas de los dedos
el resplandor del amanecer
sobre las arenas de la playa infinita de tu cuerpo.
Ya es mayo.
Y mi padre tiene frío.
¿Cómo no va a tener frío mi padre
si arrastra noventa y tres inviernos de hielo en cada hueso?
Mi padre vive en una tumba.
Hasta bien entrado el verano
la tierra está helada
y aquí no hay brasero.
Yo llevo metido en los huesos
el frío de los huesos de mi padre.
Aún están durmiendo los grillos en sus madrigueras.
Todavía están enterradas en el lodo las ranas.
Mayo solo roza la piel
y esparce margaritas en los prados del vientre
y campánulas gualdas en las bocas encharcadas.
Ya no siembra nadie.
En el salón con goteras de la memoria,
mi padre, con una manta sobre los hombros,
duerme la siesta.
Algunas tardes de domingo
yo soy mi padre.
Y siento dentro su frío y el mío.