Valer
    
   
	    
	
    
        
    
    
        
          
		
    
        			        			        			        			        			        			        			        			        			        
    
    
    
	
	
        
        
        			        			        			        			        			        			        			        	
                                
                    			        			        
        
                
        
        ![[Img #60869]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/10_2022/2222_sol-escanear0034.jpg)
 
 
El lamento de mi madre, “Si es que ya no doy una, no valgo para nada”, cuando hace unos días se le quedaron calcinadas las albóndigas en la sartén y un olor penetrante a chamusquina impregnó durante días la panera -su cocina de diario- me llevó a pensar en un curso de contabilidad agraria que hice allá por el año 86. En dicho curso los conceptos ‘debe’ (perdidas) y ‘haber’ (ganancias) se reflejaban en dos columnas paralelas, haciendo constar en el lado izquierdo los débitos y en el derecho los créditos. El saldo lo constituía la diferencia entre ambos. Esa imagen tan gráfica se me quedó grabada a fuego y sería metáfora inequívoca del sentir desolado de mi madre, de su minusvaloración.
 
Ello me llevó a pensar por extensión en toda una generación que, por el hecho de nacer en un determinado momento histórico, no lo tuvo nada fácil. Una generación que creció bajo la consigna de tener que valer a toda costa, de ser hormiga laboriosa, de hacer de la nada. Una generación cuyo destino fue ser sujeto activo y capital social de un país que se levantaba tras la caída profunda en la que nos sumió la guerra -era esa generación la clase obrera de la que hoy se habla bien poco o nada, como me señalaría una amiga recientemente-. Una generación que se des-vivió para que sus hijos estudiaran, se labraran un porvenir mejor que el que ellos, hombres y mujeres, tuvieron. Una generación que fue avalista de hipotecas, que cuidó de nietos, que hizo lo que sus posibilidades les permitieron y  sumó y multiplicó y lo dio todo y más.
 
“Ay hija, es que se me va la perinola, ya no valgo la tripa un cigarro”, me diría con ese gracejo del sur en un rapto de lucidez la señorina que, con la cabeza perdida por la polilla del alzheimer, ingresó hace ya unos cuantos años en la planta de psiquiatría a la espera de una plaza en una residencia de mayores. María, que así se llamaba, había dejado el infiernillo encendido junto a un paño de cocina y quemó su casa. Y aunque por el tiempo trascurrido deduzco que ya no está entre nosotros, su expresión se me quedó grabada con huella imborrable. Lo mismo que se me quedó grabada la expresión atónita de mi padre en el portal cuando en sus últimos años veníamos a Madrid, cargados como siempre hasta los topes, y él ya no podía coger peso ni  ayudarnos, como toda la vida había hecho, a subir todos los trastos. Una expresión la de su rostro, no se me olvida, del que ya no puede o no le dejan poder.
   
Imagino lo duro que tiene que ser para esa generación que toda la vida ha hecho frente a tantas inclemencias ver como las fuerzas y los reflejos van menguando, pasar a depender de otros, sentirse sin quererlo - es todo lo contrario a lo que toda su vida fueron y quisieron- carga y peso y molestia y resto. Ellos -mis padres-, María con su memoria agujereada y tantos otros, son lo mejor que tenemos como sociedad, lo mejor que hemos tenido, lo mejor que vamos a tener. Ellos, todos ellos, constituyen nuestro mejor saldo y legado. Aunque no lo crean. O no lo sepan. O se hayan ido sin saberlo.
 
Hoy en día, en cambio, por ese péndulo macabro que se mueve dando bandazos en los extremos de la historia, el ideal colectivo de la sociedad es un imperativo de ser cigarra feliz con, desde y a través del consumo y del confort. Pareciera que cuantos más viajes y más fiestas y más celebraciones y más objetos materiales acumulemos, más afortunados somos. Este constituye nuestro haber hoy.
 
¿Para llegar adónde como individuos? ¿Adónde como sociedad?
 
Miro el horizonte, y por más que intento descifrar, no me salen las cuentas.
        
        
    
       
            
    
        
        
	
    
                                                                                            	
                                        
                                                                                                                                                                                                    
    
    
	
    
![[Img #60869]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/10_2022/2222_sol-escanear0034.jpg)
El lamento de mi madre, “Si es que ya no doy una, no valgo para nada”, cuando hace unos días se le quedaron calcinadas las albóndigas en la sartén y un olor penetrante a chamusquina impregnó durante días la panera -su cocina de diario- me llevó a pensar en un curso de contabilidad agraria que hice allá por el año 86. En dicho curso los conceptos ‘debe’ (perdidas) y ‘haber’ (ganancias) se reflejaban en dos columnas paralelas, haciendo constar en el lado izquierdo los débitos y en el derecho los créditos. El saldo lo constituía la diferencia entre ambos. Esa imagen tan gráfica se me quedó grabada a fuego y sería metáfora inequívoca del sentir desolado de mi madre, de su minusvaloración.
Ello me llevó a pensar por extensión en toda una generación que, por el hecho de nacer en un determinado momento histórico, no lo tuvo nada fácil. Una generación que creció bajo la consigna de tener que valer a toda costa, de ser hormiga laboriosa, de hacer de la nada. Una generación cuyo destino fue ser sujeto activo y capital social de un país que se levantaba tras la caída profunda en la que nos sumió la guerra -era esa generación la clase obrera de la que hoy se habla bien poco o nada, como me señalaría una amiga recientemente-. Una generación que se des-vivió para que sus hijos estudiaran, se labraran un porvenir mejor que el que ellos, hombres y mujeres, tuvieron. Una generación que fue avalista de hipotecas, que cuidó de nietos, que hizo lo que sus posibilidades les permitieron y sumó y multiplicó y lo dio todo y más.
“Ay hija, es que se me va la perinola, ya no valgo la tripa un cigarro”, me diría con ese gracejo del sur en un rapto de lucidez la señorina que, con la cabeza perdida por la polilla del alzheimer, ingresó hace ya unos cuantos años en la planta de psiquiatría a la espera de una plaza en una residencia de mayores. María, que así se llamaba, había dejado el infiernillo encendido junto a un paño de cocina y quemó su casa. Y aunque por el tiempo trascurrido deduzco que ya no está entre nosotros, su expresión se me quedó grabada con huella imborrable. Lo mismo que se me quedó grabada la expresión atónita de mi padre en el portal cuando en sus últimos años veníamos a Madrid, cargados como siempre hasta los topes, y él ya no podía coger peso ni ayudarnos, como toda la vida había hecho, a subir todos los trastos. Una expresión la de su rostro, no se me olvida, del que ya no puede o no le dejan poder.
Imagino lo duro que tiene que ser para esa generación que toda la vida ha hecho frente a tantas inclemencias ver como las fuerzas y los reflejos van menguando, pasar a depender de otros, sentirse sin quererlo - es todo lo contrario a lo que toda su vida fueron y quisieron- carga y peso y molestia y resto. Ellos -mis padres-, María con su memoria agujereada y tantos otros, son lo mejor que tenemos como sociedad, lo mejor que hemos tenido, lo mejor que vamos a tener. Ellos, todos ellos, constituyen nuestro mejor saldo y legado. Aunque no lo crean. O no lo sepan. O se hayan ido sin saberlo.
Hoy en día, en cambio, por ese péndulo macabro que se mueve dando bandazos en los extremos de la historia, el ideal colectivo de la sociedad es un imperativo de ser cigarra feliz con, desde y a través del consumo y del confort. Pareciera que cuantos más viajes y más fiestas y más celebraciones y más objetos materiales acumulemos, más afortunados somos. Este constituye nuestro haber hoy.
¿Para llegar adónde como individuos? ¿Adónde como sociedad?
Miro el horizonte, y por más que intento descifrar, no me salen las cuentas.






