Nuria Viuda
Sábado, 29 de Octubre de 2022

Del grana al amarillo

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No existe paisaje más bello que un parque frondoso en otoño. Ni nada más apetecible que pisar las hojas secas, desprendidas, al fin libres para ser arrastradas muy lejos por el vaivén del viento. Un placer para los sentidos que se acostumbran poco a poco al relente.

 

A veces este paisaje lo ocupa un paisanaje tan diverso como sorprendente: trompetistas expulsados de casas vecinales que van a dar con sus posaderas en algún banco; desplegando su atril y ensayando sin cesar canciones antiguas para deleite del paseante, enriqueciendo con su melodía la acompasada caída de las hojas del castaño, que no cesan de desplomarse sobre el césped, en una comunión repleta de armonía y belleza. Niños que, rastrillo y cubo en ristre, recopilan castañas para jugar a arrojarlas al  estanque de los patos. Pavos desprendidos de su realeza primaveral, ahora desplumados, desubicados y húmedos; cual gallináceas a punto de pepitoria, huyendo hacia las sombras en espera de mejores tiempos. Sí, el pavo como paisanaje y compañía, como animal que alardea de su irresistible estampa cuando florece al tiempo que los días crecederos.

 

El parque urbano concentra un microcosmos otoñal para perderse en su idiosincrasia y comprender que la naturaleza se instala como condición inapelable. Constituye un reducto al que rendirse frente al asfalto y la velocidad, frente a la locura cotidiana del desenfreno consumista. Entre su fronda se puede contemplar una pequeña muestra del cambio de las estaciones sin moverse de la ciudad; allí se esconden sus secretos más sorprendentes, solo es necesario fijarse un poco para darse de bruces con la magia que contiene.

 

Así entiendo esta estación que tanto nos regala: abrirse al paisaje, camuflarse en él como condición inmediata para atrapar el instante. La caducidad del entorno nos ayuda a ello. Pasear remontando bosques, praderas o parques, sepultando nuestros pies entre hojarasca y frutos. Regalo para la vista y el tacto camuflado en las botas. Sentir el crujido de la naturaleza desprendida y los primeros vientos que la alejan, envuelta en remolinos polvorientos, nos trae a la memoria el inicio  de la obra de García Márquez con el título más otoñal de la historia de la literatura.

 

 “De pronto  como si un remolino hubiera echado raíces en el centro del pueblo, llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. Era una hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos; rastrojos de una guerra civil que cada vez parecía más remota e inverosímil, la hojarasca era implacable”.

“La hojarasca volteó y salió a recibirlo y con la vuelta perdió el impulso pero logró unidad y solidez; y sufrió el natural proceso de fermentación y se incorporó a los gérmenes de la tierra”.

Macondo, 1909

 

Esa sensación de fuga y remolino, de ciclones y humedales, de algas verdes flotando sobre el agua de los ríos pequeños. La vista se concentra y se dilata. Los cuatro puntos cardinales ofrecen  al visitante un mundo paralelo y multicolor; un sinfín de variedades arbóreas como deleite que acompaña el añejo aroma a lumbre y ajo, conformando una entrañable sinestesia  fundida en la añoranza de sopas de abuelas hacendosas y asados preinvernales.

 

Al amor de hogueras recién atizadas se es más confidente, más sincero y  lector, quizá también más enamoradizo y nostálgico. Toca otoño y recogida, amor de balde y un escalofrío.

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