Manuel Gervasi Sierra
Sábado, 29 de Octubre de 2022

Memorias de un astorgano (VIII): 'Las visitas de la imprenta' (segunda parte)

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Con motivo de mi trabajo conocí varias casas llevando recados a don Antonio García del Otero, que era muy amigo de la familia y que fue muchos años alcalde en la dictadura de Primo de Rivera y a don Quinito su hermano, también alcalde algún tiempo.

 

Don Francisco del Valle Elizondo, llamado el 'tío de la brocha', hacia prosélitos para el régimen vegetariano que él practicaba y estaba delgadísimo como una espátula, lo que contradecía su propaganda. Era republicano y anticlerical y cuando Miguel Carro, como alcalde, logró la reversión de las aguas vendidas por el Ayuntamiento se mostró más conservador que nadie, negándose a entregar su derecho, pero, ante el sentir unánime de la población, a su pesar, tuvo que ceder.

 

A los 20 años yo observaba a los personajes que en los puestos, comercio, industria y finanzas, predominaban y observé a mis vecinos de la calle que era la de Manuel Gullón y adyacentes, y empezando por don Leoncio Alonso Sovajano, administrador del Hospicio, me admiraba su figura hecha un paquete, siempre el árbitro de la elegancia masculina, como un gentleman inglés. Su esposa igualmente con tipo femenino esbelto y majestuoso al tiempo, formaban la pareja ideal de las novelas, aunque ya los conocí maduros.

 

Don Alberto Manrique, entonces incorporado al ejercicio de la medicina, paseaba por la puerta de su vecina Octavia Iglesias, una de las infortunadas mártires de Somiedo. Amable y cortés, fue el médico que nos atendió en mi matrimonio y le guardo agradecimiento.

 

Doña Nicasia, sorda como una tapia, y de quien se contaban muchas anécdotas con motivo de su sordera. Don Ramón Peñón (llamado el trapero) que tenía un comercio de tejidos junto al de doña Adela, en la calle Pió Gullón, se había casado tres veces y en la última, aunque fue la ceremonia de madrugada, en San Bartolomé se congregó numeroso público y, con incultura pueblerina le dieron una cencerrada fenomenal, acompañándolos hasta su casa con voces y ruidos de latas escandalosas.

 

 

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Conocí también a don Sabino Geijo, dueño del Teatro Sabino que anunciaba con cohetes las horas de las sesiones del cine mudo de los primeros tiempos.

 

Recuerdo a don Domingo Rodríguez, teniente coronel de la zona conocida por 'Cabecita de oro' y a su esposa doña Petra, maestra que daba escuela particular, y su hijo político don Emilio Cuevas, relojero, que practicaba sesiones de espiritismo en la calle de San José de Mayo, y que estaba considerado como un hombre muy culto.

 

Las modistas conocidas por ‘Las Machetas’, habilidosas y que tenían gran fama. Don Porfirio López, director del 'El Faro de Astorga', gran periodista, astorganista y padre de don Lorenzo López Sancho. Don Francisco Ramos Cadenas, con su farmacia, donde está actualmente ‘El Miño’ y cuyas vidrieras aún tienen el nombre antiguo. Don Francisco Pérez Herrero, que era pequeño de estatura y tenia un montón de hijas y una ferretería, y también fue alcalde.

 

Don Santiago Alonso Garrote, alto y fuerte, ingeniero, padre de don Roberto Alonso Benito, que murió con el grado de coronel hace unos años. Don Pedro Domínguez Ramos, consuegro del anterior, adorador nocturno y director del Banco Herrero. Don Enrique Alonso Goy, médico eminente, que tenía una barbita y una sonrisa que cautivaba, pero era de mal genio y algunas veces lo sacaba.

 

Don José María Goy, escritor y publicista, sacerdote y auditor de La Rota. Don Gonzalo Goy, hermano del anterior, policía, que más tarde puso con don Julio Montoya una academia cuyo cuadro de profesores integró después en su iniciación el del Instituto cuando fue creado en la República por el alcalde don Miguel Carro. Don Ángel San Román, procurador eclesiástico, soltero, historiador y enigmático paseante solitario.

 

Don Pablo Herrero, con comercio de tejidos y almacén de maderas, anticuario y a quien recurrían todos los hallazgos de algún objeto raro encontrado debajo de tierra, que él, conocedor del terreno que pisaba, compraba o rechazaba. Don Santiago Crespo, médico, que vivía en la calle de Pío Gullón, donde está la tintorería ‘La Variedad’, un hombre que era la bondad personificada. Don Román Crespo, negociante emprendedor; hubieran hecho falta muchos como él para sacar a Astorga del marasmo industrial que padece.

 

 

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Por aquella época, y en la estación veraniega, estudiantes universitarios de familias acomodadas editaron en la imprenta un periódico satírico y festivo comentando los sucesos políticos del pueblo y sacando a flote cosas ocultas que entretenían a escritores y lectores; al tiempo sirvió de ensayo en lides literarias a una pléyade de jóvenes que alcanzarían más tarde grandes valores Intelectuales. Entre estos se contaba a Sebastián Risco Macías, Magín G. Revillo, José Aragón Escacena, Federi­co Alonso, Amable García y otros más.

 

Tenían que pasar una docena de años más, para que otra generación imitara el ejemplo y en otros veranos posteriores sacaran a la luz otras revistillas que se llamarían ‘La Saeta’ y ‘Humo’ protagonizada por otros jovencitos que andando el tiempo habían de dar también juego en las letras españolas. Lo componían Luis Alonso Luengo, Juan y Leopoldo Panero, Ricardo Gullón, Dámaso Cansado y otros.

 

Leyendo todo cuanto cogía en mi mano y habiendo nacido pobre, veía la injusticia reinante y fue acusándose mi rebeldía; me metí en el Centro Obrero y mi primo y yo logramos plantear una huelga de tipógrafos en todas las imprentas de Astorga, con resultados satisfactorios. Fue en el año 20 y veinte años tenía yo, los oficiales que ganaban 3,50 pesetas diarias, logramos 6 pesetas. El sueldo corriente venía a ser de 4 pesetas.

 

Teniendo pena de algunos trabajadores que, cargados de hijos, pasaban un hambre atroz y dándome cuenta del peligro de la demografía en aumento y que hoy preocupa al mundo entero, di conferencias en el Centro Obrero, recomendándoles la limitación de los hijos, en bien de ellos y de sus críos que, con miseria, canijos y enfermos no solían ser hijos de Dios, sino del diablo, que se los llevaba, por las blasfemias que oían diariamente y la invitación al robo y otros vicios que, a causa del hambre y la necesidad, contraían. Las familias eran entonces prolíficas.

 

Por aquel tiempo empezaba el furor de las cupletistas y yo era un asiduo espectador e iba a dormir todos los días a las tres de la mañana y al día siguiente había que levantarse. ¡Cuánto sueño papé, Dios mío! hasta el extremo que un domingo lo pasé durmiendo, pues no me llamaron y cuando desperté, era de noche y seguí hasta el lunes.

 

Mi amigo y yo, éramos de confianza y después del cierre quedábamos en compañía de dos jóvenes pudientes y la artista que, a veces, tenía también su madre, su tía, su hermana, prima o sobrina, según cuadrara, una sola con ella de compañía. Los dos jóvenes tenían dinero abundante para catequizar a las artistas. Nosotros dos les jugábamos el gasto, después de cerrado el café en la seguridad de ganarles, pues sentada la artista al lado, y casi siempre de compañera, ellos estaban al contacto de la hembra y nosotros a lo nuestro. Una vez ganada la partida, también nosotros alternábamos y algunas veces, aunque con falta de ‘monises’, tuvimos éxito.

 

Un sábado quedamos en salir con una al día siguiente, pensando en desembarazarse uno del otro y fuimos al cine porque llovía y, teniéndola en medio, nos importaba un comino la película y reíamos y hablábamos, lo que provocó un siseo alrededor y al encender la luz, en la misma fila estaban nuestras hermanas, que nos apostro­faron y coreados por otros que decían en alta voz ¡Es la cupletista! salimos corridos como el tío de los mixtos. Ella se dio cuenta de que su presencia nos avergonzaba en público y marchamos para el café y apareció Benito (que le llamábamos ‘Boquina’, pues la tenía de piñón, y sin embargo cantaba que daba gloria) era sobri­no del administrador de Correos, señor Curto, y apartándose con él y, pretextando que iba a arreglarse, salieron por la puerta trasera y nos dieron con la puerta en las narices. ‘Boquina’ no se recató en pasearla por toda Astorga, pero tuvo sus recompensas.

 

Serían necesarias muchas páginas para reflejar los ca­sos sucedidos en aquel café y en aquella temporada de nuestros primeros años de mozos, con los chistes, las juergas, la Banca en el piso superior (prohibida, pero actuante), el buen hombre que era Daniel, el conocimien­to de la vida de las artistas, algunas dignas de lástima y otras, unas picaras de cuidado, algunas con un historial terrible y otras inocentes como palomas. Hubo una que era una gran artista y tuvo un éxito grande, actuando bastante tiempo. Se hizo muy amiga mía y en el trato particular no toleraba ligerezas, pero ya pasaba de los treinta, aparte de ser una espléndida mujer, y me decía que por la estatura y la cara parecía ser hijo de ella, y yo le preguntaba si tenía tal hijo y me decía que no y ella no era nada baja. A mí me recordaba la prostituta del Quinca­llero, ‘la Asturiana’. Era el único que la podía abrazar y besar y ella me quería también, pero, en vista de su actitud, a mí se me quitó todo pensamiento pecaminoso y nuestros contactos eran de una moralidad y ternura casi beatifica. A mitad de los días de su actuación, apareció allí un hombre ya canoso, que hablaba con ella siempre que podía y no dejaba de mirarla. Marchaba siempre antes de terminar la actuación y yo le pregunté quién era y siempre me dijo lo mismo, que era un pelma de siete suelas. El día último de su actuación cambió su manera de ser pues se emborrachó con nosotros y estaba espe­rándola en la puerta un soberbio automóvil, cuando ape­nas existían, propiedad de aquel señor, que aquel día estaba con nosotros en calidad de espectador y la iba a llevar.

 

Al despedirse de mí me abrazó toda emocionada y me dijo unas palabras, que no se me olvidarán nunca: “Adiós, chaval, tu charla y tu carita linda me recordarán los buenos ratos que me has hecho pasar, pero ya no me volverás a ver más, porque pronto voy a morir, y ese que ves me va a matar”. Yo le dije, "¿por qué?", y respondió “porque es un loco esquizofrénico, que ya ha matado a más. Ahora se ha encaprichado conmigo y terminará por conseguirlo. Las lleva a una quinta suya donde tiene una piscina, se bañan y una vez desnuda sale con una escopeta y ella espantada sale corriendo y con el mayor placer la caza como a un conejo. Alguna queda malherida, otras muer­tas”. "Insensata ¿por qué vas con él?" le dije. “Pues porque estoy borracha, y esta noche, ves esta blusa tan ancha que tengo, me va a dar tantos billetes de mil, como puede meter en ella”. ¿Y qué te importa, si te mata? “Dejo a la familia rica y además a lo mejor se la juego, ya veremos”. Y reía y lloraba al mismo tiempo. Yo me sigo preguntan­do. ¿Sería verdad o sería una histérica? Parecía sensata y era una verdadera artista. Quedé en la duda, pero no se me olvida. "¿Y por qué no lo denuncias, si sabes que es un asesino?", le dije. “No se puede con él, —me respondió— es un marqués y archimillonario y todo lo puede, y las víctimas, ya sabes quién somos". En el hampa del juego y del vicio todo es posible.

 

Todo este trampolín de la vida nocturna (que ya no era errante, por ser independiente y tener llave) entró por mejores cauces al formar parte de un cuadro artístico que mi tío Gregorio había formado para representar obras en el ‘Teatro Manuel Gullón’ y para completar los fines de una nueva sociedad, en el mismo edificio, en sustitución de la desaparecida en el ‘Teatro Velasco’. Nos hicimos actores unos cuantos, y con motivo de los ensayos, fueron unos nostálgicos de verdadera diversión y alegría; pero esto fue más tarde porque el ‘Teatro Manuel Gullón’ no se estrenó hasta el año 1925. En el año 1924, el ‘Teatro Velasco’ era pequeño para la ciudad y se añoraba un teatro con más capacidad y digno pero, económica­mente, nadie se atrevía a emprender tal aventura. Cuatro amantes de Astorga, los cuatro fallecidos ya, se decidie­ron, aportando cada uno la cuarta parte del coste, y construyeron el teatro que responde al gran afecto que se le tenía y se le puso el nombre de Manuel Gullón.

 

Esos hombres fueron don Fernando Vega Delás, don Leoncio Alonso Sovejano, don Daniel Lois y don Antonio García del Otero.

 

Después de las luchas de primeros de siglo entre liberales y conservadores, la política se centraba alrededor de nuestro diputado a Cortes, don Manuel Gullón y García Prieto que, dicho sea de paso, era querido por el pueblo. Este señor era sobrino del que fue varias veces presidente del Consejo de Ministros, don Manuel García Prieto, y hubiera sido ministrable, de no haber cambiado las co­sas. El segundo de a bordo era don Santiago Crespo, por lo menos cuando yo lo conocí porque también lo fue don Germán Gullón. En aquellos años había desaparecido la cuestión social por completo. El Centro Obrero existía, pero poco virulento, y se le toleraba. En cambio el sindi­cato amarillo, en el Círculo Católico, había desaparecido por completo, aunque volvió a aparecer en la República. El teatro era un cine público, pero persistía el salón bar, como café, donde seguían los sacerdotes y amigos fre­cuentándolo.

 

 

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El obispo don Julián de Diego y Alcolea (que era pequeño, alegre y salía a la calle continuamente, y visi­tando al Convento de Santa Clara, tenía coloquios con las lavanderas de Manjarín y les daba dinero para llenar la ‘cacharra’ de vino, para que les diera fuerzas en su duro trabajo) ya había marchado de Astorga y en sustitución había venido don Antonio Senso Lázaro, que contrastaba con aquél por ser alto y fuerte, vivía sencillamente y era sobrio, serio y poco callejero. Daba limosnas pero al ele­mento obrero lo tenía en cuarentena.

 

La ciudad había entrado en calma, pero había hambre por falta de trabajo y después vino el desastre de África con la sublevación de Ad-EI-Krim, donde perecieron va­rios astorganos, entre ellos los de mi quinta, de la cual me libré por casualidad por haberme herniado unos me­ses antes (operándome después y quedando nuevo) pues por la talla no te librabas, porque si la estabas rondando, en aquellos momentos difíciles, te apretaban un poco el vientre al tallarte y te la hacían dar. Después vino la Dictadura de Primo de Rivera, que terminó con la guerra de África y también vinieron los mozos del servicio, no encontraban trabajo y muchos se alistaban a la Legión para poder comer pues sus familiares tenían el pan con­tado.

 

En política municipal local, había bastante apatía y se puede decir que aún persiste. El alcalde era don Adolfo Alonso Manrique, un abogado joven, pero entonces, don Antonio García del Otero iba a coger la Sabina por un cuanto tiempo, aunque compartido con el delegado gu­bernativo, que en realidad era el que mandaba, por lo menos en algún tiempo. El primer alcalde de la dictadura fue, creo, don Felipe Vizán, teniente retirado del Ejército.

 

Pasaron unos años sin pena ni gloria y el aconteci­miento que causó asombro fue la apertura de un cabaret, que consistía en un salón con mesas de consumición alrededor y una pista de baile en el centro y unas cuantas jóvenes cabaretistas que alternaban con los hombres para bailar e invitarles a que las convidaran para hacer el mayor gasto posible. El dueño (que era un hijo de Astorga de casi dos metros de estatura) trajo cuatro chavalas que eran verdaderas preciosidades, jóvenes de 18 a 20 años, y andaluzas, con unos ojos bellísimos y de cutis (salvo que eran morenas) nacarino, sonrientes y simpáticas a carta cabal, que bebían alcohol o cualquier bebida como por un tubo, caras, como es natural, y que tú tenías que pagar; tolerantes con el tacto disimulado, y hasta podías tener una cita y acostarte con ellas mediante billetes gordos, en secreto y por cuenta propia, sin conocimiento del dueño, al cual no le interesaba el contrato y sí el gasto en la consumición. No se casaban con nadie y nosotros, escasos de dinero, estábamos de sobra.

 

Fortunato que era hijo de don Fortunato, el contable de la casa H. Granell y Martínez, que era de mi misma edad y muy travieso y chocante, enseñó a una de ellas unos billetes de anuncio soslayadamente y dos nos hicieron caso aquella noche, con gran sorpresa del público que, conociéndonos bien, veían aquella asiduidad y caricias hacia nosotros; pero, allá a las tres de la madrugada, y cuando ya estábamos solos, Bruno, Cotorro y Maceo descaradamente le dijeron a ellas que éramos unos pobretones. Tomaron unos chatos con Carabina, que era el dueño, y se marcharon. Fortunato que les habla contado que éramos hijos de unos potentados, acució a una de ellas que, en un descuido, le metió mano en el bolsillo y sacó un billete roto por la oposición de Fortunato, pero que demostró que era de anuncio y buena se armó. Entre las cuatro, pues llamaron a las otras, nos desfarraparon, nos quitaron todos los cuartos para pagar la consumición y no nos hicieron caso de allí en adelante. Allí no pintábamos nada. Y menos mal que habiendo marchado los tres, estábamos locos y nos evitó el escándalo y la vergüenza. Pero, sin embargo algunos varones sesudos y adinerados perdieron el control y allí dejaron parte del caudal.

 

 

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A pesar de mis andanzas moceriles, yo continuaba leyendo todo lo que en mi mano caía y como dicen que no hay libro malo que no contenga algo bueno, yo adquiría conocimientos y estaba al tanto de la política, interesán­dome mucho la internacional, enterándome de la derrota alemana y la sublevación rusa que dio el triunfo a la revolución. El envío de los ejércitos blancos por las monarquías europeas (que veían temblar sus tronos y el derrumbamiento de todos ellos) no pudo con los revolto­sos capitaneados por Troski, que resultó un genio militar.

 

Después de la desaparición de los zares y con motivo de la pérdida de la guerra, cayeron los imperios centrales de Austria-Hungría (que se rompió en pedazos, formándo­se unas cuantas naciones pequeñas) y de Alemania, con la caída del emperador, siguiéndole Turquía con su sultanato otomano, perdiendo una enormidad de su territorio y reconstruyéndose la sufrida Polonia, que había sido repartida bonitamente en el siglo pasado por Austria- Hungría, Alemania y Rusia, siendo un acto vergonzoso e injusto.

 

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