Sol Gómez Arteaga
Sábado, 05 de Noviembre de 2022

Último amor

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Tarde inolvidable la del pasado jueves por la magistral excursión que nos hizo mi amiga, escritora, filóloga y docente Margarita Álvarez Rodríguez por el barrio de las Letras de Madrid -también llamado de las Musas, de los literatos, de los Comediantes o Parnaso- ubicado en el barrio de las Cortes del distrito Centro. A lo largo de más de dos horas pudimos retroceder, a través de las intrahistorias de sus grandes exponentes literarios -Cervantes, Góngora, Quevedo, Lope de Vega, algunos de los cuales estuvieron vinculados además a las armas y al sacerdocio- a ese tiempo apasionado y poliédrico que fue el Siglo de Oro español.

 

Pero por eso de que uno se queda con lo que hace contacto con uno, de la tarde del jueves me quedo con dos detalles: la imponente imagen del Cristo de Medinaceli -primero de frente, a lo lejos, entre columnas; luego, mucho más cerca y de perfil- y, sobre todo, con la historia de amor de Lope de Vega que escuché frente a lo que fue su hogar en la calle Cervantes, mientras leía, fija la mirada en las letras doradas inscritas en las baldosas: En esta casa fue donde vivió y donde murió, el 26 de agosto de 1635, Lope Félix de Vega y Carpio, llamado “Fénix de los ingenios”, cuya fecundidad literaria traspasó los límites de lo creíble y cultivó todos los géneros de la  literatura.

 

No solo hubo fecundidad literaria en la vida de este monstruo de la naturaleza, como le tildaría su oponente literario, Cervantes, sino fecundidad de la otra en lo que debió de ser una vida intensa, una vida apasionada, una vida entregada a la vida. De ahí que su entierro fuera tan multitudinario que en las calles que rodeaban su casa no cupiera un alfiler. Un entierro que Margarita comparó con el del querido profesor Enrique Tierno Galván ya avanzado el siglo XX. Y es que el pueblo, tarde o temprano, quiere y reconoce lo auténtico, estoy segura.

 

Lope tuvo, entre legítimos e ilegítimos, quince hijos que se sepa con cinco mujeres conocidas. Pero sería Marta de Nevares, la Marcia Leonarda de las novelas, la Amarilis de las poesías y cartas, su amor más preciado. El último. También el mejor.   

 

Su amor por Marta le hizo dejar el sacerdocio, renunciar al voto de castidad que en aquella etapa de su vida, acaso en una búsqueda y necesidad de orden, había jurado y que como describió en una carta al duque de Sessa fue fatalidad o destino. Yo estoy perdido, si en mi vida lo estuve, por alma y cuerpo de mujer ¡Y Dios sabe con qué sentimiento mío, porque no sé cómo ha de ser ni durar esto, ni vivir sin gozarlo!

 

Marta de Nevares, además de hermosa y joven -tenía veinticinco años cuando se conocieron,  Lope cincuenta y cuatro-, sabía cantar, bailar, tañer la vihuela, escribir versos. También era casada. Ello no fue óbice para que iniciaran una vida juntos que duró hasta la muerte de la mujer acaecida dieciséis años más tarde. Los últimos años de Marta, marcados por la ceguera y la perdida de la razón, debieron de ser dolorosos. Lope se encargaría de cuidarla. 

 

Pensar en la historia de amor de Lope y Marta me lleva a otros jardines. Ocurre que a veces el último amor es también el primero. Mi padre se enamoró de “la niña de las trenzas” y ella del ‘cone’, que era terrible con otras niñas a las que hacía miles de pifias, pero que a mi madre respetó y cuidó y vivieron muchos años juntos. Tantos como sesenta y dos. Ella, mi madre, le sigue amando.

 

A veces el amor  no llega nunca. Y esto es triste. A mí me parece triste.

 

Pero si llega, si lo conoces, lo reconoces. Porque arrasa con la fuerza de un ciclón. Porque se apodera de uno. Porque está por encima de cualquier cosa. Porque lo ocupa Todo y Todo lo puede. Porque te funde anímica, físicamente con el otro. En pleno delirio sexual cualquiera tiene derecho a compararse con Dios -cita de Cioran que Aute usa en la letra Universo-. Porque te hace enloquecer, y esto no lo digo yo, lo dijo otro grande del siglo de Oro, Pedro Calderón de la Barca, que cuando el amor no es locura no es amor.  

 

La vida de la literatura está plagada de historias así. Me viene a la viene a la cabeza la de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, que siempre se trataron de usté, la de  Frida Khalo y Francisco Rivera, la de Albert Camus y María Casares.

 

Rescato estos versos de José Hierro, cuyo centenario se celebra este año y cuyo nombre también se mencionó el jueves. Ellos re-crean, esto es, pasan por el filtro emocionado del autor, por su sentir, ese último amor de Lope:   

 

 

Hasta mañana, Noche.
Tengo que dar la cena a Marta,
asearla, peinarla (ella no vive ya en el mundo nuestro),
cuidar que no alborote mis papeles,
que no apuñale las paredes con mis plumas
—mis bien cortadas plumas—,
tengo que confesarla. «Padre, vivo en pecado»
(no sabe que el pecado es de los dos),
y dirá luego: «Lope, quiero morirme»
(y qué sucedería si yo muriese antes que ella).
Ego te absolvo.

Y luego, sosegada, le contaré, para dormirla,
aventuras de olas, de galeones, de arcabuces, de rumbos marinos,
de lugares vividos y soñados: de lo que fue
y que no fue y que pudo ser mi vida.

Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar.

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