Memorias de un astorgano (IX): 'Las visitas de la imprenta' (tercera parte)
![[Img #60993]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2022/2859_escanear0002.jpg)
(...)
España, en su acierto de mantenerse neutral, obtuvo cuantiosos beneficios, convirtiéndose en la depositaria de los fondos europeos por desplazarse el dinero de Suiza que, aunque no estaba en guerra, se encontraba en el centro de la hoguera y había el temor del asalto, lo que no sucedió. Lo cierto es que aquí entraba el dinero a raudales y mucha gente hizo el agosto vendiéndole a los beligerantes muchos productos, dándose el caso, como el wolfran, que lo pagaban los alemanes a buen precio y vinieron los ingleses dando el doble, teniendo ellos suficiente pero así evitaban que lo compraran los enemigos. La codicia de algunos llegó a vender hasta los productos alimenticios, que en la frontera con Francia entraban por toneladas, llegando a faltarle al pueblo español, subiendo los precios exhorbitadamente. Aquí en Astorga hubo tumultos, pues siendo zona patatera hubo escasez y las autoridades tuvieron que confiscar a los labradores y ponerlas a la venta en la Plaza de Santocildes, formándose colas y ciscos continuamente. Otra cosa que escaseó por completo, fue el tabaco y se fumaban hojas secas de los árboles, cascarilla de cacao y otros sucedáneos. Cuando venía alguna remesa, se formaba una cola interminable con alborotos, a pesar de los Romanones que estaban para guardar el orden.
Todo este caudal que entró en España no redundó en beneficio del pueblo, sino que estableció más diferencias entre pobres y ricos porque, encerrado el dinero en las Cajas de los Bancos, no se le dio giro, aprovechando la ocasión para industrializar el país, y lo único que algunos hacían era comprar más fincas aumentando su patrimonio, siendo más difícil la vida de los pobres, pues los ricos no carecían de nada porque hasta el tabaco lo traían, caro, de contrabando de Portugal. Mi amigo Antonio Cabezas, tenía a su madre, la señora Modesta, que hacía la limpieza en el Casino y cogía todas las colillas, y quitándole el papel y los puros cascarillándolos, vendía el tabaco a buen precio. Un día el hijo llenó un fardel y me lo dio a mí para guardar, y fumando, con la petaca repleta, nos vio Pepe Cabezas que abordándonos, sin decirle la procedencia, le dimos abundante tabaco. Al día siguiente, me encontró a mí en el Café de la Cupletista con mi amigo Santiago y, agradecido por lo del tabaco, llamó fuertemente al camarero y pidió café, copa y puro para cada uno de los tres. Estábamos saboreándolo, cuando entraron dos paisanos suyos de la Cepeda, al verlos los llamó para que se sentaran con nosotros y pidió igualmente café, copa y puro para ambos y una vez consumidos, volvió a renovar las copas y a continuación, pretextando que iba a verter aguas, desapareció por la puerta trasera. Mi amigo y yo nos dimos cuenta de la faena y como de dinero no teníamos ni una lata decidimos hacer lo mismo; yo me levanté y sin despedirme, simulando que iba a lo mismo, salí del local y mi amigo se unió seguidamente, y desde los cristales de la Plaza observamos al camarero Sixto, que era amigo nuestro, el cisco que tenía con los paisanos para que pagaran la cuenta total, diciendo que no saldrían de allí hasta que no hicieran al pago correspondiente; con grandes protestas, al fin lo hicieron. Muy frescamente algunos días después, Cabezas nos manifestó que era gente pudiente.
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Yo tenía un barbero que era muy competente y hasta culto, y si lo señalo aquí es por lo célebre que fue por su mal genio. Yo presencié cosas muy chuscas en su establecimiento, como la de don Magín Rodríguez, Deán de la Catedral, y la de don Braulio Lobo, el cual estando afeitándolo discutieron y el barbero lo echó a la calle con el jabón en la cara. Se llamaba don Santos Cuervo y se le conocía por el apodo de ‘Chachines’, pero se enfurecía si se lo llamaban. A don Fernando Rodríguez le hizo lo mismo; se quejaba de los impuestos que tenía que pagar y él le decía que, para evitarle molestias, le cambiara el capital y enfadándose le hizo lo que al Deán. Otra vez entró un forastero joven y agraciado que se miraba al espejo arreglando la corbata y el sombrero. Cuando le llegó el turno y se disponía a sentarse, le dijo que esperara, que faltaban dos, le contestó el joven que aquellos habían entrado después que él, a lo que le respondió el barbero que primero eran los parroquianos y después los chulos. Como es de suponer salió disparado sin arreglarse. Era enemigo de don Julio Segado, el vecino de enfrente que era bajo y grueso, y meneaba las caderas al andar y le llamaba maricón, y un día que estaba en el mirador, suavizando la navaja desde la calle le decía que bajara y el pobre don Julio estaba aterrado. Yo estaba a gusto con su trabajo y me llevaba bien.
En el año 1925, se había estrenado el Teatro Manuel Gullón y había venido el Regimiento de Órdenes Militares, que había cambiado la fisonomía de la ciudad, dando más animación a las calles y aumentando los establecimientos de bebidas y bailes propios de la gente moza.
En el Centro Obrero, aunque vivía lánguidamente, se consiguió, poco a poco crear una biblioteca y las ideas socialistas iban tomando cuerpo en el campo proletario, yo llegué a tener algunos puestos directivos, pero algunas veces me disgustaban los extremismos, pues rechazaba de plano lo soez y lo grosero, lo mismo en costumbres que en palabras y, cosa rara, yo criado entre la plebe me encontraba más a gusto en ambiente culto y aristocrático que en el bajo, al que quería a toda costa civilizar. Me pasaba lo que a las mujeres, que no me fijaba más que en las bonitas y al mismo tiempo sentía una rebeldía del porqué no podían ser todas, ya que le faltaban elementos y condiciones de pobreza que les impedía, muchas veces, serlo.
Mis sentimientos religiosos no habían desaparecido, pues no en vano me había criado alrededor del primer templo y entre curas e incienso, pero sí había analizado ciertas posturas y prácticas del clero que no me convencían, a más de conductas que contradecían sus predicaciones, pero no por eso los vituperaba como algunos y decía siempre respetar sus creencias además, aparte de tener grandes amigos entre ellos.
Los cafés-cantantes continuaban y hubo hasta tres al mismo tiempo, pero yo ya me había hecho más juicioso y ya no trasnochaba, pues con el entretenimiento del cuadro artístico teníamos una gozosa diversión moral acorde con nuestra educación. Nos dejaban el salón alto del baile, en el Teatro Gullón, a nuestra disposición, para los ensayos, con luz y un piano que un compañero músico que estaba ejercitándose tocaba después del ensayo, formándose un baile ‘camaredil’ delicioso y luego, por turno o amistad, acompañábamos los varones a las chicas a sus domicilios. Dos hermanas llamadas María y Nicéfora, extremeñas, con caras lindas y ellas muy graciosas, vivían en la casa de don Camilo, allá entre vías y a ninguno nos hacía mella llevarlas a las once y media de la noche con la distancia, poca, o ninguna luz, con mal piso y con regueros de agua, porque al ir, ellas nos avisaban, pero al volver, muchas veces se metía la pata. Todo esto con un respeto, moralidad y amistad que no comprenderán los jóvenes de hoy día. Eran primas carnales del que es hoy afamado escultor Amaya. Pusimos en escena obras que nos salieron muy bien, ‘Fuerza bruta’, ‘Los semidioses’, ‘La sobrina del cura’, etcétera; por cierto que en esta obra salía yo de sacerdote y le pedí las ropas talares a don Ramón Alonso Fernández, capellán que fue del cementerio, y por la estatura me sentaron muy bien y según cuentan tenía un parecido extraordinario, y yo al salir, en el hall del Teatro y no conociéndome, unas mujeres comentaban: “¡Habrás visto, un cura, don Ramón, salir en el escenario!”
![[Img #60990]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2022/2865_escanear0004.jpg)
Hasta el año 1928, la vida se deslizó tranquila en cierto punto con sus bailes y diversiones, el cine mudo y los paseos que, a falta de coches y siendo ya pequeño el Cantón, se celebraba en la carretera, que atravesando las dos plazas, lo hacían más desahogado.
El Cantón, esa acera ancha delante del comercio 'El Barato', había sido el centro de reunión de la juventud durante 30 años y los balcones de Panero, el observatorio más codiciado de la curiosidad. Los domingos se paseaba como las sardinas en banasta pero a diario se podía uno mover y se llegó a poner bancos entre las columnas.
Nosotros, solos o con chicas, dábamos vueltas a la noria sin parar cuando salíamos del trabajo. En el resto del día nunca faltaba gente, pero sobre todo estaba monopolizado por Monteserín, el pintor, que vivía encima de la Farmacia Núñez, Manolo Goy, José Aragón y Álvaro Panero que, aunque no hiciera frío, se frotaban las manos paseando rápidamente de una punta a otra. La puerta del estanco llamado de ‘Las leonas’, con mucho encono de ellas, era la parada muchas veces.
Don Demetrio Monteserín, era hijo de don Paulino, el interventor del Ayuntamiento, y se había revelado como un gran pintor. En la prensa local publicó unas memorias de su vida de estudiante que resultaron muy regocijantes por la serie de hechos y anécdotas ocurridos en casos llenos de hilaridad.
Don José Aragón sustituyó al padre de Monteserín en el cargo de interventor y fue maestro de la escuela y trotamundos en su juventud. Era hijo del médico don Eduardo Aragón, muy respetado, y que junto a don Pedro Domínguez Ramos eran los dos pilares más importantes de la religión católica en Astorga, siendo ellos seglares.
De los Paneros, eran cuatro hermanos solteros y maduros, dos varones y dos hembras, los cuales, con toda la confianza, los trataban ricos y pobres. Todos ellos tenían tan amena charla, con su bondad, alegría y simpatía que no encuentro con quien compararla. Al lado de ellos vivía don Germán Gullón, abogado, alto, tieso como un palo, de figura prócer, cortés y émulo de la tradición elegante pasada. Ocupó altos cargos en la política.
![[Img #60991]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2022/581_escanear0003.jpg)
En el año 1930, mis tíos Domingo y Gregorio se separaron en el negocio; Domingo Sierra quedó con el negocio y Gregorio se trasladó a La Bañeza. Al desaparecer mi tío Gregorio, que regentaba el establecimiento, y su hijo Eugenio que era mayor que yo, quedé de regente en la práctica, pues el hijo del patrón era un chiquillo que estaba en la escuela. Sin nombramiento oficial y sin remuneración mayor alguna estuve con esa responsabilidad cerca de 18 años, porque el hijo, al llegar a la edad, no pudo hacerse cargo porque fue movilizado, por ser de la quinta del 41, un chaval, y el pobre se cargó de mili hasta la coronilla, cerca de ocho años.
En esa época mi tío contrajo una enfermedad grave y tuvo que trasladarse a Madrid acompañado de su esposa, la madre política de mi tía, doña Gregoria, y otros familiares, me hicieron ciertas reconvenciones para que cuidara de los intereses al quedarme yo solo responsable del negocio. No tenía necesidad de ello, pues la deuda contraída la estaba pagando, con mi tío, cuando nos recogió a todos huérfanos de protección y la palabra dada a mi madre de que no le abandonaría.
Anteriormente ya le había dado una prueba silenciosa al no acceder a los deseos de don Melitón Amores, que me ofreció poner una imprenta en Montánchez, villa de la provincia de Cáceres y patria chica suya y del obispo don Antonio Senso Lázaro, el cual me daba toda clase de facilidades de pago cuando pudiera. Me decían que tenía un gran porvenir y que en una extensión territorial inmensa no había imprenta alguna. Montánchez entonces era una villa de un censo aproximado a La Bañeza. Después se dirigió a otro tipógrafo llamado Leonardo Geijo que, estando en trámites para establecerse en León, como así lo hizo, tampoco aceptó. Creo que después un extremeño la puso. También tuve ofrecimiento del viajante de la fundición tipográfica de Richard Gans, que me lo dijo varias veces. Don Santos, el barbero, estaba empeñado en que yo me estableciera y él se ofrecía a poner en mis manos la entidad o personas que me prestasen el dinero y no acepté. Económicamente yo perdí bastante, pues desaproveché una estupenda colocación en Madrid que me ofreció don José María Goy, y aquí estuve, cumpliendo mi palabra y con la conciencia tranquila hasta que me jubilé, que fue a los 70 años, después de 57 años de trabajo.
El rector del Seminario, don Avelino Zaldívar, también era asiduo visitante y le gustaba mucho la imprenta, era joven, amable y muy modesto, y llevaba a imprimir una revistilla que hacían los alumnos del Seminario, donde encontraban medio adecuado para experimentar sus cualidades literarias. En esa revista, que se llamaba 'La viña del Señor', colaboraba de estudiante don Augusto Quintana, notándose ya su afición a la revisión de archivos y temas antiguos, estando disconforme con el rector sobre la fundación y antigüedad del Seminario. Figuraba también don Justo Fernández, que creo es hoy director de la iglesia de Monserrat de Roma y que entonces era un colegial que tenía sobresaliente en todas las asignaturas, menos en Educación Física, pues en clase de deportes no daba ni pum.
Cuando vino el obispo Mérida Pérez reestructuró todo el sistema del funcionamiento del Seminario que asustó al rector, el cual no cuajaba con el temperamento dinámico del obispo y hubo el cambio, viniendo don Sixto Garrido Saldaña a sustituirlo, el cual estaba más acorde con el parecer del prelado. Este señor implantó una disciplina férrea militarista, hasta con los profesores, creándose enemistades. Hacía muchos impresos y como tal frecuentaba mucho el taller. Don Sixto era temible para darle gusto en los trabajos y formaba una bronca al oficial por menos de una perra gorda; pero hete aquí que, al igual que el señor España, director del Banco Mercantil, cuando yo era un chiquillo, le cogí el aire de tal forma que nadie le daba gusto más que yo, haciéndonos grandes amigos y frecuentando su despacho en el Seminario, con mucha frecuencia, gastándole bromas y él a mí, que en otro hubiera sido terrible y me convidó varias veces.
![[Img #60992]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2022/8094_escanear0001.jpg)
Un día entré en el antedespacho y me encontré con la mayor parte del claustro de profesores y él presidiendo, observando caras funerarias y él serio y hosco. Encontrándome en el centro, no supe qué decir. El rector me dijo qué quería y le dije que llevaba una prueba, pero al mismo tiempo quería oír su opinión sobre el mono nuevo que había estrenado. Me hizo dar unas vueltas y me dijo que a pesar de ser una prenda de trabajo, con él parecía un aristócrata y tenía que convidarle, repitiéndole yo que era él quien tenía que hacerlo. Como se comprenderá aquella escena tan seria al principio se trocó en jocosa y supe luego que les libré de una bronca formidable, suavizándose extraordinariamente.
Don Moisés García Torres, que había regentado la Diócesis, fue después párroco de San Bartolomé y todo el mundo sabía que su talla intelectual no era compensada con una parroquia en Astorga. Canónigo en Coria, y después en Cádiz, y hoy provisor de la Diócesis de Madrid, fue otro señor que cultivé su amistad y que sentí enormemente su ausencia.
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España, en su acierto de mantenerse neutral, obtuvo cuantiosos beneficios, convirtiéndose en la depositaria de los fondos europeos por desplazarse el dinero de Suiza que, aunque no estaba en guerra, se encontraba en el centro de la hoguera y había el temor del asalto, lo que no sucedió. Lo cierto es que aquí entraba el dinero a raudales y mucha gente hizo el agosto vendiéndole a los beligerantes muchos productos, dándose el caso, como el wolfran, que lo pagaban los alemanes a buen precio y vinieron los ingleses dando el doble, teniendo ellos suficiente pero así evitaban que lo compraran los enemigos. La codicia de algunos llegó a vender hasta los productos alimenticios, que en la frontera con Francia entraban por toneladas, llegando a faltarle al pueblo español, subiendo los precios exhorbitadamente. Aquí en Astorga hubo tumultos, pues siendo zona patatera hubo escasez y las autoridades tuvieron que confiscar a los labradores y ponerlas a la venta en la Plaza de Santocildes, formándose colas y ciscos continuamente. Otra cosa que escaseó por completo, fue el tabaco y se fumaban hojas secas de los árboles, cascarilla de cacao y otros sucedáneos. Cuando venía alguna remesa, se formaba una cola interminable con alborotos, a pesar de los Romanones que estaban para guardar el orden.
Todo este caudal que entró en España no redundó en beneficio del pueblo, sino que estableció más diferencias entre pobres y ricos porque, encerrado el dinero en las Cajas de los Bancos, no se le dio giro, aprovechando la ocasión para industrializar el país, y lo único que algunos hacían era comprar más fincas aumentando su patrimonio, siendo más difícil la vida de los pobres, pues los ricos no carecían de nada porque hasta el tabaco lo traían, caro, de contrabando de Portugal. Mi amigo Antonio Cabezas, tenía a su madre, la señora Modesta, que hacía la limpieza en el Casino y cogía todas las colillas, y quitándole el papel y los puros cascarillándolos, vendía el tabaco a buen precio. Un día el hijo llenó un fardel y me lo dio a mí para guardar, y fumando, con la petaca repleta, nos vio Pepe Cabezas que abordándonos, sin decirle la procedencia, le dimos abundante tabaco. Al día siguiente, me encontró a mí en el Café de la Cupletista con mi amigo Santiago y, agradecido por lo del tabaco, llamó fuertemente al camarero y pidió café, copa y puro para cada uno de los tres. Estábamos saboreándolo, cuando entraron dos paisanos suyos de la Cepeda, al verlos los llamó para que se sentaran con nosotros y pidió igualmente café, copa y puro para ambos y una vez consumidos, volvió a renovar las copas y a continuación, pretextando que iba a verter aguas, desapareció por la puerta trasera. Mi amigo y yo nos dimos cuenta de la faena y como de dinero no teníamos ni una lata decidimos hacer lo mismo; yo me levanté y sin despedirme, simulando que iba a lo mismo, salí del local y mi amigo se unió seguidamente, y desde los cristales de la Plaza observamos al camarero Sixto, que era amigo nuestro, el cisco que tenía con los paisanos para que pagaran la cuenta total, diciendo que no saldrían de allí hasta que no hicieran al pago correspondiente; con grandes protestas, al fin lo hicieron. Muy frescamente algunos días después, Cabezas nos manifestó que era gente pudiente.
Yo tenía un barbero que era muy competente y hasta culto, y si lo señalo aquí es por lo célebre que fue por su mal genio. Yo presencié cosas muy chuscas en su establecimiento, como la de don Magín Rodríguez, Deán de la Catedral, y la de don Braulio Lobo, el cual estando afeitándolo discutieron y el barbero lo echó a la calle con el jabón en la cara. Se llamaba don Santos Cuervo y se le conocía por el apodo de ‘Chachines’, pero se enfurecía si se lo llamaban. A don Fernando Rodríguez le hizo lo mismo; se quejaba de los impuestos que tenía que pagar y él le decía que, para evitarle molestias, le cambiara el capital y enfadándose le hizo lo que al Deán. Otra vez entró un forastero joven y agraciado que se miraba al espejo arreglando la corbata y el sombrero. Cuando le llegó el turno y se disponía a sentarse, le dijo que esperara, que faltaban dos, le contestó el joven que aquellos habían entrado después que él, a lo que le respondió el barbero que primero eran los parroquianos y después los chulos. Como es de suponer salió disparado sin arreglarse. Era enemigo de don Julio Segado, el vecino de enfrente que era bajo y grueso, y meneaba las caderas al andar y le llamaba maricón, y un día que estaba en el mirador, suavizando la navaja desde la calle le decía que bajara y el pobre don Julio estaba aterrado. Yo estaba a gusto con su trabajo y me llevaba bien.
En el año 1925, se había estrenado el Teatro Manuel Gullón y había venido el Regimiento de Órdenes Militares, que había cambiado la fisonomía de la ciudad, dando más animación a las calles y aumentando los establecimientos de bebidas y bailes propios de la gente moza.
En el Centro Obrero, aunque vivía lánguidamente, se consiguió, poco a poco crear una biblioteca y las ideas socialistas iban tomando cuerpo en el campo proletario, yo llegué a tener algunos puestos directivos, pero algunas veces me disgustaban los extremismos, pues rechazaba de plano lo soez y lo grosero, lo mismo en costumbres que en palabras y, cosa rara, yo criado entre la plebe me encontraba más a gusto en ambiente culto y aristocrático que en el bajo, al que quería a toda costa civilizar. Me pasaba lo que a las mujeres, que no me fijaba más que en las bonitas y al mismo tiempo sentía una rebeldía del porqué no podían ser todas, ya que le faltaban elementos y condiciones de pobreza que les impedía, muchas veces, serlo.
Mis sentimientos religiosos no habían desaparecido, pues no en vano me había criado alrededor del primer templo y entre curas e incienso, pero sí había analizado ciertas posturas y prácticas del clero que no me convencían, a más de conductas que contradecían sus predicaciones, pero no por eso los vituperaba como algunos y decía siempre respetar sus creencias además, aparte de tener grandes amigos entre ellos.
Los cafés-cantantes continuaban y hubo hasta tres al mismo tiempo, pero yo ya me había hecho más juicioso y ya no trasnochaba, pues con el entretenimiento del cuadro artístico teníamos una gozosa diversión moral acorde con nuestra educación. Nos dejaban el salón alto del baile, en el Teatro Gullón, a nuestra disposición, para los ensayos, con luz y un piano que un compañero músico que estaba ejercitándose tocaba después del ensayo, formándose un baile ‘camaredil’ delicioso y luego, por turno o amistad, acompañábamos los varones a las chicas a sus domicilios. Dos hermanas llamadas María y Nicéfora, extremeñas, con caras lindas y ellas muy graciosas, vivían en la casa de don Camilo, allá entre vías y a ninguno nos hacía mella llevarlas a las once y media de la noche con la distancia, poca, o ninguna luz, con mal piso y con regueros de agua, porque al ir, ellas nos avisaban, pero al volver, muchas veces se metía la pata. Todo esto con un respeto, moralidad y amistad que no comprenderán los jóvenes de hoy día. Eran primas carnales del que es hoy afamado escultor Amaya. Pusimos en escena obras que nos salieron muy bien, ‘Fuerza bruta’, ‘Los semidioses’, ‘La sobrina del cura’, etcétera; por cierto que en esta obra salía yo de sacerdote y le pedí las ropas talares a don Ramón Alonso Fernández, capellán que fue del cementerio, y por la estatura me sentaron muy bien y según cuentan tenía un parecido extraordinario, y yo al salir, en el hall del Teatro y no conociéndome, unas mujeres comentaban: “¡Habrás visto, un cura, don Ramón, salir en el escenario!”
Hasta el año 1928, la vida se deslizó tranquila en cierto punto con sus bailes y diversiones, el cine mudo y los paseos que, a falta de coches y siendo ya pequeño el Cantón, se celebraba en la carretera, que atravesando las dos plazas, lo hacían más desahogado.
El Cantón, esa acera ancha delante del comercio 'El Barato', había sido el centro de reunión de la juventud durante 30 años y los balcones de Panero, el observatorio más codiciado de la curiosidad. Los domingos se paseaba como las sardinas en banasta pero a diario se podía uno mover y se llegó a poner bancos entre las columnas.
Nosotros, solos o con chicas, dábamos vueltas a la noria sin parar cuando salíamos del trabajo. En el resto del día nunca faltaba gente, pero sobre todo estaba monopolizado por Monteserín, el pintor, que vivía encima de la Farmacia Núñez, Manolo Goy, José Aragón y Álvaro Panero que, aunque no hiciera frío, se frotaban las manos paseando rápidamente de una punta a otra. La puerta del estanco llamado de ‘Las leonas’, con mucho encono de ellas, era la parada muchas veces.
Don Demetrio Monteserín, era hijo de don Paulino, el interventor del Ayuntamiento, y se había revelado como un gran pintor. En la prensa local publicó unas memorias de su vida de estudiante que resultaron muy regocijantes por la serie de hechos y anécdotas ocurridos en casos llenos de hilaridad.
Don José Aragón sustituyó al padre de Monteserín en el cargo de interventor y fue maestro de la escuela y trotamundos en su juventud. Era hijo del médico don Eduardo Aragón, muy respetado, y que junto a don Pedro Domínguez Ramos eran los dos pilares más importantes de la religión católica en Astorga, siendo ellos seglares.
De los Paneros, eran cuatro hermanos solteros y maduros, dos varones y dos hembras, los cuales, con toda la confianza, los trataban ricos y pobres. Todos ellos tenían tan amena charla, con su bondad, alegría y simpatía que no encuentro con quien compararla. Al lado de ellos vivía don Germán Gullón, abogado, alto, tieso como un palo, de figura prócer, cortés y émulo de la tradición elegante pasada. Ocupó altos cargos en la política.
En el año 1930, mis tíos Domingo y Gregorio se separaron en el negocio; Domingo Sierra quedó con el negocio y Gregorio se trasladó a La Bañeza. Al desaparecer mi tío Gregorio, que regentaba el establecimiento, y su hijo Eugenio que era mayor que yo, quedé de regente en la práctica, pues el hijo del patrón era un chiquillo que estaba en la escuela. Sin nombramiento oficial y sin remuneración mayor alguna estuve con esa responsabilidad cerca de 18 años, porque el hijo, al llegar a la edad, no pudo hacerse cargo porque fue movilizado, por ser de la quinta del 41, un chaval, y el pobre se cargó de mili hasta la coronilla, cerca de ocho años.
En esa época mi tío contrajo una enfermedad grave y tuvo que trasladarse a Madrid acompañado de su esposa, la madre política de mi tía, doña Gregoria, y otros familiares, me hicieron ciertas reconvenciones para que cuidara de los intereses al quedarme yo solo responsable del negocio. No tenía necesidad de ello, pues la deuda contraída la estaba pagando, con mi tío, cuando nos recogió a todos huérfanos de protección y la palabra dada a mi madre de que no le abandonaría.
Anteriormente ya le había dado una prueba silenciosa al no acceder a los deseos de don Melitón Amores, que me ofreció poner una imprenta en Montánchez, villa de la provincia de Cáceres y patria chica suya y del obispo don Antonio Senso Lázaro, el cual me daba toda clase de facilidades de pago cuando pudiera. Me decían que tenía un gran porvenir y que en una extensión territorial inmensa no había imprenta alguna. Montánchez entonces era una villa de un censo aproximado a La Bañeza. Después se dirigió a otro tipógrafo llamado Leonardo Geijo que, estando en trámites para establecerse en León, como así lo hizo, tampoco aceptó. Creo que después un extremeño la puso. También tuve ofrecimiento del viajante de la fundición tipográfica de Richard Gans, que me lo dijo varias veces. Don Santos, el barbero, estaba empeñado en que yo me estableciera y él se ofrecía a poner en mis manos la entidad o personas que me prestasen el dinero y no acepté. Económicamente yo perdí bastante, pues desaproveché una estupenda colocación en Madrid que me ofreció don José María Goy, y aquí estuve, cumpliendo mi palabra y con la conciencia tranquila hasta que me jubilé, que fue a los 70 años, después de 57 años de trabajo.
El rector del Seminario, don Avelino Zaldívar, también era asiduo visitante y le gustaba mucho la imprenta, era joven, amable y muy modesto, y llevaba a imprimir una revistilla que hacían los alumnos del Seminario, donde encontraban medio adecuado para experimentar sus cualidades literarias. En esa revista, que se llamaba 'La viña del Señor', colaboraba de estudiante don Augusto Quintana, notándose ya su afición a la revisión de archivos y temas antiguos, estando disconforme con el rector sobre la fundación y antigüedad del Seminario. Figuraba también don Justo Fernández, que creo es hoy director de la iglesia de Monserrat de Roma y que entonces era un colegial que tenía sobresaliente en todas las asignaturas, menos en Educación Física, pues en clase de deportes no daba ni pum.
Cuando vino el obispo Mérida Pérez reestructuró todo el sistema del funcionamiento del Seminario que asustó al rector, el cual no cuajaba con el temperamento dinámico del obispo y hubo el cambio, viniendo don Sixto Garrido Saldaña a sustituirlo, el cual estaba más acorde con el parecer del prelado. Este señor implantó una disciplina férrea militarista, hasta con los profesores, creándose enemistades. Hacía muchos impresos y como tal frecuentaba mucho el taller. Don Sixto era temible para darle gusto en los trabajos y formaba una bronca al oficial por menos de una perra gorda; pero hete aquí que, al igual que el señor España, director del Banco Mercantil, cuando yo era un chiquillo, le cogí el aire de tal forma que nadie le daba gusto más que yo, haciéndonos grandes amigos y frecuentando su despacho en el Seminario, con mucha frecuencia, gastándole bromas y él a mí, que en otro hubiera sido terrible y me convidó varias veces.
Un día entré en el antedespacho y me encontré con la mayor parte del claustro de profesores y él presidiendo, observando caras funerarias y él serio y hosco. Encontrándome en el centro, no supe qué decir. El rector me dijo qué quería y le dije que llevaba una prueba, pero al mismo tiempo quería oír su opinión sobre el mono nuevo que había estrenado. Me hizo dar unas vueltas y me dijo que a pesar de ser una prenda de trabajo, con él parecía un aristócrata y tenía que convidarle, repitiéndole yo que era él quien tenía que hacerlo. Como se comprenderá aquella escena tan seria al principio se trocó en jocosa y supe luego que les libré de una bronca formidable, suavizándose extraordinariamente.
Don Moisés García Torres, que había regentado la Diócesis, fue después párroco de San Bartolomé y todo el mundo sabía que su talla intelectual no era compensada con una parroquia en Astorga. Canónigo en Coria, y después en Cádiz, y hoy provisor de la Diócesis de Madrid, fue otro señor que cultivé su amistad y que sentí enormemente su ausencia.
(...)