Amantes
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“¡Desierta cama y turbio espejo y corazón vacío!”
(Antonio Machado)
Sulpicia y Cerinto. Ella y él son amantes. Otra pareja de amantes entre las muchas que contiene nuestra historia. Me los he encontrado en las páginas de un libro. Sus vidas, y también su amor, aparecen envueltos en algunas tinieblas. Esas tinieblas he querido yo pintarlas con la imaginación. En fin, inventar eso que todavía no se conoce.
Estamos en el imperio romano. En Roma, la capital del mundo, la ciudad eterna. Corren los primeros años del siglo I d. C. Es el tiempo del emperador Augusto. Un tiempo dorado en muchos aspectos, pero todavía oscuro y duro en otros, sobre todo si se es mujer. Si se es mujer, entonces se carece del derecho –que sí tienen los hombres– de amar libremente o de participar en la vida política, y tanto da si se pertenece a la plebe como si se es patricia. Son tiempos aún de silencio y de sombras para las mujeres.
Se sospecha que Cerinto ya ha ganado la libertad. O sea, que por fin es un liberto. Pese a ello, sigue con su antiguo amo haciendo el trabajo de siempre: copiar libros. A su amo, Mesala Corvino, le gustan los libros, sobre todo los libros griegos. Se gasta mucho dinero adquiriendo nuevos códices. Ha viajado incluso a Atenas para comprar algunos. Su biblioteca es de las más nutridas de Roma y por su mansión pasan muchos de los escritores más reconocidos del momento. Son famosas sus tertulias. A algunos de estos escritores los ayuda económicamente para que puedan seguir escribiendo. Mesala ama las palabras escritas, el saber, la belleza y todo cuanto estas contienen. Es un mecenas.
Cerinto en este momento está tumbado en la pradera boca arriba. Ha cerrado los ojos. Se nota cansado. Siente la espalda dolorida de tenerla tanto tiempo combada sobre el pupitre. También le duelen los dedos de sujetar el cálamo. De no parar de escribir. Cree que últimamente ha perdido algo de vista. Seguro que tiene restos de tinta por las manos. El río pasa cerca. Se deja llevar por los sonidos que le llegan de la orilla. Escucha la risa del agua al escurrirse por entre las piedras y el roce de las espadañas movidas por la brisa. También a veces le llega –o cree que le llega– el zumbido de las libélulas que sobrevuelan los remansos.
Pronto acaba pensando en Sulpicia. Lo cierto es que ha venido a este lugar retirado para pensar en ella. No se la puede quitar de la cabeza. Todo empezó hace unos cuantos días, cuando la vio, por casualidad, salir del teatro. Pura coincidencia. Hacía muchos años, más de una década, que no la veía. Desde que se casó con ese general retirado, tan rico, y dejó la casa de su tío Mesala, no ha sabido nada de ella. Como si se la hubiera tragado la tierra. A pesar de ello, la reconoció enseguida, nada más verla. Cómo no hacerlo, si la amó tanto, si se amaron tanto. ¡Qué importa que hubiera sido en secreto! A escondidas. El amor es el mismo. No obstante, no podía ser de otra manera. Ni sus padres, ni su tío Mesala Corvino, a quien aquellos habían confiado la educación de su hija, aprobaban esa relación. Imposible: ella era aristócrata y él un liberto. Su tío sospechaba algo y la vigilaba. Siempre tenía cerca una esclava que no la dejaba ni a sol ni a sombra. Con todo, lograban en ocasiones verse a solas. Solo de recordarlo le tiemblan las piernas. Se le dispara la sangre por las venas. Arde por dentro. Se quema.
Ella era diferente a las demás. No permanecía quieta esperando. Al contrario, se aferraba a su cuerpo con denuedo y lo acompañaba en busca del placer. Los dos batallando. Ella también quería estallar. Morirse un instante como se mueren los hombres. Después de alcanzar el placer, le gustaba ver su cuerpo sinuoso, bañado en sudor, brillante, aún con los ojos cerrados, palpitando sobre el lecho. Pero lo mejor de todo eran sus besos, siempre cálidos, dulces, y sus abrazos, a veces callados, llenos de misterio. Le gustaba también escuchar las cosas que le susurraba al oído, hermosísimas, y las promesas que le hacía, aun sabiendo que no se iban a cumplir. No podían cumplirse. Sí, pertenecían a mundos distintos, pero en esos momentos, en los momentos del amor, de la pasión, los dos vivían en el mismo mundo, en el mejor de los mundos posibles, donde no hay fronteras, ni murallas, donde no hay diferencias entre unos hombres y otros, y da lo mismo, incluso, ser libre que ser esclavo. Cuando estaba con ella, cuando la tenía desnuda en sus brazos, no envidiaba a ningún hombre de Roma, ni siquiera a Augusto, con todo su poder. Tan feliz se sentía..
Ella también lo vio a él. Se miraron los dos un momento. Apenas unos segundos. Pero fue suficiente. Bastó. No necesitó más tiempo para ver el fuego que se iba encendiendo en sus ojos. En su boca. En toda su piel. El mismo fuego abrasador de entonces. Después, ella se marchó con sus esclavos. No era prudente esperar más. Se fue sin pronunciar una palabra, en silencio, igual que una sombra. Pero antes de doblar la esquina del teatro, de perderse entre el gentío, se giró para mirarlo de nuevo, como si quisiera asegurarse de que realmente lo había visto. De que era él, Cerinto, su hombre. De buena gana él habría corrido hacia ella. De buena gana. Pero ella era una mujer casada. Casada y patricia. Si lo hubiera hecho, habría sido un escándalo. Una locura. Además, desde que Augusto promulgó la lex Iulia, la cosa no está para bromas, porque las relaciones fuera del matrimonio son severamente castigadas. A menudo con la muerte. No había más que recordar a Ovidio, ese escritor que también frecuentaba la casa de Mesala Corvino, que, por haber escrito el Arte de amar, cuyos versos fueron vistos como una demolición de lo que se consideraban las buenas costumbres, Augusto lo desterró a la ciudad de Tomos, situada en las riberas del Ponto Euxino, cerca ya de los límites del este del imperio, donde habitan sobre todo bárbaros.
Él copió esta obra. Ella la leyó. Se la leyó a él. Algunas veces, después de amarse, a la débil luz de una lámpara, que no llegaba a iluminar del todo la secreta estancia, ella lograba leerle algunos párrafos de este libro, mientras él, absorto en esas palabras aladas, enredaba su dedo índice en los cabellos sueltos, rebeldes, de su melena, ondulada como una ola, rubia como el sol del verano.
Al poco de dejar de verla, de perderla otra vez, llegó uno de sus criados con un mensaje: “Consulta el último libro de Tibulo”. Tibulo es otro escritor que también va por la mansión de Mesala. Sulpicia lo admiraba mucho. Eran amigos. Lo primero que hizo nada más llegar a casa fue buscar el libro. Con discreción se lo llevó a su cuarto, y allí, a solas, ansioso, lo fue hojeando. Era un libro de poemas. Comenzó a leerlos. Lo hizo despacio, como si tuviera que copiarlos. Le parecían muy bellos. Pero, salvo esto, no veía nada extraordinario. De este modo, resolvió volver a leerlos. En esta segunda lectura fue cuando cayó en la cuenta de que algunos de sus poemas –seis al menos– no era de Tibulo. Un hombre no diría nunca esas cosas. A no ser que Tibulo fuera…, y no lo era, estaba seguro. Esas cosas solo las podría decir una mujer. Decirlas a un hombre, al que ama. Sí, esa mujer era ella, Sulpicia. Lo supo porque algunos versos de esos poemas ya los había escuchado en aquellas noches tórridas que ya le quedan tan lejos pero que aún el olvido no ha podido llevárselas del todo. Sulpicia se había servido de este ardid para sortear la censura a que están sometidas las mujeres romanas y así poder expresar sus sentimientos. Para decir, gritar a los cuatro vientos, a voz en cuello, el amor que siente por un hombre. Para transcender el presente y llegar al futuro.
Y ese hombre es él, Cerinto, que después de mucho tiempo, cuando ya había perdido la esperanza, las ganas de vivir, vuelve a sentirse de nuevo dichoso, o casi dichoso, pues, aun habiendo descubierto que ella todavía no lo ha olvidado, que sigue amándolo, lo cierto es que no la tiene con él, y seguramente –lo que todavía es peor– nunca más la tendrá, y eso es una herida abierta que jamás será cerrada y siempre estará supurando. Sangrando.
Pero cómo le gustaría en este momento volver a tenerla. Le gustaría aún más que antes. Lo que daría por yacer de nuevo con ella. Lo daría todo. Todo por acariciar ese cuerpo ya maduro. Acabado. Por encontrarse con los mismos accidentes. Esos que se aprendió de memoria y no ha olvidado. No ha podido. Por besar sus primeras arrugas. Por sentir el roce suave, premeditado, de sus labios, quizá ya menos tersos, pero más sabios. Por sentir la tibieza de su aliento. De su vida. Por verla otra vez temblar. Morirse. Por escuchar su voz.
Después del placer, seguro que ella querría leerle algo. Entonces, le pediría que dejara los versos de Ovidio, de otros autores, y que le leyera sus poemas, que hablan de él, de él y de ella, de los dos, de su amor, un amor que tristemente nadie debe conocer, que ha de permanecer callado, oculto, y que llegado el caso tendría que ser negado. Para ello, le traería el libro de Tibulo. Una copia que él habría hecho para ella. Solo para ella. Se la habría hecho de manera furtiva, quitándole tiempo al sueño, al descanso, a las distracciones. A todo. Arriesgando incluso su vida. Eso sería maravilloso. Después, ya podría morirse. Acabarse el mundo.
Comienza a sentir la humedad del suelo en la espalda. Le parece que puede estar quedándose frío. El río sigue ahí, riéndose. La brisa se ha convertido en viento. Parece que las espadañas se van a quebrar. Abre los ojos. Las sombras se alargan y avanzan por las praderas. El día declina. Se muere. Hay que regresar a casa. A seguir copiando palabras, y más palabras. Pronto ha de terminar de copiar la Política de Aristóteles. Su amo quiere que la copia esté lista cuanto antes. Este Aristóteles, pese a la fama que tiene de ser un gran filósofo griego, uno de los más grandes, no le gusta. En esta obra, ha leído, ha tenido que copiar, que hay hombres que son esclavos por naturaleza. ¡Qué terrible! Se niega a admitir que él, ni ningún otro hombre, haya nacido ya esclavo. Pues él es el mismo ahora, como liberto, que antes, cuando era esclavo. No ha cambiado en nada. Sulpicia, su querida Sulpicia, tampoco aprobaría las palabras de este filósofo. La conoce bien.
Al alcanzar las primeras casas de la ciudad, cuando ya lucen en el cielo algunas estrellas, cuando asoma la luna, los recuerdos de Sulpicia tiemblan en su memoria, como si quisieran desvanecerse, pero no lo harán, al menos por un tiempo, que será largo, muy largo, y él lo sabe. Sabe que aún le queda mucho que sufrir. Sufrir por Sulpicia, su amor.
“¡Desierta cama y turbio espejo y corazón vacío!”
(Antonio Machado)
Sulpicia y Cerinto. Ella y él son amantes. Otra pareja de amantes entre las muchas que contiene nuestra historia. Me los he encontrado en las páginas de un libro. Sus vidas, y también su amor, aparecen envueltos en algunas tinieblas. Esas tinieblas he querido yo pintarlas con la imaginación. En fin, inventar eso que todavía no se conoce.
Estamos en el imperio romano. En Roma, la capital del mundo, la ciudad eterna. Corren los primeros años del siglo I d. C. Es el tiempo del emperador Augusto. Un tiempo dorado en muchos aspectos, pero todavía oscuro y duro en otros, sobre todo si se es mujer. Si se es mujer, entonces se carece del derecho –que sí tienen los hombres– de amar libremente o de participar en la vida política, y tanto da si se pertenece a la plebe como si se es patricia. Son tiempos aún de silencio y de sombras para las mujeres.
Se sospecha que Cerinto ya ha ganado la libertad. O sea, que por fin es un liberto. Pese a ello, sigue con su antiguo amo haciendo el trabajo de siempre: copiar libros. A su amo, Mesala Corvino, le gustan los libros, sobre todo los libros griegos. Se gasta mucho dinero adquiriendo nuevos códices. Ha viajado incluso a Atenas para comprar algunos. Su biblioteca es de las más nutridas de Roma y por su mansión pasan muchos de los escritores más reconocidos del momento. Son famosas sus tertulias. A algunos de estos escritores los ayuda económicamente para que puedan seguir escribiendo. Mesala ama las palabras escritas, el saber, la belleza y todo cuanto estas contienen. Es un mecenas.
Cerinto en este momento está tumbado en la pradera boca arriba. Ha cerrado los ojos. Se nota cansado. Siente la espalda dolorida de tenerla tanto tiempo combada sobre el pupitre. También le duelen los dedos de sujetar el cálamo. De no parar de escribir. Cree que últimamente ha perdido algo de vista. Seguro que tiene restos de tinta por las manos. El río pasa cerca. Se deja llevar por los sonidos que le llegan de la orilla. Escucha la risa del agua al escurrirse por entre las piedras y el roce de las espadañas movidas por la brisa. También a veces le llega –o cree que le llega– el zumbido de las libélulas que sobrevuelan los remansos.
Pronto acaba pensando en Sulpicia. Lo cierto es que ha venido a este lugar retirado para pensar en ella. No se la puede quitar de la cabeza. Todo empezó hace unos cuantos días, cuando la vio, por casualidad, salir del teatro. Pura coincidencia. Hacía muchos años, más de una década, que no la veía. Desde que se casó con ese general retirado, tan rico, y dejó la casa de su tío Mesala, no ha sabido nada de ella. Como si se la hubiera tragado la tierra. A pesar de ello, la reconoció enseguida, nada más verla. Cómo no hacerlo, si la amó tanto, si se amaron tanto. ¡Qué importa que hubiera sido en secreto! A escondidas. El amor es el mismo. No obstante, no podía ser de otra manera. Ni sus padres, ni su tío Mesala Corvino, a quien aquellos habían confiado la educación de su hija, aprobaban esa relación. Imposible: ella era aristócrata y él un liberto. Su tío sospechaba algo y la vigilaba. Siempre tenía cerca una esclava que no la dejaba ni a sol ni a sombra. Con todo, lograban en ocasiones verse a solas. Solo de recordarlo le tiemblan las piernas. Se le dispara la sangre por las venas. Arde por dentro. Se quema.
Ella era diferente a las demás. No permanecía quieta esperando. Al contrario, se aferraba a su cuerpo con denuedo y lo acompañaba en busca del placer. Los dos batallando. Ella también quería estallar. Morirse un instante como se mueren los hombres. Después de alcanzar el placer, le gustaba ver su cuerpo sinuoso, bañado en sudor, brillante, aún con los ojos cerrados, palpitando sobre el lecho. Pero lo mejor de todo eran sus besos, siempre cálidos, dulces, y sus abrazos, a veces callados, llenos de misterio. Le gustaba también escuchar las cosas que le susurraba al oído, hermosísimas, y las promesas que le hacía, aun sabiendo que no se iban a cumplir. No podían cumplirse. Sí, pertenecían a mundos distintos, pero en esos momentos, en los momentos del amor, de la pasión, los dos vivían en el mismo mundo, en el mejor de los mundos posibles, donde no hay fronteras, ni murallas, donde no hay diferencias entre unos hombres y otros, y da lo mismo, incluso, ser libre que ser esclavo. Cuando estaba con ella, cuando la tenía desnuda en sus brazos, no envidiaba a ningún hombre de Roma, ni siquiera a Augusto, con todo su poder. Tan feliz se sentía..
Ella también lo vio a él. Se miraron los dos un momento. Apenas unos segundos. Pero fue suficiente. Bastó. No necesitó más tiempo para ver el fuego que se iba encendiendo en sus ojos. En su boca. En toda su piel. El mismo fuego abrasador de entonces. Después, ella se marchó con sus esclavos. No era prudente esperar más. Se fue sin pronunciar una palabra, en silencio, igual que una sombra. Pero antes de doblar la esquina del teatro, de perderse entre el gentío, se giró para mirarlo de nuevo, como si quisiera asegurarse de que realmente lo había visto. De que era él, Cerinto, su hombre. De buena gana él habría corrido hacia ella. De buena gana. Pero ella era una mujer casada. Casada y patricia. Si lo hubiera hecho, habría sido un escándalo. Una locura. Además, desde que Augusto promulgó la lex Iulia, la cosa no está para bromas, porque las relaciones fuera del matrimonio son severamente castigadas. A menudo con la muerte. No había más que recordar a Ovidio, ese escritor que también frecuentaba la casa de Mesala Corvino, que, por haber escrito el Arte de amar, cuyos versos fueron vistos como una demolición de lo que se consideraban las buenas costumbres, Augusto lo desterró a la ciudad de Tomos, situada en las riberas del Ponto Euxino, cerca ya de los límites del este del imperio, donde habitan sobre todo bárbaros.
Él copió esta obra. Ella la leyó. Se la leyó a él. Algunas veces, después de amarse, a la débil luz de una lámpara, que no llegaba a iluminar del todo la secreta estancia, ella lograba leerle algunos párrafos de este libro, mientras él, absorto en esas palabras aladas, enredaba su dedo índice en los cabellos sueltos, rebeldes, de su melena, ondulada como una ola, rubia como el sol del verano.
Al poco de dejar de verla, de perderla otra vez, llegó uno de sus criados con un mensaje: “Consulta el último libro de Tibulo”. Tibulo es otro escritor que también va por la mansión de Mesala. Sulpicia lo admiraba mucho. Eran amigos. Lo primero que hizo nada más llegar a casa fue buscar el libro. Con discreción se lo llevó a su cuarto, y allí, a solas, ansioso, lo fue hojeando. Era un libro de poemas. Comenzó a leerlos. Lo hizo despacio, como si tuviera que copiarlos. Le parecían muy bellos. Pero, salvo esto, no veía nada extraordinario. De este modo, resolvió volver a leerlos. En esta segunda lectura fue cuando cayó en la cuenta de que algunos de sus poemas –seis al menos– no era de Tibulo. Un hombre no diría nunca esas cosas. A no ser que Tibulo fuera…, y no lo era, estaba seguro. Esas cosas solo las podría decir una mujer. Decirlas a un hombre, al que ama. Sí, esa mujer era ella, Sulpicia. Lo supo porque algunos versos de esos poemas ya los había escuchado en aquellas noches tórridas que ya le quedan tan lejos pero que aún el olvido no ha podido llevárselas del todo. Sulpicia se había servido de este ardid para sortear la censura a que están sometidas las mujeres romanas y así poder expresar sus sentimientos. Para decir, gritar a los cuatro vientos, a voz en cuello, el amor que siente por un hombre. Para transcender el presente y llegar al futuro.
Y ese hombre es él, Cerinto, que después de mucho tiempo, cuando ya había perdido la esperanza, las ganas de vivir, vuelve a sentirse de nuevo dichoso, o casi dichoso, pues, aun habiendo descubierto que ella todavía no lo ha olvidado, que sigue amándolo, lo cierto es que no la tiene con él, y seguramente –lo que todavía es peor– nunca más la tendrá, y eso es una herida abierta que jamás será cerrada y siempre estará supurando. Sangrando.
Pero cómo le gustaría en este momento volver a tenerla. Le gustaría aún más que antes. Lo que daría por yacer de nuevo con ella. Lo daría todo. Todo por acariciar ese cuerpo ya maduro. Acabado. Por encontrarse con los mismos accidentes. Esos que se aprendió de memoria y no ha olvidado. No ha podido. Por besar sus primeras arrugas. Por sentir el roce suave, premeditado, de sus labios, quizá ya menos tersos, pero más sabios. Por sentir la tibieza de su aliento. De su vida. Por verla otra vez temblar. Morirse. Por escuchar su voz.
Después del placer, seguro que ella querría leerle algo. Entonces, le pediría que dejara los versos de Ovidio, de otros autores, y que le leyera sus poemas, que hablan de él, de él y de ella, de los dos, de su amor, un amor que tristemente nadie debe conocer, que ha de permanecer callado, oculto, y que llegado el caso tendría que ser negado. Para ello, le traería el libro de Tibulo. Una copia que él habría hecho para ella. Solo para ella. Se la habría hecho de manera furtiva, quitándole tiempo al sueño, al descanso, a las distracciones. A todo. Arriesgando incluso su vida. Eso sería maravilloso. Después, ya podría morirse. Acabarse el mundo.
Comienza a sentir la humedad del suelo en la espalda. Le parece que puede estar quedándose frío. El río sigue ahí, riéndose. La brisa se ha convertido en viento. Parece que las espadañas se van a quebrar. Abre los ojos. Las sombras se alargan y avanzan por las praderas. El día declina. Se muere. Hay que regresar a casa. A seguir copiando palabras, y más palabras. Pronto ha de terminar de copiar la Política de Aristóteles. Su amo quiere que la copia esté lista cuanto antes. Este Aristóteles, pese a la fama que tiene de ser un gran filósofo griego, uno de los más grandes, no le gusta. En esta obra, ha leído, ha tenido que copiar, que hay hombres que son esclavos por naturaleza. ¡Qué terrible! Se niega a admitir que él, ni ningún otro hombre, haya nacido ya esclavo. Pues él es el mismo ahora, como liberto, que antes, cuando era esclavo. No ha cambiado en nada. Sulpicia, su querida Sulpicia, tampoco aprobaría las palabras de este filósofo. La conoce bien.
Al alcanzar las primeras casas de la ciudad, cuando ya lucen en el cielo algunas estrellas, cuando asoma la luna, los recuerdos de Sulpicia tiemblan en su memoria, como si quisieran desvanecerse, pero no lo harán, al menos por un tiempo, que será largo, muy largo, y él lo sabe. Sabe que aún le queda mucho que sufrir. Sufrir por Sulpicia, su amor.