Necedad y poder
![[Img #61095]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2022/8205_1-angel-dsc_0452.jpg)
Los políticos huelen campaña electoral y desatan los instintos depredadores del voto. No hace mucho en la cronología exacta del tiempo, pero en enorme lapso en la de los sentimientos, la caza del sufragio iba por los derroteros de las consecuciones y ofertas de cada uno, dobermans o marxismos aparte. Los giros estratégicos del utilitarismo han llevado la legítima disputa del pronunciamiento del electorado a la correa sin fin del desprestigio del adversario. La fina ironía de antes y la mayor o menor capacidad de convencer se han diluido para dar entrada a la acritud sin control y a un lenguaje de aquelarre sin más pretensión que ganar por aniquilación del rival.
A poco que cualquiera se fije, éste es el modo de operar de los mediocres, porque, si algo ha cambiado en el sistema político español, ha sido la calidad de los liderazgos y del discurso político. Sumar y multiplicar son dos de las cuatro reglas que han desaparecido del tapete sobre el que se dirime la partida entre poder y oposición. Restar y dividir son las únicas operaciones que saben ejecutar esta mayoría de aprendices de brujos que, tan disminuidos parecen, que ni siquiera lo hacen con la mente y sí con los dedos, a plena vista de un electorado que no sabe a adonde mirar, bien por desconcierto, bien por vergüenza ajena.
La política española, de un tiempo a esta parte, no responde al arte de lo posible. Es, desde el mismo recuento electoral, durante la legislatura completa, la riña de gatos de cada (pre)campaña electoral. No hay una mínima concesión al juego de propuestas y contrapropuestas entre partidos, propio de una democracia sana. Confirmados los resultados, empiezan a volar los puñales a discreción. Ello explica que las estrategias de altos vuelos se retiren en beneficio de la perjudicial acción de pensar cuerpo a tierra o entre parapetos, es decir munición únicamente para descalificar, cuando no insultar. No existe una mínima capacidad de autocrítica entre los derrotados, siempre prestos al recurso de las posibles trapacerías de los vencedores. No se oye al ganador lanzar las propuestas del consenso en asuntos de Estado, que pide a voces la ciudadanía no abducida, escandalizada de tanto disparate. Esas urnas, que prefiguran el símbolo del gobierno del pueblo, pasan a ser fábula de métodos totalitarios o dictatoriales.
De esta especie de guerracivilismo de formas se desciende a las batallas palaciegas entre afines. Se impone el pensamiento mayoritario de que las crisis de los partidos son cocinadas puertas adentro, sin responder a la lógica del bombardeo enemigo. No faltan cada cuatro años un par de ellas, como mínimo, que atufan a trasiego de dosieres, a buen recaudo para la ocasión, en cajones de despachos de las plantas nobles que se creen amigas.
A los pocos minutos de asistir al espectáculo político, no hay que ser avezado para darse cuenta de que la política ha sido, es y será, cuadrilátero de púgiles bien entrenados en las astucias y zorrerías de la conquista o salvaguarda del bien supremo que es el poder. Llegar a sillones de altos vuelos con escrúpulos y éticas irreductibles es señalar de primeras la nalga donde darte la patada. Pero tiempos hubo en que este feo rostro de la política era ejercido por líderes astutos que hacían de lavanderas de la ropa sucia en el pilón de la casa cerrada a cal y canto. Unos cuantos nombres se nos vienen a la memoria a las primeras de cambio.
Los mecanismos actuales de lavar ropa sucia se exponen sin pudor en las redes sociales. Los personalismos de la actual clase política venden el heroísmo nocivo de apuñalar al compañero o líder propio, como máxima de una genialidad o de un ADN de liderazgo destinado a la cúspide orgánica. La política de moda no reverencia al hijo de perra listo y zorruno, al que, si no queda más remedio, preferiríamos enfrentarnos, antes que al homólogo cruel y tonto, que opta por aniquilar en vez de retirar o reemplazar, y que es aclamado por militancias adoctrinadas en el adocenamiento. La inteligencia nunca deja de abrir una puerta de salida no humillante para el que discrepa o no se atiene a los dogmas del líder poco lúcido, tan cercano a los tiranos.
La historia está repleta de hombres que hicieron de la gobernanza o la actividad política un manual del uso del poder sin escrúpulos. Maquiavelo creó un estilo en El príncipe, que se atiene a la necesidad de recurrir obligatoriamente a argucias que, con un mínimo sentido ético, revolverían tripas finas. Leyendo algunas biografías encontramos ejemplos como Fouche (El espíritu tenebroso, como tituló Stephan Zweig su apasionante retrato) o Talleyrand (orgulloso de su frase: para ser un gran mentiroso hay que tener excelente memoria), perfectos ejemplares de tahúres, pero prodigios de intuición e inteligencia.
Busquemos en el elenco actual. Quizá ni los cinco justos para salvar Sodoma y Gomorra. Nuestra política es mediocre, sin peso, porque los elegidos, en una buena mayoría, son vulgares y perros de presa que roen el hueso de la discordia. No dialogan, escupen. Que Dios nos pille confesados en los tiempos de olor a urnas que están al llegar, pero que percibimos in illo tempore.
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Los políticos huelen campaña electoral y desatan los instintos depredadores del voto. No hace mucho en la cronología exacta del tiempo, pero en enorme lapso en la de los sentimientos, la caza del sufragio iba por los derroteros de las consecuciones y ofertas de cada uno, dobermans o marxismos aparte. Los giros estratégicos del utilitarismo han llevado la legítima disputa del pronunciamiento del electorado a la correa sin fin del desprestigio del adversario. La fina ironía de antes y la mayor o menor capacidad de convencer se han diluido para dar entrada a la acritud sin control y a un lenguaje de aquelarre sin más pretensión que ganar por aniquilación del rival.
A poco que cualquiera se fije, éste es el modo de operar de los mediocres, porque, si algo ha cambiado en el sistema político español, ha sido la calidad de los liderazgos y del discurso político. Sumar y multiplicar son dos de las cuatro reglas que han desaparecido del tapete sobre el que se dirime la partida entre poder y oposición. Restar y dividir son las únicas operaciones que saben ejecutar esta mayoría de aprendices de brujos que, tan disminuidos parecen, que ni siquiera lo hacen con la mente y sí con los dedos, a plena vista de un electorado que no sabe a adonde mirar, bien por desconcierto, bien por vergüenza ajena.
La política española, de un tiempo a esta parte, no responde al arte de lo posible. Es, desde el mismo recuento electoral, durante la legislatura completa, la riña de gatos de cada (pre)campaña electoral. No hay una mínima concesión al juego de propuestas y contrapropuestas entre partidos, propio de una democracia sana. Confirmados los resultados, empiezan a volar los puñales a discreción. Ello explica que las estrategias de altos vuelos se retiren en beneficio de la perjudicial acción de pensar cuerpo a tierra o entre parapetos, es decir munición únicamente para descalificar, cuando no insultar. No existe una mínima capacidad de autocrítica entre los derrotados, siempre prestos al recurso de las posibles trapacerías de los vencedores. No se oye al ganador lanzar las propuestas del consenso en asuntos de Estado, que pide a voces la ciudadanía no abducida, escandalizada de tanto disparate. Esas urnas, que prefiguran el símbolo del gobierno del pueblo, pasan a ser fábula de métodos totalitarios o dictatoriales.
De esta especie de guerracivilismo de formas se desciende a las batallas palaciegas entre afines. Se impone el pensamiento mayoritario de que las crisis de los partidos son cocinadas puertas adentro, sin responder a la lógica del bombardeo enemigo. No faltan cada cuatro años un par de ellas, como mínimo, que atufan a trasiego de dosieres, a buen recaudo para la ocasión, en cajones de despachos de las plantas nobles que se creen amigas.
A los pocos minutos de asistir al espectáculo político, no hay que ser avezado para darse cuenta de que la política ha sido, es y será, cuadrilátero de púgiles bien entrenados en las astucias y zorrerías de la conquista o salvaguarda del bien supremo que es el poder. Llegar a sillones de altos vuelos con escrúpulos y éticas irreductibles es señalar de primeras la nalga donde darte la patada. Pero tiempos hubo en que este feo rostro de la política era ejercido por líderes astutos que hacían de lavanderas de la ropa sucia en el pilón de la casa cerrada a cal y canto. Unos cuantos nombres se nos vienen a la memoria a las primeras de cambio.
Los mecanismos actuales de lavar ropa sucia se exponen sin pudor en las redes sociales. Los personalismos de la actual clase política venden el heroísmo nocivo de apuñalar al compañero o líder propio, como máxima de una genialidad o de un ADN de liderazgo destinado a la cúspide orgánica. La política de moda no reverencia al hijo de perra listo y zorruno, al que, si no queda más remedio, preferiríamos enfrentarnos, antes que al homólogo cruel y tonto, que opta por aniquilar en vez de retirar o reemplazar, y que es aclamado por militancias adoctrinadas en el adocenamiento. La inteligencia nunca deja de abrir una puerta de salida no humillante para el que discrepa o no se atiene a los dogmas del líder poco lúcido, tan cercano a los tiranos.
La historia está repleta de hombres que hicieron de la gobernanza o la actividad política un manual del uso del poder sin escrúpulos. Maquiavelo creó un estilo en El príncipe, que se atiene a la necesidad de recurrir obligatoriamente a argucias que, con un mínimo sentido ético, revolverían tripas finas. Leyendo algunas biografías encontramos ejemplos como Fouche (El espíritu tenebroso, como tituló Stephan Zweig su apasionante retrato) o Talleyrand (orgulloso de su frase: para ser un gran mentiroso hay que tener excelente memoria), perfectos ejemplares de tahúres, pero prodigios de intuición e inteligencia.
Busquemos en el elenco actual. Quizá ni los cinco justos para salvar Sodoma y Gomorra. Nuestra política es mediocre, sin peso, porque los elegidos, en una buena mayoría, son vulgares y perros de presa que roen el hueso de la discordia. No dialogan, escupen. Que Dios nos pille confesados en los tiempos de olor a urnas que están al llegar, pero que percibimos in illo tempore.






