Memorias de un astorgano (XI): La cárcel y la política
![[Img #61102]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2022/9510_usac-santocildes-antigua-postal-del-acuartelamiento.jpg)
(...)
En el año 34 la política andaba revuelta con los sucesos de Asturias y nosotros íbamos todas las noches a pasar un rato de charla a la Casa del Pueblo y una noche llegó la Guardia Civil que nos detuvo a todos los que estábamos allí y nos metió en la cárcel alegando que era una reunión clandestina. En total éramos unos treinta y allí estuvimos unos 15 ó 20 días. Un día de noviembre, y nevando a todo meter, vienen los de Asalto y atados de dos en dos y esposados nos suben a unos camiones descubiertos, nos llevan a León al cuartelillo de ellos, donde uno compasivo nos aflojó las esposas que siendo americanas terminaban por cortar las muñecas, porque el que las inventó debió de ser satánico y cruel.
Nos llevaron a la Audiencia, nos hicieron juicio y nos condenaron a los directivos —que éramos seis— a prisión de tres meses, echando a la calle al resto, dándoles libertad en el acto. Nos volvieron a traer para Astorga, con gran alegría nuestra, pues temíamos que nos dejaran en León cuya cárcel era infame, según informes que teníamos. En las mismas condiciones que antes y nevando nos echamos en el petate de nuestra celda gozosos de poder calentar nuestros entumecidos miembros.
Debido a la cantidad de presos asturianos en León, convirtieron el cuartel de Santocildes en prisión y, cerrando la cárcel, nos llevaron a todos para allí (un centenar próximamente, unos 15 comunes, a nosotros y a los mineros de Fabero sublevados que llevaban presos desde unos meses antes). Aquello fue un infierno. Se convirtieron algunos pabellones en prisión, pues los militares estaban separados…, para qué contar. Y menos mal que, considerándonos comunes y no políticos, el juez de Astorga nos mandó sacar del resto y juntarnos con los de delito común. Pero no voy a cansar, relatando penalidades pues habría texto suficiente para llenar un libro de muchas páginas.
![[Img #61105]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2022/5605_carro-verdejo-1.jpg)
A don Miguel Carro lo hablan trasladado a Villanueva del Duque, algunos socialistas estaban desterrados y el Centro Obrero clausurado.
Al encerrarnos con los comunes, que eran rateros, criminales y golfos, gentes del hampa todos, y llevando a los de Fabero, quedamos más holgados. Fue para mí un entretenimiento el observarlos detenidamente. Casi todos habían nacido y se habían criado en condiciones miserables; alguno de cierta cultura, como un hijo de un médico; otros vagos que practicaban la mendicidad fingiéndose mancos, inútiles e Inválidos; algún carterista y otros ladrones; y habla uno que se alababa de que si alguien le sorprendiera cometiendo un robo le cortaba el cuello si se oponía a sus propósitos. También había dos jóvenes homosexuales, gallegos, vagos de profesión y mangantes, que en un rincón y tapados con una manta, practicaban allá de madrugada cuando el sueño venía a los demás, y sobre todo había uno que personificaba un personaje de las novelas por entregas, donde existen siempre dos actores diferentes, uno muy malo y otro muy bueno. Jamás creí que existiera el malo, malo, una persona satánica y dañina, pero ahora ya no lo dudo, porque lo palpé. Era un hombre alto y fuerte (según dicen había engordado mucho en la cárcel) que no pensaba más que en hacer mal y daño a todo el mundo y si se contenía era por el miedo a la represalia. Yo no puedo comprender cómo haciéndole un favor era el acicate más poderoso para que te hiciera la jugada más dañina que fuera posible. Saliendo él y yo con Manolo Martínez a hacer la limpieza por mandato, nos dejaron la tarde libre por el último pabellón que estaba deshabitado y no teniendo otra cosa hicimos una pelota con un cacho de estambre que encontramos, nos pusimos a jugar en una pared desnuda con tan mala suerte que yo de un pelotazo rompí el foco eléctrico que había. Sonriéndose, enseguida me dijo que cuando viniera el oficial se lo decía, y yo, sin tener miedo a él, pero sí a los vigilantes le dije que lo pinchaba y lo abría en canal si tal hiciera, y el compañero lo amenazó también. Cuando vino uno, rápido nos ordenó que entráramos y cerró la puerta. Al exponerle el caso a los demás le dijeron que lo tiraban por la ventana si declaraba y no lo hizo, pues faltando poco para salir todos los días me amenazaba con el gesto y se dirigía al vigilante como si lo hiciera.
En febrero del año 1936 entraron triunfantes los republicanos socialistas en el Ayuntamiento y entre los concejales entraba yo como tercer teniente alcalde. Esta etapa que me tocó vivir en el Ayuntamiento fue corta y poca labor se pudo hacer en los cuatro meses que medió hasta dar comienzo a la guerra civil, cesando toda nuestra actividad. Sólo puedo decir que logré en parte sanear las lagunas cenagosas del barrio de Santa Clara, sacando el agua y rellenándolas; por otra parte, Juan Prieto Isidoro Durán y un servidor formamos la Comisión de Obras y nos dedicamos al rescate de los terrenos comunales arrebatados al Ayuntamiento sin indemnización y pronto vimos que eran muchos e importantes en La Eragudina, en las afueras de la ciudad junto al Sierro, en las cercanías de las murallas y en todos los caminos vecinales.
Todo quedó estancado y hoy con el tiempo transcurrido, usurpado y prescrito quedó. Fui detenido otra vez y esta vez la privación de la libertad fue de 18 meses. Huelga aquí señalar las vicisitudes por las que tuve que pasar y estuve en peligro varias veces, pero los informes favorables que dieron de mi muchas personas destacadas de derechas, incluidos los del párroco y policía, lograron que el comandante militar de la Plaza diera la orden de echarme a la calle.
Fui testigo de las circunstancias y de los principios de la revuelta, de la llegada de los mineros asturianos armados de fusiles que iban sobre Valladolid y Salamanca, y que reclamaban 2.000 fusiles que en León el gobernador les habla dicho que había en el cuartel de Santocildes, y de cómo Carro y los republicanos fueron a regañadientes a ver al general Caminero para que diera la orden de la entrega, pero, al igual que los republicanos, tenía miedo a los obreros y se opuso razonando que no había lugar, y después él tuvo que poner pies en polvorosa por la carretera de Sanabria, camino de Portugal. Varios dirigentes asturianos, en vista de la oposición, estuvieron a punto de asaltar el cuartel, donde creo que había unos 50 soldados. Pero el general y Carro evitaron el enfrentamiento y al fin se marcharon. Al día siguiente pasaron sin detenerse, de vuelta, pues se había sublevado en Oviedo el general Aranda y volvían a Asturias. Pero al otro día se presenta un delegado de la cuenca minera berciana que venía a decir que habían acordado trasladar a unos 4.000 mineros a Astorga para que, provistos de algunas armas y abundante dinamita, se apoderarían de los 2.000 fusiles e irían sobre Castilla impidiendo la comunicación con Galicia que resistía. Otra vez, Carro, confiado, ingenuo y cándido, se opuso tenazmente, asustándose porque no sabía dónde meterlos, y en el día de la trifulca, Cortés y otros concejales mandaron emisarios para que vinieran en dos coches; no los volvimos a ver, pero ya no estaban en Ponferrada, marchándose a sus casas en diferentes pueblos, donde fueron cogidos uno a uno y cazados como conejos.
![[Img #61104]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2022/4588_captura-de-pantalla.jpg)
Por orden del gobernador civil, se había incautado el Ayuntamiento de todas las armas de fuego de las armerías y ferreterías y en la Sala de Sesiones se encontraban numerosas pistolas y balas, así como escopetas de las casas comerciales de don Santiago Blanco y de don Santiago Gómez meticulosamente registradas para entregarlas a sus dueños en el momento oportuno. El mismo Carro se opuso también a entregárselas a los obreros como propugnaban varios dirigentes, por lo que alguno llegó a decirle: “Mira Carro, lo que estás haciendo nos va a costar caro; si no te conociéramos, casi habría que decir que eras un traidor, que estás favoreciendo la causa de los fascistas”.
A la vista de los hechos y observados objetivamente, nadie puede comprender el fusilamiento de don Miguel Carro, que salvó a la ciudad por dos veces de la guerra y cuya hombría de bien nadie ponía en duda.
En la cárcel, sin prensa y sin saber lo que pasaba fuera, había un entusiasmo indescriptible; creíamos todos firmemente en el término prontamente y favorable a nuestra causa. Las comunicaciones que teníamos con nuestras familias eran de aliento fervoroso y ni por un momento decayó el entusiasmo ni se dudó del feliz término de la guerra. Yo participé también de él los dos primeros meses, pero al cabo de los cuales, y viendo como se desarrollaban los acontecimientos, empecé a dudar y pronto me di cuenta perfectamente de que se perdería la guerra.
A ninguno de ellos le había interesado la política internacional como a mí que desde los 14 años sabía el régimen imperante en muchas naciones que ellos ignoraban. Abusando del desprecio que las tenían los dirigentes socialistas, llamaban a las naciones fascistas, miserables y desgraciadas continuamente, sin darse cuenta de que el obrero español deformaba el epíteto ese, de que carecían de todo, hasta de comer, cuando en realidad, aunque tuvieran al obrero aprisionado, eran naciones fuertes que, precisamente su racismo, era un pueblo guerrero, armado hasta los dientes para imponerse a los demás, mientras las otras naciones, educadas para la paz, iban mermando su armamento.
Supe del transporte de las tropas de África pasando el Estrecho con aviones italianos y el envío de tropas regulares, y después la intervención de la Legión Cóndor alemana, y ya no dudé un momento de que la causa republicana estaba perdida.
Ante la actitud de algunos que valientemente se enfrentaban, les advertí de la prudencia de ahorrar vidas que inútilmente serian inmoladas, pero que dio por sospechar sobre mi pesimismo acerca de la victoria y dio lugar a que me tildaran de derrotista y muchos se apartaran de mí. Tenían que pasar tres años para que se dieran cuenta quién tenía la razón y, mientras, hubo mártires y héroes sin cesar.
![[Img #61103]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2022/4774_05a7bb73-7f4c-42d6-a79c-fb1b72c7cd88_16-9-aspect-ratio_default_0.jpg)
Las naciones pacifistas prestaron gratuitamente el territorio español para experimentar las modernas armas de combate que les sirvieron perfectamente, a Alemania.
El Comité de no intervención fue el arma que esgrimió Alemania y que, asustadas las naciones libres, no se atrevieron a prestar ayuda al Gobierno de Madrid y desde entonces empezaron ellas a prepararse.
De todos es conocido que la guerra la perdieron los republicanos socialistas por la ayuda prestada por Alemania e Italia; y desde entonces, a los tildados de rojos, se les negaba la sal y el pan, y hasta el trabajo, constreñidos a una prisión voluntaria en su propia vivienda; e incluso pasaron muchos años en que, fichados por la Policía, estaban sujetos a vigilancia y en esas condiciones, en el seno de la familia y amordazados, terminó nuestra guerra y también la europea, que no cambió la situación.
Al terminar mi presentación a la Policía, estuve a punto de ir para América y ya por dos veces, mi espíritu aventurero se fraguó, pues mi esposa se puso muy enferma y no pudo ser.
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En el año 34 la política andaba revuelta con los sucesos de Asturias y nosotros íbamos todas las noches a pasar un rato de charla a la Casa del Pueblo y una noche llegó la Guardia Civil que nos detuvo a todos los que estábamos allí y nos metió en la cárcel alegando que era una reunión clandestina. En total éramos unos treinta y allí estuvimos unos 15 ó 20 días. Un día de noviembre, y nevando a todo meter, vienen los de Asalto y atados de dos en dos y esposados nos suben a unos camiones descubiertos, nos llevan a León al cuartelillo de ellos, donde uno compasivo nos aflojó las esposas que siendo americanas terminaban por cortar las muñecas, porque el que las inventó debió de ser satánico y cruel.
Nos llevaron a la Audiencia, nos hicieron juicio y nos condenaron a los directivos —que éramos seis— a prisión de tres meses, echando a la calle al resto, dándoles libertad en el acto. Nos volvieron a traer para Astorga, con gran alegría nuestra, pues temíamos que nos dejaran en León cuya cárcel era infame, según informes que teníamos. En las mismas condiciones que antes y nevando nos echamos en el petate de nuestra celda gozosos de poder calentar nuestros entumecidos miembros.
Debido a la cantidad de presos asturianos en León, convirtieron el cuartel de Santocildes en prisión y, cerrando la cárcel, nos llevaron a todos para allí (un centenar próximamente, unos 15 comunes, a nosotros y a los mineros de Fabero sublevados que llevaban presos desde unos meses antes). Aquello fue un infierno. Se convirtieron algunos pabellones en prisión, pues los militares estaban separados…, para qué contar. Y menos mal que, considerándonos comunes y no políticos, el juez de Astorga nos mandó sacar del resto y juntarnos con los de delito común. Pero no voy a cansar, relatando penalidades pues habría texto suficiente para llenar un libro de muchas páginas.
A don Miguel Carro lo hablan trasladado a Villanueva del Duque, algunos socialistas estaban desterrados y el Centro Obrero clausurado.
Al encerrarnos con los comunes, que eran rateros, criminales y golfos, gentes del hampa todos, y llevando a los de Fabero, quedamos más holgados. Fue para mí un entretenimiento el observarlos detenidamente. Casi todos habían nacido y se habían criado en condiciones miserables; alguno de cierta cultura, como un hijo de un médico; otros vagos que practicaban la mendicidad fingiéndose mancos, inútiles e Inválidos; algún carterista y otros ladrones; y habla uno que se alababa de que si alguien le sorprendiera cometiendo un robo le cortaba el cuello si se oponía a sus propósitos. También había dos jóvenes homosexuales, gallegos, vagos de profesión y mangantes, que en un rincón y tapados con una manta, practicaban allá de madrugada cuando el sueño venía a los demás, y sobre todo había uno que personificaba un personaje de las novelas por entregas, donde existen siempre dos actores diferentes, uno muy malo y otro muy bueno. Jamás creí que existiera el malo, malo, una persona satánica y dañina, pero ahora ya no lo dudo, porque lo palpé. Era un hombre alto y fuerte (según dicen había engordado mucho en la cárcel) que no pensaba más que en hacer mal y daño a todo el mundo y si se contenía era por el miedo a la represalia. Yo no puedo comprender cómo haciéndole un favor era el acicate más poderoso para que te hiciera la jugada más dañina que fuera posible. Saliendo él y yo con Manolo Martínez a hacer la limpieza por mandato, nos dejaron la tarde libre por el último pabellón que estaba deshabitado y no teniendo otra cosa hicimos una pelota con un cacho de estambre que encontramos, nos pusimos a jugar en una pared desnuda con tan mala suerte que yo de un pelotazo rompí el foco eléctrico que había. Sonriéndose, enseguida me dijo que cuando viniera el oficial se lo decía, y yo, sin tener miedo a él, pero sí a los vigilantes le dije que lo pinchaba y lo abría en canal si tal hiciera, y el compañero lo amenazó también. Cuando vino uno, rápido nos ordenó que entráramos y cerró la puerta. Al exponerle el caso a los demás le dijeron que lo tiraban por la ventana si declaraba y no lo hizo, pues faltando poco para salir todos los días me amenazaba con el gesto y se dirigía al vigilante como si lo hiciera.
En febrero del año 1936 entraron triunfantes los republicanos socialistas en el Ayuntamiento y entre los concejales entraba yo como tercer teniente alcalde. Esta etapa que me tocó vivir en el Ayuntamiento fue corta y poca labor se pudo hacer en los cuatro meses que medió hasta dar comienzo a la guerra civil, cesando toda nuestra actividad. Sólo puedo decir que logré en parte sanear las lagunas cenagosas del barrio de Santa Clara, sacando el agua y rellenándolas; por otra parte, Juan Prieto Isidoro Durán y un servidor formamos la Comisión de Obras y nos dedicamos al rescate de los terrenos comunales arrebatados al Ayuntamiento sin indemnización y pronto vimos que eran muchos e importantes en La Eragudina, en las afueras de la ciudad junto al Sierro, en las cercanías de las murallas y en todos los caminos vecinales.
Todo quedó estancado y hoy con el tiempo transcurrido, usurpado y prescrito quedó. Fui detenido otra vez y esta vez la privación de la libertad fue de 18 meses. Huelga aquí señalar las vicisitudes por las que tuve que pasar y estuve en peligro varias veces, pero los informes favorables que dieron de mi muchas personas destacadas de derechas, incluidos los del párroco y policía, lograron que el comandante militar de la Plaza diera la orden de echarme a la calle.
Fui testigo de las circunstancias y de los principios de la revuelta, de la llegada de los mineros asturianos armados de fusiles que iban sobre Valladolid y Salamanca, y que reclamaban 2.000 fusiles que en León el gobernador les habla dicho que había en el cuartel de Santocildes, y de cómo Carro y los republicanos fueron a regañadientes a ver al general Caminero para que diera la orden de la entrega, pero, al igual que los republicanos, tenía miedo a los obreros y se opuso razonando que no había lugar, y después él tuvo que poner pies en polvorosa por la carretera de Sanabria, camino de Portugal. Varios dirigentes asturianos, en vista de la oposición, estuvieron a punto de asaltar el cuartel, donde creo que había unos 50 soldados. Pero el general y Carro evitaron el enfrentamiento y al fin se marcharon. Al día siguiente pasaron sin detenerse, de vuelta, pues se había sublevado en Oviedo el general Aranda y volvían a Asturias. Pero al otro día se presenta un delegado de la cuenca minera berciana que venía a decir que habían acordado trasladar a unos 4.000 mineros a Astorga para que, provistos de algunas armas y abundante dinamita, se apoderarían de los 2.000 fusiles e irían sobre Castilla impidiendo la comunicación con Galicia que resistía. Otra vez, Carro, confiado, ingenuo y cándido, se opuso tenazmente, asustándose porque no sabía dónde meterlos, y en el día de la trifulca, Cortés y otros concejales mandaron emisarios para que vinieran en dos coches; no los volvimos a ver, pero ya no estaban en Ponferrada, marchándose a sus casas en diferentes pueblos, donde fueron cogidos uno a uno y cazados como conejos.
Por orden del gobernador civil, se había incautado el Ayuntamiento de todas las armas de fuego de las armerías y ferreterías y en la Sala de Sesiones se encontraban numerosas pistolas y balas, así como escopetas de las casas comerciales de don Santiago Blanco y de don Santiago Gómez meticulosamente registradas para entregarlas a sus dueños en el momento oportuno. El mismo Carro se opuso también a entregárselas a los obreros como propugnaban varios dirigentes, por lo que alguno llegó a decirle: “Mira Carro, lo que estás haciendo nos va a costar caro; si no te conociéramos, casi habría que decir que eras un traidor, que estás favoreciendo la causa de los fascistas”.
A la vista de los hechos y observados objetivamente, nadie puede comprender el fusilamiento de don Miguel Carro, que salvó a la ciudad por dos veces de la guerra y cuya hombría de bien nadie ponía en duda.
En la cárcel, sin prensa y sin saber lo que pasaba fuera, había un entusiasmo indescriptible; creíamos todos firmemente en el término prontamente y favorable a nuestra causa. Las comunicaciones que teníamos con nuestras familias eran de aliento fervoroso y ni por un momento decayó el entusiasmo ni se dudó del feliz término de la guerra. Yo participé también de él los dos primeros meses, pero al cabo de los cuales, y viendo como se desarrollaban los acontecimientos, empecé a dudar y pronto me di cuenta perfectamente de que se perdería la guerra.
A ninguno de ellos le había interesado la política internacional como a mí que desde los 14 años sabía el régimen imperante en muchas naciones que ellos ignoraban. Abusando del desprecio que las tenían los dirigentes socialistas, llamaban a las naciones fascistas, miserables y desgraciadas continuamente, sin darse cuenta de que el obrero español deformaba el epíteto ese, de que carecían de todo, hasta de comer, cuando en realidad, aunque tuvieran al obrero aprisionado, eran naciones fuertes que, precisamente su racismo, era un pueblo guerrero, armado hasta los dientes para imponerse a los demás, mientras las otras naciones, educadas para la paz, iban mermando su armamento.
Supe del transporte de las tropas de África pasando el Estrecho con aviones italianos y el envío de tropas regulares, y después la intervención de la Legión Cóndor alemana, y ya no dudé un momento de que la causa republicana estaba perdida.
Ante la actitud de algunos que valientemente se enfrentaban, les advertí de la prudencia de ahorrar vidas que inútilmente serian inmoladas, pero que dio por sospechar sobre mi pesimismo acerca de la victoria y dio lugar a que me tildaran de derrotista y muchos se apartaran de mí. Tenían que pasar tres años para que se dieran cuenta quién tenía la razón y, mientras, hubo mártires y héroes sin cesar.
Las naciones pacifistas prestaron gratuitamente el territorio español para experimentar las modernas armas de combate que les sirvieron perfectamente, a Alemania.
El Comité de no intervención fue el arma que esgrimió Alemania y que, asustadas las naciones libres, no se atrevieron a prestar ayuda al Gobierno de Madrid y desde entonces empezaron ellas a prepararse.
De todos es conocido que la guerra la perdieron los republicanos socialistas por la ayuda prestada por Alemania e Italia; y desde entonces, a los tildados de rojos, se les negaba la sal y el pan, y hasta el trabajo, constreñidos a una prisión voluntaria en su propia vivienda; e incluso pasaron muchos años en que, fichados por la Policía, estaban sujetos a vigilancia y en esas condiciones, en el seno de la familia y amordazados, terminó nuestra guerra y también la europea, que no cambió la situación.
Al terminar mi presentación a la Policía, estuve a punto de ir para América y ya por dos veces, mi espíritu aventurero se fraguó, pues mi esposa se puso muy enferma y no pudo ser.
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