Pensamientos sueltos
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“Despertar para encontrarme
esto:
la vida así dispuesta,
el cielo
turbio, la lluvia
que lame los cristales”.
(Ángel González)
No le des más vueltas, la vida es así, así de imperfecta. Nada en ella es completo. A todas las cosas de este mundo les falta o les sobra algo, ninguna está plenamente acabada, rematada del todo. No hay entelequias. Pocas veces sale algo redondo o viene a pedir de boca. Pocas veces suceden las cosas como las hemos pensado. Soñado.
Soñamos con la libertad, con la igualdad, con la justicia, pero nada de esto es real, y nunca lo será. Nunca seremos plenamente libres ni totalmente iguales. La libertad y la igualdad no son de este mundo, habitan en los sueños, en las cabezas de algunos hombres. Lo más que se puede hacer es acercarse a ellas, pero sin olvidar que nunca serán nuestras, que no lograremos atraparlas, hacerlas realidad. Siempre serán horizonte. Utopías. Estrellas que nos guían.
Algo muy parecido, si no igual, pasa con la justicia. Pues cuántas veces se castiga el error, pero no el mal. Cuántas veces ganan los malos y pierden los buenos. Con todo, no hay hombres del todo buenos. Quien más y quien menos alguna vez ha deseado algún mal, ha envidiado, ha hecho algo malo, ha cometido un error, ha tropezado. No hay nada puro, sin mácula. Todo, de alguna manera, está contaminado. El amado, por más perfecto que lo vea el amante enamorado, también en alguna ocasión ha pecado, también ha hecho de las suyas, ha incurrido en alguna falta. Nadie está libre de nada. Todos somos humanos, demasiado humanos.
¿Que qué te digo del amor? Lo mismo. Es también solo un ideal. Una fantasía, una ilusión, un embeleco. No creas a los poetas, son –como dice Platón– unos mentirosos. No es verdad lo que lees en las novelas o ves en el cine. No existen los amores eternos; a menudo, todos, o casi todos, se resquebrajan, se cuartean, se rompen, “duran lo que dura un corto invierno”. Están hechos de la misma arcilla que todo lo demás. De tiempo. Y el tiempo pasa, y al pasar, el amor, como cualquier otra cosa, cambia, se desgasta, se desvanece. El tiempo lo trastorna todo. Además, es irreversible. Por eso, no te empeñes en recuperar algo pasado, un lugar, una persona, una situación. Es inútil. No lo lograrás. No solo el lugar o la persona han cambiado, sino que tampoco tú eres el mismo. Tus ojos no son ya los de entonces. Son otros ojos. Es otra mirada. Todo cambia, no nos bañamos dos veces en el mismo río, sentencia el oscuro Heráclito. Las cosas pasan y se pierden para siempre. No obstante, algunas, como el amor, al irse dejan un aroma, una estela, un surco, una huella, algo bueno, hermoso. Solo que también esto es pasajero, fugaz, y acaba por extinguirse. Se muere. La ola del tiempo termina por borrar las huellas en la arena de la playa. Lo que se creía eterno no tarda en desvelarse efímero. La muerte está al final, esperando. Es así. Siempre es así. Es la pura verdad.
Pero, pese a todo, como dice –lo dice maravillosamente– la poetisa polaca Wislawa Szymborska, “no existe vida que, aun por un instante, no sea inmortal. La muerte siempre llega con ese instante de retraso. En vano golpea la aldaba en la puerta invisible. Lo ya vivido no se lo puede llevar”. Cierto. Lo que ha pasado, ha pasado, y nadie, ni nada, puede hacer que no haya pasado. Por eso, de alguna manera, Horacio, aunque refiriéndose a otro asunto, tiene razón cuando escribe: “No moriré del todo”.
“Despertar para encontrarme
esto:
la vida así dispuesta,
el cielo
turbio, la lluvia
que lame los cristales”.
(Ángel González)
No le des más vueltas, la vida es así, así de imperfecta. Nada en ella es completo. A todas las cosas de este mundo les falta o les sobra algo, ninguna está plenamente acabada, rematada del todo. No hay entelequias. Pocas veces sale algo redondo o viene a pedir de boca. Pocas veces suceden las cosas como las hemos pensado. Soñado.
Soñamos con la libertad, con la igualdad, con la justicia, pero nada de esto es real, y nunca lo será. Nunca seremos plenamente libres ni totalmente iguales. La libertad y la igualdad no son de este mundo, habitan en los sueños, en las cabezas de algunos hombres. Lo más que se puede hacer es acercarse a ellas, pero sin olvidar que nunca serán nuestras, que no lograremos atraparlas, hacerlas realidad. Siempre serán horizonte. Utopías. Estrellas que nos guían.
Algo muy parecido, si no igual, pasa con la justicia. Pues cuántas veces se castiga el error, pero no el mal. Cuántas veces ganan los malos y pierden los buenos. Con todo, no hay hombres del todo buenos. Quien más y quien menos alguna vez ha deseado algún mal, ha envidiado, ha hecho algo malo, ha cometido un error, ha tropezado. No hay nada puro, sin mácula. Todo, de alguna manera, está contaminado. El amado, por más perfecto que lo vea el amante enamorado, también en alguna ocasión ha pecado, también ha hecho de las suyas, ha incurrido en alguna falta. Nadie está libre de nada. Todos somos humanos, demasiado humanos.
¿Que qué te digo del amor? Lo mismo. Es también solo un ideal. Una fantasía, una ilusión, un embeleco. No creas a los poetas, son –como dice Platón– unos mentirosos. No es verdad lo que lees en las novelas o ves en el cine. No existen los amores eternos; a menudo, todos, o casi todos, se resquebrajan, se cuartean, se rompen, “duran lo que dura un corto invierno”. Están hechos de la misma arcilla que todo lo demás. De tiempo. Y el tiempo pasa, y al pasar, el amor, como cualquier otra cosa, cambia, se desgasta, se desvanece. El tiempo lo trastorna todo. Además, es irreversible. Por eso, no te empeñes en recuperar algo pasado, un lugar, una persona, una situación. Es inútil. No lo lograrás. No solo el lugar o la persona han cambiado, sino que tampoco tú eres el mismo. Tus ojos no son ya los de entonces. Son otros ojos. Es otra mirada. Todo cambia, no nos bañamos dos veces en el mismo río, sentencia el oscuro Heráclito. Las cosas pasan y se pierden para siempre. No obstante, algunas, como el amor, al irse dejan un aroma, una estela, un surco, una huella, algo bueno, hermoso. Solo que también esto es pasajero, fugaz, y acaba por extinguirse. Se muere. La ola del tiempo termina por borrar las huellas en la arena de la playa. Lo que se creía eterno no tarda en desvelarse efímero. La muerte está al final, esperando. Es así. Siempre es así. Es la pura verdad.
Pero, pese a todo, como dice –lo dice maravillosamente– la poetisa polaca Wislawa Szymborska, “no existe vida que, aun por un instante, no sea inmortal. La muerte siempre llega con ese instante de retraso. En vano golpea la aldaba en la puerta invisible. Lo ya vivido no se lo puede llevar”. Cierto. Lo que ha pasado, ha pasado, y nadie, ni nada, puede hacer que no haya pasado. Por eso, de alguna manera, Horacio, aunque refiriéndose a otro asunto, tiene razón cuando escribe: “No moriré del todo”.