Paz Martínez
Sábado, 03 de Diciembre de 2022

Cronópatas

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“Apaga la tele que no dicen nada”, decía mi abuela al tiempo que se quedaba callada mirándose las manos o no mirando nada. Allí quieta, a su lado, cuando la visitaba por las tardes al salir del colegio los minutos transcurrían hacia atrás. En el silencio del pequeño comedor podía escuchar el crepitar del brasero y el tic-tac del reloj. No me atrevía a sacarla de su ensimismamiento, me parecía de mala educación, así que esperaba paciente a que dieran la hora del Ángelus de Víspera y las correspondientes seis campanadas lo hicieran por mí. En aquel momento yo le decía que me iba a casa a hacer los deberes y ella se quedaba allí complacida de mi visita, aunque no hubiéramos cruzado más de tres palabras.

 

De camino a casa me cruzaba con algunos vecinos que sentados al sol en los poyos dibujaban en la tierra con sus bastones o miraban al infinito mientras la vida transcurría lenta. Eran gente mayor que había trabajado desde la infancia, que nunca tuvieron vacaciones y que por primera vez disfrutaban de no tener otra cosa que hacer más que respirar. Cuarenta años después, no hacer nada es casi lo mismo que dejarse morir o lo que es peor, es ser un vago. Vivimos obsesionados con el aprovechamiento del tiempo, de la productividad de cada minuto para alcanzar una vida plena.

 

Ayer mismo lo escuchaba en la radio mientras conducía, un programa debatía esta cuestión que la psiquiatra Marian Rojas ha puesto en el candelero. El semáforo cambió a rojo y yo me puse nerviosa, no me gustan los semáforos en rojo, me obligan a contar los segundos que estoy perdiendo ahí parada. Siempre tengo una lista en mi cabeza que va brotando sin cesar como una cascada. Ir a hacer la compra mientras dejo una lavadora puesta, pensar cuál será el próximo artículo que escribiré, actualizar mi blog, repasar mis redes sociales, contestar los mail, programar la próxima entrevista para nuestra radio local, cocinar, recoger a mis sobrinos en el cole y llevarlos a extraescolares de música, futbol o ayudarles con las tareas, ir a nadar al menos tres horas por semana, sacar al perro, escribir un poema, continuar con la novela que jamás terminaré y no precisamente por resolverla al estilo de Michael Ende, llevar unos zapatos a arreglar, hacer el curso de inglés, leer un libro por semana, visitar una exposición, acudir a un recital, concierto o teatro, quedar con amistades, hacer llamadas… Pero siempre quedan cosas pendientes.

 

Es el mal del cronópata, que no sabe sentarse en un banco a ver la vida pasar, a oírse respirar, a mirar a ninguna parte, a ensimismarse porque eso le provoca mala conciencia, es un neurasténico cuyo sistema nervioso domina el tiempo o la falta de él. Por intenso que sea el agotamiento, mayor es la culpa de no escurrir hasta la ultima gota del segundero. El resultado son momentos de desconexión que no se disfrutan pues incluso estos tienen un plan, una norma que cumplir o una sesión en la que participar; todo ello ligado a las apariencias y la proyección de los logros.

 

No nos detengamos, pues, ni un segundo. La pereza es un pecado capital, un mal vicio, una falta de compromiso que denigra el espíritu. El descanso hará la vida más placentera y soportable, pero seremos juzgados como vagos por no rendirnos a la constante autoexigencia. Sin embargo, el vago, el ocioso, será siempre ese que nos adelante por la derecha pues pone todo su ingenio en agilizar tareas y hacerlas menos tediosas. Es más creativo porque se permite espacios en blanco donde esbozar ideas casi sin proponérselo. Sinceramente, el vago nos cae mal porque logra más con menos mientras el resto corre jadeante en todas las direcciones a la vez.

 

Mi abuela dejaba correr el tiempo sin mover un solo dedo y hasta el esfuerzo de poner su atención en un programa de la tele la agotaba a veces. Supongo que le gustaban sus lapsos en blanco, la sensación de tregua otorgada por la vida después de años de duro trabajo. Me pregunto qué encontraría yo en ese punto si me dejara ir, si me permitiera al menos por una vez dejar pasar las horas sin fustigarme por ello. Tal vez sea como cuando pones tapones en tus oídos y de pronto te das cuenta de que no soportas escucharte por dentro.

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