Catalina Tamayo
Sábado, 24 de Diciembre de 2022

A ti

 

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“Colinas plateadas, grises alcores, … hoy siento por vosotros, en el fondo del corazón, tristeza, tristeza que es amor…  conmigo vais, mi corazón os lleva”.

(Antonio Machado)

 

Todo me recuera a ti. Pasa el tiempo –los días, las semanas, los meses– y todo me sigue conduciendo a ti. Llevándome a ti: los chopos dorados, el agua nueva que corre por el río, esta lluvia. Esta lluvia menuda y serena que cae y va empapando la tierra como la tristeza va cayendo y calando en mi corazón. En todo mi ser. Si miro el cielo, y está azul, limpio, te veo a ti; si lo encuentro encapotado, plomizo, amenazador, allí apareces tú, como observándome. Tu voz, para mí siempre inconfundible, me la trae el viento a menudo, a cada momento. A veces también me regala tu sonrisa. A veces siento, o me parece que siento, tu mano en la mía. Pero sobre todo siento los últimos besos, ya tenues, tan débiles que no llegaban a estallar, quedándose apenas en un mero roce de tus labios en mi piel. Un roce dulce. Dulcísimo.

     

Y sin embargo, tengo la sospecha, y quisiera no tenerla, créeme, de que no es verdad que esto no sea nada; la sospecha de que no es verdad que tan solo te has ido a la habitación de al lado. Es cierto, te quiero, aún te quiero, cómo no quererte. Dios mío, estaría loco si no te quisiera. Pero no puedo evitar pensar que lo real –lo verdaderamente real– es que el hilo –esta vez sí– se ha cortado. Se ha roto, y estás lejos, lejísimos, mucho más allá del otro lado del camino, tanto que no veo posible que estas palabras mías puedan llegarte. Estas, sí. Estas mismas que te estoy escribiendo ahora, que brotan de mí así, rotas, doloridas, que me vienen de allá abajo, de abajo del todo, de lo profundo, donde mora, o dicen que mora, el alma, el ser de uno. Lo que de verdad somos.

     

No, no te llegarán, se perderán, como tantas otras, enredadas, en la niebla, en la bruma, o en qué sé yo qué. Estas palabras no volaran hasta alcanzarte. No te tocarán.

     

No las escucharás, y pese a ello, te las digo, las escribo, las vuelco en el papel, en la pantalla del ordenador, y después las leo, las lanzo al aire, para nada. Para nada ya. Pero me gusta decirlas, escucharlas, sentirlas; notar cómo se me clavan en la carne, cómo me hieren y me hacen sangre. Cómo me matan. Me gusta imaginarme que cuando las digo tú también las oyes. Que de alguna manera te alcanzan y te tocan. Que a ti también te duelen.

     

No, las cosas no van bien, y no van bien porque tú ya no estás. Solo por eso, simplemente por eso: porque tú ya no estás. Y sí, lloro. Lloro y no enjugo mis lágrimas; las dejo resbalar por las mejillas; pienso que llevan algo tuyo. Lloro porque te quiero. Te quiero, aunque puede que ya no seas. Pero, aunque ya no seas, quiero ese no ser, esa nada, ese vacío, ese hueco profundo, hondísimo, sin fin. Lo quiero.

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