El cliente espectral
![[Img #61603]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/12_2022/3608_img_0009.jpg)
No cesan en Navidades las llamadas a un consumo compulsivo. Crecimientos de porcentajes de dos dígitos en las compras se felicitan como la radiografía de una economía vigorosa en las dos parcelas de comprador y vendedor. Un maravilloso mundo de color rosa, como si el adquirir a toda marcha fuera el retorno al edén.
Es en estas fechas cuando uno percibe que el antaño majestuoso y colosal cliente se transforma en un espectro de los nuevos despotismos ilustrados que abarca el comercio electrónico. Todo para el comprador sin el comprador. La mercadotecnia justifica exageraciones por exceso y por defecto. El cliente siempre tiene razón era lema igual de exagerado en positivo, que lo es ahora el papel que asume, en negativo, de holograma como caricatura que le condena a convidado de piedra en los laberintos de la adquisición y distribución de pedidos a través de internet.
El cliente ha sido despojado de reglas y garantías frente al producto de su elección en las nuevas tiendas virtuales. Ya no ve un rostro de vendedor que, con el arte de la labia, corrobora lo acertado de su decisión y le impregna de autosatisfacción. Entonces veía, palpaba y oía lo que quería ver, palpar y oír.
El algoritmo, por el contrario, lo lleva con la astucia del zorro por senderos desconocidos hacia la trampa de un deseo comercial bien estudiado en centros de estrategia que trabajan en los gustos de la persona desde la creación de la necesidad, para que ésta caiga en el hoyo de un espejismo, o lo que es lo mismo, de un artículo maquillado en precios y plazos de entrega a domicilio que tienen también sus ataduras ocultas.
Me acaba de ocurrir. En uno de esos comercios fashion de Madrid para gente de alto poder adquisitivo, una cadena de gourmet y de pastelerías con el nombre de una isla del archipiélago balear, la principal, solicité un servicio de entrega a domicilio para mi anciana madre internada en una residencia de la tercera edad por su casi total falta de movilidad. En principio, facilidades. Me apresto a hacer el encargo, con varios días de antelación, y cuando ven que no alcanza la cifra mínima de cien euros, me cercenan toda posibilidad de entrega. Alternativa: apáñatelas como puedas. El emporio vendedor colocaba su artículo aquí y allí con la prepotencia de ser protagonista de una fase de vacas gordas para vender a su antojo y aplicar sus exclusivas reglas coyunturales. Las veces que requerimos un servicio similar, en temporada baja, nunca me cobraron por el transporte a mi casa o a otro lugar.
El servicio podía hacerse en el recorrido desde una sucursal de la cadena a dos kilómetros escasos de la residencia de mi madre, a su vez, a treinta kilómetros de donde vivo. Pero como bien me dijo la dependienta, en dicción funcionarial, las reglas son las reglas. Reglas seguramente impuestas desde despachos ocupados por jóvenes ejecutivos educados en las prácticas comerciales agresivas de cualquier máster a la americana, cantera inagotable de tiburones de los negocios. La estandarización del triunfo comercial de hoy es un resultado gélido, sin asomo de sentimentalismo ni zarandajas de clientela fiel durante décadas.
No puedo dejar de preguntarme cómo un cliente de esta razón social de más de cuarenta años de fidelidad, recibe este trato. ¿Dónde está nuestro intangible? Esa magnitud que magníficamente supieron medir los abuelos y padres de estos empresarios, hombres con el currículo de levantar un negocio. Que solo mamaron el principio inalienable de que un cliente perdido es dinero que se va por el desagüe. No encuentro otra lógica que la expuesta al principio, el adquiriente no es otra cosa que una abstracción sin cara, sin ojos, un ser humano que ha dejado de ser tratado como un semejante, y se ve obligado a entendérselas con la voz metálica de un robot, de una máquina. Con todos nosotros, el quimérico futuro prometido desde las nuevas y mareantes fortunas del imperio.
Para los cachorros de la mercadotecnia de los templos de Wall Street, el estilo de sus antepasados es la antigualla a depositarse en el desván. La agresividad comercial tiene que ser la fuerza arrolladora del futuro, Pero, ¿qué pasa si ese entusiasmo arrollador se lleva por delante, cual riada, la confianza y la satisfacción de los clientes? ¿Para quién van a idear? ¿Para quién van a producir? ¿Para quién van a distribuir? Ya conocemos la verdadera medida de sus abusos. La hemos padecido en una de las peores crisis económicas de la historia, cuyos coletazos aún se dejan sentir.
En su paquete de inacabables ventajas para los usuarios, nos venden las comodidades del comercio electrónico. Una argucia que no me deja ver, que no me deja tocar, que no me deja oír, que no me deja palpar, que no me deja saborear. Si es capaz de borrar los sentimientos humanos de una adquisición, ¿qué objeto tiene comprar así? Nos encandilan con la patraña de la recepción en domicilio, y no es infrecuente que te tengan esperando todo el día, como prisionero, la llegada del repartidor. Y a eso, sumar que, cuando en la ocasión que más convenga, hagan de su capa un sayo, y donde dije digo, digo Diego. Y a tragar.
No cesan en Navidades las llamadas a un consumo compulsivo. Crecimientos de porcentajes de dos dígitos en las compras se felicitan como la radiografía de una economía vigorosa en las dos parcelas de comprador y vendedor. Un maravilloso mundo de color rosa, como si el adquirir a toda marcha fuera el retorno al edén.
Es en estas fechas cuando uno percibe que el antaño majestuoso y colosal cliente se transforma en un espectro de los nuevos despotismos ilustrados que abarca el comercio electrónico. Todo para el comprador sin el comprador. La mercadotecnia justifica exageraciones por exceso y por defecto. El cliente siempre tiene razón era lema igual de exagerado en positivo, que lo es ahora el papel que asume, en negativo, de holograma como caricatura que le condena a convidado de piedra en los laberintos de la adquisición y distribución de pedidos a través de internet.
El cliente ha sido despojado de reglas y garantías frente al producto de su elección en las nuevas tiendas virtuales. Ya no ve un rostro de vendedor que, con el arte de la labia, corrobora lo acertado de su decisión y le impregna de autosatisfacción. Entonces veía, palpaba y oía lo que quería ver, palpar y oír.
El algoritmo, por el contrario, lo lleva con la astucia del zorro por senderos desconocidos hacia la trampa de un deseo comercial bien estudiado en centros de estrategia que trabajan en los gustos de la persona desde la creación de la necesidad, para que ésta caiga en el hoyo de un espejismo, o lo que es lo mismo, de un artículo maquillado en precios y plazos de entrega a domicilio que tienen también sus ataduras ocultas.
Me acaba de ocurrir. En uno de esos comercios fashion de Madrid para gente de alto poder adquisitivo, una cadena de gourmet y de pastelerías con el nombre de una isla del archipiélago balear, la principal, solicité un servicio de entrega a domicilio para mi anciana madre internada en una residencia de la tercera edad por su casi total falta de movilidad. En principio, facilidades. Me apresto a hacer el encargo, con varios días de antelación, y cuando ven que no alcanza la cifra mínima de cien euros, me cercenan toda posibilidad de entrega. Alternativa: apáñatelas como puedas. El emporio vendedor colocaba su artículo aquí y allí con la prepotencia de ser protagonista de una fase de vacas gordas para vender a su antojo y aplicar sus exclusivas reglas coyunturales. Las veces que requerimos un servicio similar, en temporada baja, nunca me cobraron por el transporte a mi casa o a otro lugar.
El servicio podía hacerse en el recorrido desde una sucursal de la cadena a dos kilómetros escasos de la residencia de mi madre, a su vez, a treinta kilómetros de donde vivo. Pero como bien me dijo la dependienta, en dicción funcionarial, las reglas son las reglas. Reglas seguramente impuestas desde despachos ocupados por jóvenes ejecutivos educados en las prácticas comerciales agresivas de cualquier máster a la americana, cantera inagotable de tiburones de los negocios. La estandarización del triunfo comercial de hoy es un resultado gélido, sin asomo de sentimentalismo ni zarandajas de clientela fiel durante décadas.
No puedo dejar de preguntarme cómo un cliente de esta razón social de más de cuarenta años de fidelidad, recibe este trato. ¿Dónde está nuestro intangible? Esa magnitud que magníficamente supieron medir los abuelos y padres de estos empresarios, hombres con el currículo de levantar un negocio. Que solo mamaron el principio inalienable de que un cliente perdido es dinero que se va por el desagüe. No encuentro otra lógica que la expuesta al principio, el adquiriente no es otra cosa que una abstracción sin cara, sin ojos, un ser humano que ha dejado de ser tratado como un semejante, y se ve obligado a entendérselas con la voz metálica de un robot, de una máquina. Con todos nosotros, el quimérico futuro prometido desde las nuevas y mareantes fortunas del imperio.
Para los cachorros de la mercadotecnia de los templos de Wall Street, el estilo de sus antepasados es la antigualla a depositarse en el desván. La agresividad comercial tiene que ser la fuerza arrolladora del futuro, Pero, ¿qué pasa si ese entusiasmo arrollador se lleva por delante, cual riada, la confianza y la satisfacción de los clientes? ¿Para quién van a idear? ¿Para quién van a producir? ¿Para quién van a distribuir? Ya conocemos la verdadera medida de sus abusos. La hemos padecido en una de las peores crisis económicas de la historia, cuyos coletazos aún se dejan sentir.
En su paquete de inacabables ventajas para los usuarios, nos venden las comodidades del comercio electrónico. Una argucia que no me deja ver, que no me deja tocar, que no me deja oír, que no me deja palpar, que no me deja saborear. Si es capaz de borrar los sentimientos humanos de una adquisición, ¿qué objeto tiene comprar así? Nos encandilan con la patraña de la recepción en domicilio, y no es infrecuente que te tengan esperando todo el día, como prisionero, la llegada del repartidor. Y a eso, sumar que, cuando en la ocasión que más convenga, hagan de su capa un sayo, y donde dije digo, digo Diego. Y a tragar.