Tener dónde volver
![[Img #61693]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2023/3269_3isabeldsc_0087.jpg)
Son las 3,17 de la Noche de Reyes. Regreso caminado a casa de mi madre entre la niebla húmeda. Me siento joven, muy joven, al volver de madrugada teniendo el rol de hija. Aún soy hija, aún tengo quien me espere y una casa con familia a la que acogerme. Me pregunto durante cuánto tiempo más gozaré de este privilegio.
Este “tener donde volver” se ha convertido en un pensamiento recurrente en los últimos tiempos que, incluso, se ha presentado de manera más intensa en las fechas especiales que se distribuyen entre diciembre y enero. Ya hace algunos años que decanto y libo con deleite y fruición la gran suerte de contar con mis dos progenitores y algún otro familiar longevo. Esta prerrogativa me permite instaurarme en el placer que otorga ser cuidada, ser ‘la niña’ (¡a mi edad!), al menos por unos días, antes de regresar a la soledad distante en la que se envuelve mi vida cotidiana.
Hay un regusto amargo en esta suerte. Y radica en la consciencia de su limitación temporal: cada vez que me voy, cada vez que me despido, ignoro si podré regresar a un a este palacio de cuentos y recuerdos.
Cuando vengo, persigo instantes que me permitan alejarme de las fáciles costumbres de compartir conversación en la comida, de desearse buenas noches con un beso y recibirse con alegría en el reencuentro del despertar. Siempre he sido (me han dicho) tremendamente solitaria e independiente. No en los últimos tiempos, en los que me pego a los que aún están y ocupo ese papel que dejé hace años. Se le quita a una la tontería de golpe. También la de quedarse muda, incapaz de pronunciar palabra (escrita) y cuestionarse qué de interesante puede ser lo que opina, para ostentar la pretenciosidad de relatarlo en esta columna.
Este año voy a intentarlo de nuevo. No. Voy a hacerlo de nuevo, sin juzgarme. Voy a respirar profundo, agradeciendo, y comenzar a caminar esta senda que recién estrenamos, para volver a reencontrarme, a reencontrarnos.
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Son las 3,17 de la Noche de Reyes. Regreso caminado a casa de mi madre entre la niebla húmeda. Me siento joven, muy joven, al volver de madrugada teniendo el rol de hija. Aún soy hija, aún tengo quien me espere y una casa con familia a la que acogerme. Me pregunto durante cuánto tiempo más gozaré de este privilegio.
Este “tener donde volver” se ha convertido en un pensamiento recurrente en los últimos tiempos que, incluso, se ha presentado de manera más intensa en las fechas especiales que se distribuyen entre diciembre y enero. Ya hace algunos años que decanto y libo con deleite y fruición la gran suerte de contar con mis dos progenitores y algún otro familiar longevo. Esta prerrogativa me permite instaurarme en el placer que otorga ser cuidada, ser ‘la niña’ (¡a mi edad!), al menos por unos días, antes de regresar a la soledad distante en la que se envuelve mi vida cotidiana.
Hay un regusto amargo en esta suerte. Y radica en la consciencia de su limitación temporal: cada vez que me voy, cada vez que me despido, ignoro si podré regresar a un a este palacio de cuentos y recuerdos.
Cuando vengo, persigo instantes que me permitan alejarme de las fáciles costumbres de compartir conversación en la comida, de desearse buenas noches con un beso y recibirse con alegría en el reencuentro del despertar. Siempre he sido (me han dicho) tremendamente solitaria e independiente. No en los últimos tiempos, en los que me pego a los que aún están y ocupo ese papel que dejé hace años. Se le quita a una la tontería de golpe. También la de quedarse muda, incapaz de pronunciar palabra (escrita) y cuestionarse qué de interesante puede ser lo que opina, para ostentar la pretenciosidad de relatarlo en esta columna.
Este año voy a intentarlo de nuevo. No. Voy a hacerlo de nuevo, sin juzgarme. Voy a respirar profundo, agradeciendo, y comenzar a caminar esta senda que recién estrenamos, para volver a reencontrarme, a reencontrarnos.






