La destrucción de París es factible
![[Img #61694]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2023/5899_1-aidan-dsc_5150.jpg)
Ya que la vida no vale un duro, ni la de una patera fría ni la de una guerra menos fría que nunca, pienso que tenemos que montar una campaña contra la destrucción. Por fin nos damos cuenta de que la vida son dos vidas, la nuestra y la de nuestro entorno. El soldado ya paga dos veces: con su vida y con su huella de carbono.
Dando una vuelta no virtual por los veinte arrondissements de París durante una semana, me acuerdo de todos los barrios españoles que me encantan desde Sevilla a Salamanca, de Vitoria a Valencia, de Urueña a Astorga, imaginándomelos como las cenizas de Nagasaki.
Hemos pasado un año de destrucción, y del mal estado de salud del planeta destacan no sólo las evidencias claras de alteraciones en el clima, sino también las nuevas posibles enfermedades relacionadas con los cambios de hábitat de las bacterias, los microorganismos y los bichos en general, por no evocar las sombras que rodearán el hallazgo del año: la generación de energía mediante la fisión nuclear sin emisiones nocivas… ¿Más bombas vanguardistas, Señor Presidente?
Hay que celebrar nuestra capacidad de idear y confeccionar vacunas contra la COVID 19; pero justo cuando salíamos del túnel de las mascarillas y de las muertes sin luto, nos encontramos con una guerra tan primitiva por cruel como sofisticada por los métodos de participar sin mancharse. Podemos identificar a todos los países que están contribuyendo con sus ayudas militares y financieras.
Hace casi 20 años, el NO A LA GUERRA sonaba en todos los barrios de Europa y ahora parece que la paz ya es cosa de jipis e idealistas. La destrucción diaria de casas privadas y públicas, de escuelas y hospitales, de tabernas y templos es un tema menos urgente que el juego de tener razón. Pero somos así de brutos: un niño se cae de la bicicleta y le echamos un sermón antes de curarle sus heridas.
Mientras tanto, observo a los maniquíes ingenuos haciendo cola delante de las tiendas de lujo en la Avenida Montaigne y me entran ganas de preguntarles si realmente creen que los reyes son magos.
Claro, la ironía no sirve y, como nos enseña la clase política, la mala educación tampoco. Mi deseo para este año es tan sencillo como complejo: acordarnos que somos de carne y hueso, meramente cosas… de cara a la destrucción.
Ya que la vida no vale un duro, ni la de una patera fría ni la de una guerra menos fría que nunca, pienso que tenemos que montar una campaña contra la destrucción. Por fin nos damos cuenta de que la vida son dos vidas, la nuestra y la de nuestro entorno. El soldado ya paga dos veces: con su vida y con su huella de carbono.
Dando una vuelta no virtual por los veinte arrondissements de París durante una semana, me acuerdo de todos los barrios españoles que me encantan desde Sevilla a Salamanca, de Vitoria a Valencia, de Urueña a Astorga, imaginándomelos como las cenizas de Nagasaki.
Hemos pasado un año de destrucción, y del mal estado de salud del planeta destacan no sólo las evidencias claras de alteraciones en el clima, sino también las nuevas posibles enfermedades relacionadas con los cambios de hábitat de las bacterias, los microorganismos y los bichos en general, por no evocar las sombras que rodearán el hallazgo del año: la generación de energía mediante la fisión nuclear sin emisiones nocivas… ¿Más bombas vanguardistas, Señor Presidente?
Hay que celebrar nuestra capacidad de idear y confeccionar vacunas contra la COVID 19; pero justo cuando salíamos del túnel de las mascarillas y de las muertes sin luto, nos encontramos con una guerra tan primitiva por cruel como sofisticada por los métodos de participar sin mancharse. Podemos identificar a todos los países que están contribuyendo con sus ayudas militares y financieras.
Hace casi 20 años, el NO A LA GUERRA sonaba en todos los barrios de Europa y ahora parece que la paz ya es cosa de jipis e idealistas. La destrucción diaria de casas privadas y públicas, de escuelas y hospitales, de tabernas y templos es un tema menos urgente que el juego de tener razón. Pero somos así de brutos: un niño se cae de la bicicleta y le echamos un sermón antes de curarle sus heridas.
Mientras tanto, observo a los maniquíes ingenuos haciendo cola delante de las tiendas de lujo en la Avenida Montaigne y me entran ganas de preguntarles si realmente creen que los reyes son magos.
Claro, la ironía no sirve y, como nos enseña la clase política, la mala educación tampoco. Mi deseo para este año es tan sencillo como complejo: acordarnos que somos de carne y hueso, meramente cosas… de cara a la destrucción.