Cuba
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“¡Aquí he pasado los mejores días de mi vida!”
(Federico García Lorca)
Nunca he estado en Cuba, pero me gustaría mucho visitarla. Sobre todo la Cuba de 1930. Esa cuba que conoció Lorca. La cuba rica y libre. Pero eso ya es imposible. No obstante, cabe imaginarla. Soñarla. Y lo he hecho. La he imaginado a partir de lo que he leído en los libros. De las fotografías que he encontrado en sus páginas. De las películas y documentales que he visto.
De este modo, mi cabeza no tarda en llenarse de mar, de calor y de luz. De colores. Todos suaves. Colores pastel. También de estrellas y de música. Veo el océano besando el malecón. Un vapor –quizá procedente de Nueva York– se está acercando. Se hace cada vez más grande. Pretende entrar en el puerto. El vapor Cuba. Son las tres de la tarde. Las tres de la tarde de un día de marzo. Puede que el siete de marzo. Es ya casi primavera. Primavera en La Habana.
A medida que avanza la tarde, el malecón se va llenando de transeúntes. El aire está menos inflamado de luz pero más saturado de aromas. Son los aromas de las frutas. ¡Todo huele tan bien! A un lado del paseo, el mar, tranquilo; apenas las olas van y vienen. Al otro, la calle, flanqueada de palmeras, por donde circulan los vehículos, casi todos ya a motor. La Habana es una ciudad moderna. Por el malecón cada vez pasea más gente. Nadie tiene prisa. Pasan, indolentes, grupos de damas con parasol. Dos mulatas, vestidas de blanco, de un blanco inmaculado, con la cesta de palma colgando del brazo, se detienen en un puesto de fruta. Un muchacho negro que empuja una carretilla cargada de mangos frescos trata de abrirse paso. Dos niños, también negros, desharrapados, sucios, juegan, sin dejar de reír, a pillarse por entre las palmeras. Un señor se detiene a ver la hora en el reloj de cadena que lleva en el bolsillo de su chaleco. Algunas muchachas, tocadas con elegantes sombreros, miran, melancólicas, el mar, mientras acarician con sus dedos finos, delicados, las cuentas de colores del collar que llevan sobre el pecho. Sueñan. Tal vez con un nuevo mar, otra tierra, un cielo distinto. Un mundo todavía mejor. Abajo, no tan lejos del agua, sobre la arena, a la sombra del muro, dormita un vagabundo.
Al otro lado de la calle, cerca de la catedral, de una cantina, cuyas puertas y ventanas están abiertas de par en par, llega, a intervalos, el sonido de un alboroto: choque de manos, palmadas en la espalda y risas. Alegría. Se trata de escritores. De poetas. No todos son cubanos. De hecho, uno procede de Colombia, otro es guatemalteco y un tercero ha nacido en México. Además, también hay uno español. Pero todos hispanos. De pie, en un recodo de la barra, beben, fuman. Beben cerveza fría, medio helada, y fuman cigarrillos de tabaco negro, y también de tabaco rubio. Entretanto, hablan. Sobre todo hablan. En el aire espeso de la tarde, quedan atrapadas sus palabras: “poesía”, “verdad”, “belleza”, “amor”, “mundo”, “salvación”, “humanidad”. Estas palabras pesan sobre sus corazones, y a veces se clavan, hiriéndolos. Poniéndolos melancólicos. Sombríos.
Siguiendo el paseo, un poco más adelante, por donde en estos momentos va el muchacho negro empujando su carretilla, cerca de los últimos puestos de fruta, se oye una música. Sale de una casa grande –parece un palacio– que se levanta sobre el mismo muro del malecón. Es música de piano. De Schönberg. El ventanal del primer piso está abierto y se puede ver al pianista. Se trata de un hombre joven, delgado, pulcramente vestido. Muy elegante.
Abajo, en el porche, sentado en un sillón de mimbre, hay otro hombre, también joven, pero menos joven que el pianista. Lee un libro. Es un libro de poesía. De cuando en cuando también escribe algo en una cuartilla de papel. Versos. Escribe versos. Tacha. Emborrona. Vuelve a escribir. Está haciendo un poema. El mayordomo, haitiano, metido ya en años, le trae un refresco. Para darle las gracias, levanta la cabeza, y, antes de bajarla de nuevo al libro o a la cuartilla, mira el jardín, que por unos instantes retiene sus ojos. Pese a lo tardía de la hora, aún lo ve luminoso, colorido. Las libélulas vuelan por entre las lilas, los nardos y los jazmines. Una mariposa se acaba de posar en el pétalo de un nardo. La fuente canta. Siempre la misma canción. Una canción triste. La que cantan –o pretenden cantar– también sus versos.
Al fondo, al lado de la valla, que apenas se alza un metro, por el sendero, camina una muchacha, mucho más joven que él, y que el pianista. De todos los hermanos, ella es la más joven, casi una adolescente. Aunque no es mulata, ni negra, es muy bonita, y camina con mucha gracia, atrayendo las miradas nada inocentes de los hombres que pasean por el malecón. La joven, que ya sabe que es guapa, y deseada, se dirige hacia el coche que está aparcado en la entrada del jardín. Es un Ford 130 descapotado. Rojo. Último modelo. Recién traído de Estados Unidos. El muchacho de la carretilla se ha detenido a mirar el jardín: las flores, la fuente, el coche. Y es posible que también a la chica. Fantasea. Pero solo unos segundos, porque el sonido del motor lo devuelve a la realidad: a la carretilla, a los mangos, al malecón, a los campos de cultivo, al sudor, a la fatiga. Al color negro de su piel. Y al son de las olas de este mar. Estas olas que nunca cesan de ir y de venir. Que no descansan jamás. Siempre igual.
Anochece. El barco ya ha atracado en el muelle. Por la escalerilla van bajando los pasajeros. Entre ellos, alguien llamado Federico. Le brillan los ojos y trae la sonrisa prendida en los labios. Viene contento. Abajo, lo esperan tres hombres. Tres hombres jóvenes y alegres. Los tres con traje claro, con corbata de lazo. Los tres de bigote fino y bien peinados. Solo uno lleva espejuelos. Lo saludan calurosamente, entre risas, como si su llegada fuera un gran acontecimiento. Una fiesta. Hablan. Hablando y riendo sin parar llegan al coche. En el Ford 130, conducido por una joven con el pelo cortado a lo chico, muy a la moda de Europa, marchan veloces por la calles de la Habana. Federico siente el aire en el rostro. Lo inhala. Le sabe a sal. A Granada, a España. No tardan en llegar al hotel La Unión. Allí lo dejan. De buena gana iría con ellos esta noche de café en café bebiendo ron y fumando. Conociendo muchachas mulatas, tan bellas. Pero necesita descansar. Mañana será otro día.
Desde el pequeño balcón de la habitación donde se aloja, acodado en la barandilla, mira hacia el mar. El mar se ha vuelto oscuro, negro, como la noche. Las olas juegan con la luna. La traen y la llevan. La rompen. Vuelven a unir los trozos. La hacen nueva. A lo lejos, agua, noche. Más agua y más noche. Más. Pero al final España. Su España. De repente, suena una música, una canción. Viene de un cafetín no muy lejos del hotel. Se ha abierto una puerta, ha salido una pareja. La puerta abierta ha dejado escapar también “aquellos ojos verdes que yo nunca besaré, que nunca besaré”. La canta Machín. Pero la puerta se cierra y vuelve otra vez el sonido del mar, de las olas, que no paran, no paran. Por el malecón, vacío, sin apenas luz, caminan esos dos jóvenes que acaban de dejar el café. Él le va hablando, ella ríe, ríe. No ve bien cómo es la muchacha, pero se la imagina morena, mulata, de labios llenos, levemente húmedos, con sabor a mar. Los ojos negros, profundos. Soñadores. Se imagina que sus muslos son robustos, poderosos, y sus glúteos firmes. Ay, y sus hombros redondos, y su voz suave, envolvente, cálida. Toda ella hermosa. Sus caricias, sus besos y sus suspiros, prefiere no imaginárselos. No quiere ahuyentar el sueño cuyo peso ya nota en los párpados. No obstante, no puede evitar un último sentimiento. La envidia. Siente envidia de ese hombre, que ya le ciñe a la muchacha con determinación su cintura, mientras ella, feliz, aún ríe más, sabedora de que otra vez, sin apenas hacer nada, casi con solo estar, ha logrado, por fin, rendir lo que se mostraba inexpugnable, lo que nadie creería. De esa manera, estos jóvenes, cada vez más juntos, más felices, avanzan por la noche hasta no ser más que dos sombras. Con los ojos velados por esas dos sombras –que no tardarán en ser una sola– se fue a dormir. A intentar dormir.
“¡Aquí he pasado los mejores días de mi vida!”
(Federico García Lorca)
Nunca he estado en Cuba, pero me gustaría mucho visitarla. Sobre todo la Cuba de 1930. Esa cuba que conoció Lorca. La cuba rica y libre. Pero eso ya es imposible. No obstante, cabe imaginarla. Soñarla. Y lo he hecho. La he imaginado a partir de lo que he leído en los libros. De las fotografías que he encontrado en sus páginas. De las películas y documentales que he visto.
De este modo, mi cabeza no tarda en llenarse de mar, de calor y de luz. De colores. Todos suaves. Colores pastel. También de estrellas y de música. Veo el océano besando el malecón. Un vapor –quizá procedente de Nueva York– se está acercando. Se hace cada vez más grande. Pretende entrar en el puerto. El vapor Cuba. Son las tres de la tarde. Las tres de la tarde de un día de marzo. Puede que el siete de marzo. Es ya casi primavera. Primavera en La Habana.
A medida que avanza la tarde, el malecón se va llenando de transeúntes. El aire está menos inflamado de luz pero más saturado de aromas. Son los aromas de las frutas. ¡Todo huele tan bien! A un lado del paseo, el mar, tranquilo; apenas las olas van y vienen. Al otro, la calle, flanqueada de palmeras, por donde circulan los vehículos, casi todos ya a motor. La Habana es una ciudad moderna. Por el malecón cada vez pasea más gente. Nadie tiene prisa. Pasan, indolentes, grupos de damas con parasol. Dos mulatas, vestidas de blanco, de un blanco inmaculado, con la cesta de palma colgando del brazo, se detienen en un puesto de fruta. Un muchacho negro que empuja una carretilla cargada de mangos frescos trata de abrirse paso. Dos niños, también negros, desharrapados, sucios, juegan, sin dejar de reír, a pillarse por entre las palmeras. Un señor se detiene a ver la hora en el reloj de cadena que lleva en el bolsillo de su chaleco. Algunas muchachas, tocadas con elegantes sombreros, miran, melancólicas, el mar, mientras acarician con sus dedos finos, delicados, las cuentas de colores del collar que llevan sobre el pecho. Sueñan. Tal vez con un nuevo mar, otra tierra, un cielo distinto. Un mundo todavía mejor. Abajo, no tan lejos del agua, sobre la arena, a la sombra del muro, dormita un vagabundo.
Al otro lado de la calle, cerca de la catedral, de una cantina, cuyas puertas y ventanas están abiertas de par en par, llega, a intervalos, el sonido de un alboroto: choque de manos, palmadas en la espalda y risas. Alegría. Se trata de escritores. De poetas. No todos son cubanos. De hecho, uno procede de Colombia, otro es guatemalteco y un tercero ha nacido en México. Además, también hay uno español. Pero todos hispanos. De pie, en un recodo de la barra, beben, fuman. Beben cerveza fría, medio helada, y fuman cigarrillos de tabaco negro, y también de tabaco rubio. Entretanto, hablan. Sobre todo hablan. En el aire espeso de la tarde, quedan atrapadas sus palabras: “poesía”, “verdad”, “belleza”, “amor”, “mundo”, “salvación”, “humanidad”. Estas palabras pesan sobre sus corazones, y a veces se clavan, hiriéndolos. Poniéndolos melancólicos. Sombríos.
Siguiendo el paseo, un poco más adelante, por donde en estos momentos va el muchacho negro empujando su carretilla, cerca de los últimos puestos de fruta, se oye una música. Sale de una casa grande –parece un palacio– que se levanta sobre el mismo muro del malecón. Es música de piano. De Schönberg. El ventanal del primer piso está abierto y se puede ver al pianista. Se trata de un hombre joven, delgado, pulcramente vestido. Muy elegante.
Abajo, en el porche, sentado en un sillón de mimbre, hay otro hombre, también joven, pero menos joven que el pianista. Lee un libro. Es un libro de poesía. De cuando en cuando también escribe algo en una cuartilla de papel. Versos. Escribe versos. Tacha. Emborrona. Vuelve a escribir. Está haciendo un poema. El mayordomo, haitiano, metido ya en años, le trae un refresco. Para darle las gracias, levanta la cabeza, y, antes de bajarla de nuevo al libro o a la cuartilla, mira el jardín, que por unos instantes retiene sus ojos. Pese a lo tardía de la hora, aún lo ve luminoso, colorido. Las libélulas vuelan por entre las lilas, los nardos y los jazmines. Una mariposa se acaba de posar en el pétalo de un nardo. La fuente canta. Siempre la misma canción. Una canción triste. La que cantan –o pretenden cantar– también sus versos.
Al fondo, al lado de la valla, que apenas se alza un metro, por el sendero, camina una muchacha, mucho más joven que él, y que el pianista. De todos los hermanos, ella es la más joven, casi una adolescente. Aunque no es mulata, ni negra, es muy bonita, y camina con mucha gracia, atrayendo las miradas nada inocentes de los hombres que pasean por el malecón. La joven, que ya sabe que es guapa, y deseada, se dirige hacia el coche que está aparcado en la entrada del jardín. Es un Ford 130 descapotado. Rojo. Último modelo. Recién traído de Estados Unidos. El muchacho de la carretilla se ha detenido a mirar el jardín: las flores, la fuente, el coche. Y es posible que también a la chica. Fantasea. Pero solo unos segundos, porque el sonido del motor lo devuelve a la realidad: a la carretilla, a los mangos, al malecón, a los campos de cultivo, al sudor, a la fatiga. Al color negro de su piel. Y al son de las olas de este mar. Estas olas que nunca cesan de ir y de venir. Que no descansan jamás. Siempre igual.
Anochece. El barco ya ha atracado en el muelle. Por la escalerilla van bajando los pasajeros. Entre ellos, alguien llamado Federico. Le brillan los ojos y trae la sonrisa prendida en los labios. Viene contento. Abajo, lo esperan tres hombres. Tres hombres jóvenes y alegres. Los tres con traje claro, con corbata de lazo. Los tres de bigote fino y bien peinados. Solo uno lleva espejuelos. Lo saludan calurosamente, entre risas, como si su llegada fuera un gran acontecimiento. Una fiesta. Hablan. Hablando y riendo sin parar llegan al coche. En el Ford 130, conducido por una joven con el pelo cortado a lo chico, muy a la moda de Europa, marchan veloces por la calles de la Habana. Federico siente el aire en el rostro. Lo inhala. Le sabe a sal. A Granada, a España. No tardan en llegar al hotel La Unión. Allí lo dejan. De buena gana iría con ellos esta noche de café en café bebiendo ron y fumando. Conociendo muchachas mulatas, tan bellas. Pero necesita descansar. Mañana será otro día.
Desde el pequeño balcón de la habitación donde se aloja, acodado en la barandilla, mira hacia el mar. El mar se ha vuelto oscuro, negro, como la noche. Las olas juegan con la luna. La traen y la llevan. La rompen. Vuelven a unir los trozos. La hacen nueva. A lo lejos, agua, noche. Más agua y más noche. Más. Pero al final España. Su España. De repente, suena una música, una canción. Viene de un cafetín no muy lejos del hotel. Se ha abierto una puerta, ha salido una pareja. La puerta abierta ha dejado escapar también “aquellos ojos verdes que yo nunca besaré, que nunca besaré”. La canta Machín. Pero la puerta se cierra y vuelve otra vez el sonido del mar, de las olas, que no paran, no paran. Por el malecón, vacío, sin apenas luz, caminan esos dos jóvenes que acaban de dejar el café. Él le va hablando, ella ríe, ríe. No ve bien cómo es la muchacha, pero se la imagina morena, mulata, de labios llenos, levemente húmedos, con sabor a mar. Los ojos negros, profundos. Soñadores. Se imagina que sus muslos son robustos, poderosos, y sus glúteos firmes. Ay, y sus hombros redondos, y su voz suave, envolvente, cálida. Toda ella hermosa. Sus caricias, sus besos y sus suspiros, prefiere no imaginárselos. No quiere ahuyentar el sueño cuyo peso ya nota en los párpados. No obstante, no puede evitar un último sentimiento. La envidia. Siente envidia de ese hombre, que ya le ciñe a la muchacha con determinación su cintura, mientras ella, feliz, aún ríe más, sabedora de que otra vez, sin apenas hacer nada, casi con solo estar, ha logrado, por fin, rendir lo que se mostraba inexpugnable, lo que nadie creería. De esa manera, estos jóvenes, cada vez más juntos, más felices, avanzan por la noche hasta no ser más que dos sombras. Con los ojos velados por esas dos sombras –que no tardarán en ser una sola– se fue a dormir. A intentar dormir.