Un hombre honrado
La reciente muerte del antiguo secretario general del sindicato Unión General de Trabajadores (UGT), Nicolás Redondo, me trae el recuerdo de las incursiones primerizas en mi profesión por los vericuetos del capítulo económico, en la parcela, poco ponderada desde fuera, de la información laboral.
Este apartado fue el hermano pobre de la economía, deslumbrada entonces, como deslumbrada ahora, por las magnitudes macroeconómicas, las grandes operaciones comerciales y el culto divinizado a los millonarios. Ese arrinconamiento puede explicarse en que las noticias relacionadas con el mundo laboral se desdoblaban en los periódicos de la dictadura, entre las páginas de economía y las de sucesos. En estas últimas, porque no era infrecuente que las algaradas obreras y estudiantiles acabasen en detenciones masivas, cuando no, en muertos y heridos, siempre de la misma parte.
La Transición a la democracia en España estaría incompleta sin el concurso de los sindicatos; pero, sobre todo, sin la presencia física de sus dos máximos representantes: Nicolás Redondo, al frente de la UGT, y Marcelino Camacho, máximo dirigente de Comisiones Obreras (CCOO). Esta dualidad formalizó una coincidencia estratégica, que ayudó sobremanera a que la consecución de libertades se alcanzara sin traumas sociales relevantes. Injusto sería olvidar un tercer vértice, la patronal Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), comandada por Ferrer Salat, primero, y José María Cuevas, después, que hicieron del pacto social, junto a las organizaciones laborales, el instrumento más valioso de la paz social.
Fui testigo de interminables horas, diurnas y nocturnas, de negociaciones entre sindicatos y empresarios a cara de perro, más destinadas a socavar la resistencia del oponente que a poner una pica en Flandes. A negociadores e informadores, por aquella época, se nos conocía como culos de hierro. Pero, aceptado el acuerdo, el documento se firmaba con un boato que contagiaba la idea del pleno cumplimiento entre partes. Y así fue. Dos enemigos irreconciliables en la pasada historia de España empezaron a dirimir sus diferencias, de la pistola a la mesa de negociación. Otra enseñanza que se quiere olvidar de la grandeza de un periodo que se caracterizó por el ferviente deseo de construir una sociedad libre de rencores atávicos.
Los sindicatos, a la muerte de Franco, tenían que ser protagonistas activos del periodo que se iba a abrir. En ese matiz tuvieron buen olfato los políticos. El consenso no podía ser unidireccional, labrado exclusivamente entre los partidos. Tenía que abarcar obligatoriamente el área social que siempre han representado las organizaciones de índole social, empresarios incluidos. De esta forma, el guiso a cocinar debía alcanzar a toda la ciudadanía. No se podían dejar flecos sueltos en forma de colectivos olvidados.
Si el plantel de hombres de la política se reveló pronto de primer nivel, a la zaga no le fueron las dos referencias sindicales: Redondo y Camacho, hombres de una vez, coherentes y ejemplos de vida particular que insuflaron confianza a la sociedad. Justo lo que se echa hoy en falta, con su falta de pudor, en nuestros nombres públicos.
Nicolás Redondo, a quien traté esporádicamente, fue un hombre de principios. Un auténtico líder del PSOE, destinado a la primera silla del partido en los estertores del franquismo, pero que, conocedor de sus limitaciones como futuro líder nacional, dejó vía libre a la savia que se regeneró en la localidad francesa de Suresnes.
Redondo era hombre de acción, no de discursos. No tenía buena dicción, pero sí poder de convencimiento y honradez en sus palabras. Fue duro como el pedernal en el día a día de su organización. Le costó abrirse al concepto de sindicato de servicios, reclamo para la nueva clase trabajadora de traje y corbata. Quiso hacer sindicalismo a la alemana con una cooperativa de viviendas para militantes de la organización. Abrió su tumba. Aquello fue el flanco al descubierto que dejó en los posteriores ajustes de cuentas entre UGT y PSOE.
Dudó, vaya si dudó, con toda la lógica de hombría de bien, cuando la acción política de su partido, de su casa, colisionó con los intereses y objetivos de los trabajadores que a él le había tocado defender en el reparto de papeles de los tiempos del exilio. Corazón frente a utilitarismo en un hombre todo víscera para las filias y las fobias. Recortes en las pensiones e insuficientes subidas en las percepciones, le obligan a entregar el acta de diputado, en compañía de su leal Antón Saracíbar. Se autodesterró de una máquina de poder que bien le iba a hacer pagar la insolencia. La honradez consigo mismo y hacia los suyos abrió un divorcio familiar en la más visible tradición de rupturas familiares por la herencia de lo coherente frente a lo útil.
Fue más allá, y a un gobierno de su PSOE, poco reconocible en el obrero que era él, le montó una huelga general, impulsada por la recién construida unidad de acción con CCOO. De aquel paro dijo, lo han secundado hasta los pájaros. Un año después me contó personalmente que aquella acción nunca fue una huelga política, sino social, de toque de atención a los comportamientos y abusos de la llamada izquierda caviar, que estaban dinamitando la esencia del justo reparto de riqueza que es el alma socialista. La España de las desigualdades lo ha elevado a profeta.
Los sindicatos hoy son organizaciones marginales. A ello lo han llevado la astucia tramposa de los neoliberales, la credulidad de una sociedad hipnotizada en el consumo y amordazada para la protesta, así como el comportamiento de dirigentes sindicales que volvieron al redil de la política, borrando el mensaje de rebeldes y luchadores como Redondo y Camacho.
Hagamos inventario. Sin ellos, los trabajadores han perdido conquistas sociales, están sometidos a jornadas de explotación y a sueldos de miseria que no alcanzan ni para el derecho básico de la emancipación. Y en leyes, el Estatuto de los Trabajadores, cae de rodillas ante una reforma laboral, impuesta sin el respaldo de la negociación entre agentes sociales, dejándola en el único a pedir de boca de los empresarios. Menudo cambiazo.
La reciente muerte del antiguo secretario general del sindicato Unión General de Trabajadores (UGT), Nicolás Redondo, me trae el recuerdo de las incursiones primerizas en mi profesión por los vericuetos del capítulo económico, en la parcela, poco ponderada desde fuera, de la información laboral.
Este apartado fue el hermano pobre de la economía, deslumbrada entonces, como deslumbrada ahora, por las magnitudes macroeconómicas, las grandes operaciones comerciales y el culto divinizado a los millonarios. Ese arrinconamiento puede explicarse en que las noticias relacionadas con el mundo laboral se desdoblaban en los periódicos de la dictadura, entre las páginas de economía y las de sucesos. En estas últimas, porque no era infrecuente que las algaradas obreras y estudiantiles acabasen en detenciones masivas, cuando no, en muertos y heridos, siempre de la misma parte.
La Transición a la democracia en España estaría incompleta sin el concurso de los sindicatos; pero, sobre todo, sin la presencia física de sus dos máximos representantes: Nicolás Redondo, al frente de la UGT, y Marcelino Camacho, máximo dirigente de Comisiones Obreras (CCOO). Esta dualidad formalizó una coincidencia estratégica, que ayudó sobremanera a que la consecución de libertades se alcanzara sin traumas sociales relevantes. Injusto sería olvidar un tercer vértice, la patronal Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), comandada por Ferrer Salat, primero, y José María Cuevas, después, que hicieron del pacto social, junto a las organizaciones laborales, el instrumento más valioso de la paz social.
Fui testigo de interminables horas, diurnas y nocturnas, de negociaciones entre sindicatos y empresarios a cara de perro, más destinadas a socavar la resistencia del oponente que a poner una pica en Flandes. A negociadores e informadores, por aquella época, se nos conocía como culos de hierro. Pero, aceptado el acuerdo, el documento se firmaba con un boato que contagiaba la idea del pleno cumplimiento entre partes. Y así fue. Dos enemigos irreconciliables en la pasada historia de España empezaron a dirimir sus diferencias, de la pistola a la mesa de negociación. Otra enseñanza que se quiere olvidar de la grandeza de un periodo que se caracterizó por el ferviente deseo de construir una sociedad libre de rencores atávicos.
Los sindicatos, a la muerte de Franco, tenían que ser protagonistas activos del periodo que se iba a abrir. En ese matiz tuvieron buen olfato los políticos. El consenso no podía ser unidireccional, labrado exclusivamente entre los partidos. Tenía que abarcar obligatoriamente el área social que siempre han representado las organizaciones de índole social, empresarios incluidos. De esta forma, el guiso a cocinar debía alcanzar a toda la ciudadanía. No se podían dejar flecos sueltos en forma de colectivos olvidados.
Si el plantel de hombres de la política se reveló pronto de primer nivel, a la zaga no le fueron las dos referencias sindicales: Redondo y Camacho, hombres de una vez, coherentes y ejemplos de vida particular que insuflaron confianza a la sociedad. Justo lo que se echa hoy en falta, con su falta de pudor, en nuestros nombres públicos.
Nicolás Redondo, a quien traté esporádicamente, fue un hombre de principios. Un auténtico líder del PSOE, destinado a la primera silla del partido en los estertores del franquismo, pero que, conocedor de sus limitaciones como futuro líder nacional, dejó vía libre a la savia que se regeneró en la localidad francesa de Suresnes.
Redondo era hombre de acción, no de discursos. No tenía buena dicción, pero sí poder de convencimiento y honradez en sus palabras. Fue duro como el pedernal en el día a día de su organización. Le costó abrirse al concepto de sindicato de servicios, reclamo para la nueva clase trabajadora de traje y corbata. Quiso hacer sindicalismo a la alemana con una cooperativa de viviendas para militantes de la organización. Abrió su tumba. Aquello fue el flanco al descubierto que dejó en los posteriores ajustes de cuentas entre UGT y PSOE.
Dudó, vaya si dudó, con toda la lógica de hombría de bien, cuando la acción política de su partido, de su casa, colisionó con los intereses y objetivos de los trabajadores que a él le había tocado defender en el reparto de papeles de los tiempos del exilio. Corazón frente a utilitarismo en un hombre todo víscera para las filias y las fobias. Recortes en las pensiones e insuficientes subidas en las percepciones, le obligan a entregar el acta de diputado, en compañía de su leal Antón Saracíbar. Se autodesterró de una máquina de poder que bien le iba a hacer pagar la insolencia. La honradez consigo mismo y hacia los suyos abrió un divorcio familiar en la más visible tradición de rupturas familiares por la herencia de lo coherente frente a lo útil.
Fue más allá, y a un gobierno de su PSOE, poco reconocible en el obrero que era él, le montó una huelga general, impulsada por la recién construida unidad de acción con CCOO. De aquel paro dijo, lo han secundado hasta los pájaros. Un año después me contó personalmente que aquella acción nunca fue una huelga política, sino social, de toque de atención a los comportamientos y abusos de la llamada izquierda caviar, que estaban dinamitando la esencia del justo reparto de riqueza que es el alma socialista. La España de las desigualdades lo ha elevado a profeta.
Los sindicatos hoy son organizaciones marginales. A ello lo han llevado la astucia tramposa de los neoliberales, la credulidad de una sociedad hipnotizada en el consumo y amordazada para la protesta, así como el comportamiento de dirigentes sindicales que volvieron al redil de la política, borrando el mensaje de rebeldes y luchadores como Redondo y Camacho.
Hagamos inventario. Sin ellos, los trabajadores han perdido conquistas sociales, están sometidos a jornadas de explotación y a sueldos de miseria que no alcanzan ni para el derecho básico de la emancipación. Y en leyes, el Estatuto de los Trabajadores, cae de rodillas ante una reforma laboral, impuesta sin el respaldo de la negociación entre agentes sociales, dejándola en el único a pedir de boca de los empresarios. Menudo cambiazo.