Prólogos como batalla
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Resulta que pensamos en la literatura como Algo insigne, grandioso y capaz de elevarnos a las más altas cotas de la ilusión. Cuando comenzamos una nueva lectura aparece en nosotros el misterioso arte de una magia inexplicable ante lo desconocido y por descubrir. Aunque nos hayan recomendado una lectura siempre queda la aventura de desentrañar con nuestro propio criterio el mensaje interno de la obra en cuestión. Sin embargo existe algo tremendo llamado ‘prólogo’.
Los prólogos no suelen gustarme en absoluto, pues en muchas ocasiones desentrañan por completo el enigma y fastidian realmente el afán de comenzar la inmersión, llegando en ocasiones a sucumbir en el intento de abordar el libro en cuestión, por realizar un balance muy poco atrayente de la trama o desvelar acontecimientos en demasía, algo que nos puede llevar a dejar de leer una buena obra y perdernos autores maravillosos que nos hubiesen aportado enseñanzas y frases únicas para nuestro bagaje interno. Esto se aprende con el tiempo y la experiencias lectora, por eso siempre me los salto y los leo al concluir la lectura, se lo aconsejo encarecidamente. Un ejemplo de este tremendo fastidio que me he encontrado en las recientes fechas navideñas ha sido el prólogo de ‘Los adioses’ de Onetti, y el de ‘Moderato Cantabile’ de Marguerite Duras, este último escrito por la gran Peri Rossi. Dos ejemplos que constituyen solamente una muestra de como un prólogo, valga tanta redundancia, puede estropear el encanto del descubrimiento. Menos mal, como les digo, que los leí al concluir ambas lecturas, algo que ya decidí hace muchos años.
Hacen falta buenos prologuistas que respeten el misterio y se mantengan al margen de los personajes y por supuesto de la trama. Muchos autores encargan los prólogos de sus obras a escritores de fama, lo que no asegura nada pues un escritor no tiene por qué resultar un buen prologuista de la obra de otros. Ser prologuista requiere el arte del despiste y el enigma sobre toda las cosas. Requiere poesía para camelar e inducir al lector al deseo de comenzar una nueva aventura sin desvelar tal o cual personaje y acción. Ser prologuista debería ser una profesión como tal. Lo contrario es ser un crítico y a veces estas dos vertientes se confunden sobremanera. El arte del prólogo, a mi modo de ver, debería contener tres máximas: Escueto, luminoso, e intrigante.
Se debe ir a un libro con la inocencia intacta. Como un niño entra en una gruta o se asombra ante el regalo envuelto. Por eso reclamo encarecidamente la profesión exclusiva y absoluta de PROLOGUISTA con dedicación de especialista del enigma.
Resulta que pensamos en la literatura como Algo insigne, grandioso y capaz de elevarnos a las más altas cotas de la ilusión. Cuando comenzamos una nueva lectura aparece en nosotros el misterioso arte de una magia inexplicable ante lo desconocido y por descubrir. Aunque nos hayan recomendado una lectura siempre queda la aventura de desentrañar con nuestro propio criterio el mensaje interno de la obra en cuestión. Sin embargo existe algo tremendo llamado ‘prólogo’.
Los prólogos no suelen gustarme en absoluto, pues en muchas ocasiones desentrañan por completo el enigma y fastidian realmente el afán de comenzar la inmersión, llegando en ocasiones a sucumbir en el intento de abordar el libro en cuestión, por realizar un balance muy poco atrayente de la trama o desvelar acontecimientos en demasía, algo que nos puede llevar a dejar de leer una buena obra y perdernos autores maravillosos que nos hubiesen aportado enseñanzas y frases únicas para nuestro bagaje interno. Esto se aprende con el tiempo y la experiencias lectora, por eso siempre me los salto y los leo al concluir la lectura, se lo aconsejo encarecidamente. Un ejemplo de este tremendo fastidio que me he encontrado en las recientes fechas navideñas ha sido el prólogo de ‘Los adioses’ de Onetti, y el de ‘Moderato Cantabile’ de Marguerite Duras, este último escrito por la gran Peri Rossi. Dos ejemplos que constituyen solamente una muestra de como un prólogo, valga tanta redundancia, puede estropear el encanto del descubrimiento. Menos mal, como les digo, que los leí al concluir ambas lecturas, algo que ya decidí hace muchos años.
Hacen falta buenos prologuistas que respeten el misterio y se mantengan al margen de los personajes y por supuesto de la trama. Muchos autores encargan los prólogos de sus obras a escritores de fama, lo que no asegura nada pues un escritor no tiene por qué resultar un buen prologuista de la obra de otros. Ser prologuista requiere el arte del despiste y el enigma sobre toda las cosas. Requiere poesía para camelar e inducir al lector al deseo de comenzar una nueva aventura sin desvelar tal o cual personaje y acción. Ser prologuista debería ser una profesión como tal. Lo contrario es ser un crítico y a veces estas dos vertientes se confunden sobremanera. El arte del prólogo, a mi modo de ver, debería contener tres máximas: Escueto, luminoso, e intrigante.
Se debe ir a un libro con la inocencia intacta. Como un niño entra en una gruta o se asombra ante el regalo envuelto. Por eso reclamo encarecidamente la profesión exclusiva y absoluta de PROLOGUISTA con dedicación de especialista del enigma.