Juan Antonio Cordero Alonso
Sábado, 21 de Enero de 2023

A vueltas con la IA

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Leí hace unos meses un artículo en su diario ‘El burdo elogio de lo artificial’, de Angel Alonso, de fecha 5 de Noviembre del 22.

Admiro el estilo y los contenidos del autor y tengo una cierta sincronía con su forma de ver los temas que trata, pero me gustaría disentir del tratamiento de dos conceptos que toca en el artículo citado y que hacen referencia a la inteligencia artificial, no sé si con mayúscula o sin ella.

 

Se trata de dos palabras comunes, en el sentido de no rebuscadas, utilizadas y comprendidas por todos: inteligencia y artificial.

Sabemos lo que significa ser inteligente o comportarse de forma inteligente. Lo sabemos a pesar de la polémica científica sobre la definición o descripción del concepto. Binet, Eysenck, Gardner, Wechsler, Feuerstein, Sternberg, Piaget, etc, son algunos de los científicos que se han ocupado del problema sin llegar a unificar criterios sobre la inteligencia y sobre cómo medirla, pero ello no niega que exista sino, más bien, que puede ser inabarcable, en cuyo caso sería procedente trabajar con estimaciones.

 

Por otra parte también es cierto lo que vamos sabiendo de ella es más relativo en la misma proporción en que se van multiplicando las inteligencias de nuevo cuño: la emocional, la social, la interpersonal, la lingüística y una lista inacabable de inteligencias pret a porter cada cual más cercana a lo concreto.

 

Respecto a la palabra artificial, la RAE nos da cuatro significados: 1. adj. Hecho por mano o arte del hombre. 2. adj. No natural, falso. 3. adj. Producido por el ingenio humano. 4. adj. desus. Disimulado, cauteloso.

 

Si descartamos el 4º por estar en desuso, nos quedan tres, y yo me quedo con el 1º y 3º que inciden en que lo artificial es fundamentalmente no natural, es decir, elaborado, producido, manufacturado, transformado, con intermediación de la inteligencia humana. No vemos artificialidad en la creación de un nido o de una en una colmena, a los que consideramos naturales aunque hayan sido elaborados o construidos como siempre, con instinto, pero sin inteligencia, sin aportaciones novedosas o  sorprendentes.

 

Es decir, sólo lo artificial es un producto de la inteligencia. Y claro, obviamente, no todo lo artificial es bueno, como tampoco malo, porque los conceptos morales no son aplicables a las cosas, sino a los entes portadores de razón, que de momento somos el género humano… aunque al paso que vamos es posible que pronto tengamos que repartir nuestros derechos con plantas, perros y gatos.

 

Intentar desconectar lo artificial, de la inteligencia, es tan ‘artificial (en su 2ª acepción’ como separar los conceptos madre (no digo padre) de hijo. Es una batalla perdida. Efectivamente esta 2ª acepción, según la RAE, está relacionada con la falsedad, pero que pueda tener ese uso no significa que ese sea su mejor uso, ni siquiera que ese uso sea el más frecuente. Tomar la parte por el todo o viceversa se llama sinécdoque y es una figura retórica que pretende, en este caso, enfatizar un significado, el de ‘falsedad’ sobre los demás, ‘elaborado por el hombre, su arte o su ingenio’. Como recurso literario es aceptable, pero le falta un poco de  rigurosidad o de metodología científica.

 

¿Qué parte de lo artificial es la mala, la deleznable frente a lo natural, aún asumiendo que lo natural es mejor que lo artificial, que  no es poco suponer? O ¿es que todo lo artificial es malo porque es artificial? Reitero que ni lo natural ni lo artificial admiten los atributos morales de bueno y malo porque ambos carecen de inteligencia, responsabilidad y libertad. El martillo no es ni bueno ni malo, es martillo y es el que lo usa, quien que lo puede hacer bien (clavar puntas) o mal (romper cabezas). Lo mismo le pasa a la inteligencia artificial. No hay que ponerse nervioso por ese adjetivo que acompaña al nombre. Hay que ponerse nervioso por quien la utiliza, y sobre todo por cómo se utiliza.

 

En el año 1942 Alan Turing, matemático, logró un dispositivo mecánico diseñado por él y su equipo orientado a la criptografía. La capacidad de cálculo que se logró con este artilugio ayudó a reducir la duración de la Segunda Guerra Mundial entre dos y cuatro años, lo que en vidas humanas podría traducirse en evitar unas catorce millones de muertes. Así dejó descrito el hecho Winston Churchill, premier británico, que no era un personajillo como los mandarines actuales.

 

En los 70 Edward Shortfille, Universidad de Stanford, escribió el código de un sistema experto en lenguaje LISP encargado de diagnosticar enfermedades infecciosas en la sangre siendo capaz de razonar los pasos dados hasta la obtención del diagnóstico y modificar las recetas según las variables individuales de cada paciente (edad, peso, altura, etc.). Era Mycin y se basó en un motor de inferencia apoyado en medio millar de reglas. Sus entradas eran las respuestas de los pacientes a preguntas sobre su estado. La tasa de acierto diagnóstico fue del 65%, inferior al de médicos especialistas pero superior al de los no especialistas. El programa se interrumpió por problemas, digamos, de tipo ético y/o administrativo.

 

Todo esto fue ayer.

 

Sensores observacionales cada vez más precisos, potencia de cálculo muy veloz, aprendizaje profundo o automático, teoría de la decisión, sistemas expertos, etc. son campos en los que el hombre no puede competir con la técnica, como tampoco pudo ni puede hacerlo con la bicicleta.

 

La historia del hombre es la historia de la inteligencia humana, aquella que nos desvió de ‘lo natural’ y nos facilitó lo ‘artificial’, lo que no existía, para poder vivir más y mejor. Inventamos la rueda, el carro, la comunicación, la escritura, el coche… y cada cosa inventada mejoraba o suplía alguna de nuestras deficiencias humanas. Y no tuvimos demasiados problemas en ir asumiendo el progreso…hasta ahora.

 

Hoy tenemos miedo a que lo artificial se imponga a lo natural. Desde la cúspide de la pirámide temblamos porque algo quede fuera de control, despotricamos de lo artificial y, con Rousseau, pontificamos lo natural, como si el esclavismo, la inquisición, los 60 millones de muertos del nazismo o los más de 100 millones del comunismo no tuvieran nada que ver con el comportamiento humano y fueran atribuibles a la IA o a los extraterrestres. Y no, no. Todo ello fue natural y racional (engaños, estrategias y trampas del todo vale), hombres con poder que impusieron su voluntad a costa de muertos y más muertos. Y es que la racionalidad no siempre se orienta ni a lo escolástico ni a lo beatífico ni al bien común, sino que también a alimentar el poder, a generar odio para conseguirlo, a enterrar gente para mantenerlo… Se trata de conductas intrínsecamente humanas que nos distancian de los animales. Son conductas inteligentes. Así es nuestra historia y estos son nuestros mimbres.

 

Hoy los adelantos en algunas variantes de la inteligencia artificial como el Deep Learning, nos permiten observar y analizar los rostros humanos para identificar a través de las caras rasgos precisos de trastornos genéticos. (Ampliar en https://www.nature.com/articles/s41591-018-0279-0).

¿Cómo analizar una mutación genética, la variación de un virus, la distinción potencial de benignidad o malignidad de un tumor y su relación con la detección precoz, etc. etc. etc. sin IA?

¿Cuántos cientos o miles de años nos hemos ahorrado de trabajo bruto para descifrar el genoma con el uso IA y aprovechar este conocimiento en nuestro propio beneficio?

Podría hacerse una lista interminable de aspectos de nuestra vida mejorados por la IA, pero creo que no hace falta.

 

El problema sigue sin ser el martillo, que como la IA, no es bueno ni malo, es cosa. El problema es de quien la utiliza y como la utiliza y esto nos lleva al principio, al hombre. Sólo el hombre puede atribuirse acciones buenas o malas porque esos conceptos los tiene dentro de su cerebro, de su inteligencia, de su moral.

 

Y otra discusión, de mucha enjundia, por cierto, es valorar como se cortocircuitan las apetencias desmesuradas de ciertos individuos o grupos para evitar que una parte de su racionalidad se oriente a causar malestar y/o dolor para conseguir o acrecentar poderes y riquezas. Es el hombre el que crea los objetos. Objetos y conocimientos ‘artificiales’ o explicativos de las leyes físicas para ponerlas a nuestro servicio, al servicio del hombre, que puede vivir más y mejor mitigando el sufrimiento, ayudando a paliar catástrofes gracias a la potente velocidad de cálculo y a la precisión de esos sensores ultrasensibles, accediendo a la información en tiempo real. Claro, y también para causas menos nobles como la alienación,  engaño, mentiras, muertes y otro largo etc.

 

Max Weber desarrolla en ‘La política como vocación’ (1919) el concepto de monopolio de la violencia atribuible y regulable sólo por el Estado. Eran los comienzos del S. XX. Han pasado más de 100 años y algunos de los acontecimientos más dolosos en la historia del hombre, que coinciden con la utilización de la técnica como arte de matar, aún los tenemos en el retrovisor.

¿Y el Estado como monopolizador de la violencia de Max Weber? Bien, suponemos, aunque es mucho suponer.

Porque también podríamos pensar que, más veces de lo deseable, el Estado está haciendo mutis (por el foro), al tiempo que la sociedad, llamada del bienestar, encantada de haberse conocido, distraída y bien alimentada, con sus deudas y sus viajes, hace solo mutis, que significa ¡calla!

 

Y van cayendo y cayendo abusos desde arriba, desde el Estado, y la sociedad, satisfecha en su consumo y maniatada por la corrección política, calla y calla. Este es el tema.

Todos esos abusos, y otros, permanecen y el Estado de Max Weber, que debía defenderlos, ya no existe. Se ha entregado al enemigo, que paga bien, y utiliza el monopolio de la violencia que le hemos otorgado para fines propios, que, aquí, legisla para sediciosos, malversadores o violadores, compra voluntades, televisiones adueñándose de todo el sistema de controles que el propio Estado debería de tener. Y no queda ningún espacio de lucha frente a los grandes, frente a los poderosos, frente a los que utilizan la IA para sus medrajes y clientelas. Y esto es un problema humano.

 

Y así es como lo veo yo.

¿Cómo un Estado (en sus distintas versiones) incapaz de poner orden en las aceras de sus calles (bicicletas, patinetes, excrementos de perro, motos aparcadas…) puede plantarle cara a los grandes lobbies mediáticos, tecnológicos, bancarios, energéticos, farmacéuticos, ambientales…, muchos con más dinero que los propios estados, y que utilizan la IA sólo en su beneficio?

 

La casta política, que decía uno de la casta, no está preparada para estos retos sino para la supervivencia en el cargo, en el brujuleo, en el trapicheo y en esto si son buenos. Cuando el fin es mantenerse en el poder queda poco espacio para el planteamiento de cómo se está utilizando la IA. Qué más da, cuando sólo me interesan mis migajas y una reducida corte de aduladores.

Y junto a ello, la dejación de una sociedad autocomplaciente, entregada y callada que le está haciendo el juego (mejor que sea inconscientemente) a sus verdugos y alienadores, a las redes, a los ‘netflixes’, a los telediarios, a los consumos compulsivos, a las altas gamas y a la sobreabundancia de cosas que compensen la carencia de ideas y de contrastes. 

 

Querido Ángel, el último párrafo de tu artículo, de tan solo dos líneas, contiene tres frases que no tienen desperdicio. Dice así: La inteligencia o es y será natural o real, o no será. Si se hace artificial, nadie dude de que sea manejada por alguien o por algo. Sin intelecto seremos esclavos. Y tres respuestas cortas a ellas: Claro que sí. Aunque no se haga artificial, también. Y con intelecto, puede que también.

 

Bueno, lo dejaremos aquí. Esto se ha alargado más de lo previsto y la enjundia de ese párrafo me lo reservo para un futuro. Espero poder retomar pronto estas controversias desde la más profunda admiración que te tengo como persona y como escritor.

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