El regalo de San Valentín
![[Img #62139]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2023/403_mercedes-enlacharca.jpg)
Pasó el día de San Valentín. No me parece que este día se celebre demasiado en nuestro país. La festividad nos ha ido entrando poco a poco desde el otro lado del Atlántico y ha ido cogiendo cierta relevancia, pero tampoco mucha si lo comparamos con su lugar de origen. Los norteamericanos se vuelven locos con este día y sus in love les impulsa a afrontar todo tipo de originales iniciativas para ponderar su amor en estado efervescente. Los rojos corazones en todo tipo de material son acompañados de significativas flores, dulces delicias y tiernas palabras en vistosos tarjetones; y los comercios se vuelcan a ofertar toda clase de detalles románticos. Para los norteamericanos este día es un gran evento que esperan con mucha ilusión, y ya han trascendido la fiesta de ese amor romántico al amor en general, lo que les da mucho más juego. Estos norteamericanos se vuelven muy excitados en estas ocasiones.
Esto no pasa aquí. Aquí no veo que prospere ese ímpetu amoroso, ni el comercio en ese sentido se pone las pilas, porque no somos dados a tanta cursilería, a tanta exposición de los amores. En mi entorno desde luego no se estila, no veo que mis amigos y conocidos tengan el día de San Valentín como su día de exaltación del enamoramiento y hagan alardes de imaginación para sorprender a su pareja con algún dulce motivo de amor.
Yo he de decir que en mi larga vida en la que he disfrutado de amores, y también de desamores, claro, pero esos en este momento no cuentan, recibí algo por San Valentín sólo dos veces.
Una de ellas venía de larga distancia. Era un ramo de doce rosas rojas de un enamorado del que no teníamos al día nuestro estado de amor. He de confesar que me hizo mucha ilusión no tanto por ser el día del Santo como por la revelación de un querer velado.
La otra sorpresa ‘valentinesca’ fue de mi enamorado en ese momento. La ofrenda amorosa resultó ser un rojo corazón, de no me acuerdo qué material, que me dejó con gran confianza de feliz respuesta, escondido pero a la vista. Mi encuentro con aquel objeto tan básicamente recurrente cargado de expectativas me dio tal repelús, me pareció una simpleza de tal calibre, que se lo devolví algo airada y hasta le eché una pequeña filípica. Pero bastante suave, nada que ver con lo que viví el otro día.
Felizmente esas han sido todas mis experiencias en este día tan señalado para celebrar los amores.
Pero para casos curiosos el que viví este último San Valentín, es decir el otro día. La cuestión fue la siguiente.
Llego yo el martes, a eso de las dos del mediodía, al parking de un supermercado para hacer las compras de última hora. Hay apenas tres coches en el parking porque no son horas de compra de comida, son ya horas de comer la comida. Al bajar del coche me aborda una mujer de unos cincuenta y tantos años con un gran paquete entre los brazos envuelto en un atractivo celofán rojo y rematado con un globo rojo que lleva grabado en blanco el internacional I love you, y me pide gentilmente si puedo yo llevar ese paquete a una persona de nombre X que trabaja en una sección concreta del supermercado. “Es que quiero que sea una sorpresa”, me dice, rebosante de emoción.
Naturalmente me ofrezco con mucho gusto a llevar ese presente a la persona en cuestión que se supone que es la amada. Una encomienda que me parece curiosa y graciosa, y hasta me hace ilusión ser transportadora de esa ilusión. Así que cojo el gran paquete rojo con globo incluido y me adentro por los pasillos del local en busca del destinatario atrayendo las miradas del personal con el que me iba cruzando. Llego a la sección adecuada en la que hay una mujer y un hombre, lógicamente deduzco que ese hombre es X , el destinatario del regalo, así que le pregunto si se llama X para confirmar, me responde que sí un tanto asombrado de verme con aquel paquetón y le digo “pues le traigo este regalo para usted”. No acaba de entender el pobre hombre. De momento se queda mirándome con atontada sorpresa hasta que empieza a reaccionar abriendo su cara en una gran sonrisa, no daba crédito y se repetía “¿para mí?” con gran incredulidad. “Sí, eso me han dicho, que se lo entregara a usted”, le digo, “¿pero de quién?, “A no sé, usted sabrá. Tendrá una tarjeta dentro”. El hombre coge el paquete, lo abraza, le da vueltas y lo mira con arrobo, con un gran entusiasmo infantil. La compañera de la sección tan emocionada como él le felicita, le alaba, le incita a la alegría a la vez que llama a voces a los compañeros “venid, mirad lo que le regalan a X” y todos los compañeros y los pocos clientes se acercan al escuchar tanto alboroto. De repente todo es alegría. Es como si estuvieran asistiendo a un gran espectáculo de amor en vivo y en directo, como si todos estuvieran participando en la primera y única manifestación de amor y de regalo, o de regalo de amor, de la que pudieran participar. ¡Qué gran espectáculo! Qué alegría más generosa la de todos los presentes, como si el amor y el regalo fuera para ellos. El premiado con el regalo no cabía en sí de gozo. El mejor día de su vida, decía, y se le veía tan radiante como si le hubiera tocado el euromillón Y todos los presentes participando de ello. Tanta emoción me admira así que saco el teléfono y le hago una foto a X con su regalo, le pido su número de teléfono y se la mando al instante.
Por un pequeño boquete del paquete aparecen unos caramelos que gentilmente X ofrece a los presentes para compartir además de la alegría algo del regalo. La jefa, en ese arranque de participación de efecto San Valentín, le da permiso a X para que no vuelva a trabajar por la tarde, se relaje, se arregle, y disfrute con y de su pareja. Entre tanta algarabía ha llegado la hora de cambio de turno, así que todos nos vamos a nuestros quehaceres.
Yo hago la compra, motivo por el que iba al super, y cuando salgo al parking y voy a montarme en el coche, la mujer del regalo aparece como por casualidad y me pregunta cómo ha ido todo. Yo le cuento el gran recibimiento que ha tenido su regalo. La alegría inmensa que ha causado no sólo a X sino a todos los trabajadores del super. Le cuento la acogida tan cariñosa de todos. Lo emocionado y feliz que estaba el receptor del regalo y cómo nos quiso hacer partícipes y nos ofreció unos caramelos del paquete. Ella, sonriente, me agradecía y se la veía muy satisfecha del resultado de su sorpresa.
El efecto alegría y felicidad, había quedado en el aire y, por supuesto, en mi aire, así que llegué a casa y compartí en la comida este feliz espectáculo con mi hijo.
A eso de las cuatro y pico, sentada en el sillón de la galería de invierno reposando un poco, me suena el teléfono. Me llama X ante mi sorpresa. Pienso que es para seguir agradeciéndome mi participación, pero el mensaje no es precisamente ese. Su voz suena alterada y desolada. Me pregunta que qué le dije yo a la mujer, a su pareja. Sorprendida le digo que le conté toda la fiesta que se montó a causa del famoso regalo. Entonces me cuenta que la mujer fue a buscarle en cuanto me dejó a mí en el parking y le encontró todavía en la calle antes de subir a su casa.
La rubia llegó muy alterada y con cierta irritación le preguntó qué pasaba con los caramelos (unos caramelos vulgares, nada especiales), que la señora (por mí) le había dicho que los había repartido a todo el mundo, que cómo se le ocurría repartir los caramelos que eran una cosa muy íntima. ¡Que el regalo era muy íntimo! El hombre estaba al lado de su moto, ella le pidió el gran paquete rojo con globo incluido que todavía tenía el intacto y una vez que lo tuvo en sus manos se lo tiró a la cabeza, mientras le insultaba por haber compartido su regalo. Dentro del paquete había colonia, espuma de afeitar, bombones…, en fin, una variedad enorme de objetos que fueron a parar a la cabeza del asustado X y al asfalto de la calle llenándose de espuma y de frascos rotos, mientras ella seguía gritándole de todo, insulto tras insulto, patán era casi un elogio, incluso pasando a lo más personal, enloquecida, mientras le tiraba a la cabeza los objetos que recogía del suelo y le pateaba la moto. Todo un desquicie a dos minutos de haberme agradecido sonriente mi participación. Al infeliz feliz se le fue la felicidad y de la alegría pasó a la desazón en un pispás. Estupefacto y sobrecogido por tanta furia por el reparto unos pocos caramelos de un paquete lleno de cosas, se le quedó paralizado el entendimiento.
Insólito. Un sorprendente cruce de cables.
Y en el fragor de la batalla campal que montó, la mujer le pide a gritos que le dé los 50€ que le había costado el regalo, ese regalo roto y esparcido por el suelo. “No se lo darías”, le digo, “si, si se los di, para que me dejara en paz”, responde titubeante todavía. Necesita desahogarse y me cuenta que a primera hora de la mañana, antes de entrar en el trabajo, él le había llevado a ella una pulsera de plata y una rosa de chocolate. “Ah”, le digo, “y ¿le pediste la pulsera?” “No”, me dice. “Bueno, pues esta tarde la llamas y se la pides”. “Es que me ha cortado la comunicación con ella, no la puedo ni llamar ni mandar mensaje”. Me dice todo compungido.
Este hombre me llamaba desde su terraza donde estaba sentado tratando de asimilar los intensos y dispares acontecimientos que había vivido en cuestión de una hora. Una vertiginosa montaña rusa, arriba y abajo, dichoso y desgraciado, alegre y triste, feliz e infeliz, en cuestión de minutos.
Me siento en cierta manera culpable y le pido perdón por haber dicho lo de los caramelos que ha resultado ser una indiscreción que ha provocado el furor de la mujer cuando lo que pretendía era resaltar la alegría que supuso para su hombre el regalo que quiso compartir con los compañeros como compartían ellos su felicidad. “Bueno”, le digo, “pues mejor es que te des cuenta de que esa señora es una loca y no te conviene. Si monta un pollo por esto es que está mal de la cabeza. Francamente no te conviene”.
Y así dejé al pobre X cavilando en su terraza sobre las locuras del amor y los regalos envenenados de San Valentín. Mejor no tenerlos.
O témpora o mores
Pasó el día de San Valentín. No me parece que este día se celebre demasiado en nuestro país. La festividad nos ha ido entrando poco a poco desde el otro lado del Atlántico y ha ido cogiendo cierta relevancia, pero tampoco mucha si lo comparamos con su lugar de origen. Los norteamericanos se vuelven locos con este día y sus in love les impulsa a afrontar todo tipo de originales iniciativas para ponderar su amor en estado efervescente. Los rojos corazones en todo tipo de material son acompañados de significativas flores, dulces delicias y tiernas palabras en vistosos tarjetones; y los comercios se vuelcan a ofertar toda clase de detalles románticos. Para los norteamericanos este día es un gran evento que esperan con mucha ilusión, y ya han trascendido la fiesta de ese amor romántico al amor en general, lo que les da mucho más juego. Estos norteamericanos se vuelven muy excitados en estas ocasiones.
Esto no pasa aquí. Aquí no veo que prospere ese ímpetu amoroso, ni el comercio en ese sentido se pone las pilas, porque no somos dados a tanta cursilería, a tanta exposición de los amores. En mi entorno desde luego no se estila, no veo que mis amigos y conocidos tengan el día de San Valentín como su día de exaltación del enamoramiento y hagan alardes de imaginación para sorprender a su pareja con algún dulce motivo de amor.
Yo he de decir que en mi larga vida en la que he disfrutado de amores, y también de desamores, claro, pero esos en este momento no cuentan, recibí algo por San Valentín sólo dos veces.
Una de ellas venía de larga distancia. Era un ramo de doce rosas rojas de un enamorado del que no teníamos al día nuestro estado de amor. He de confesar que me hizo mucha ilusión no tanto por ser el día del Santo como por la revelación de un querer velado.
La otra sorpresa ‘valentinesca’ fue de mi enamorado en ese momento. La ofrenda amorosa resultó ser un rojo corazón, de no me acuerdo qué material, que me dejó con gran confianza de feliz respuesta, escondido pero a la vista. Mi encuentro con aquel objeto tan básicamente recurrente cargado de expectativas me dio tal repelús, me pareció una simpleza de tal calibre, que se lo devolví algo airada y hasta le eché una pequeña filípica. Pero bastante suave, nada que ver con lo que viví el otro día.
Felizmente esas han sido todas mis experiencias en este día tan señalado para celebrar los amores.
Pero para casos curiosos el que viví este último San Valentín, es decir el otro día. La cuestión fue la siguiente.
Llego yo el martes, a eso de las dos del mediodía, al parking de un supermercado para hacer las compras de última hora. Hay apenas tres coches en el parking porque no son horas de compra de comida, son ya horas de comer la comida. Al bajar del coche me aborda una mujer de unos cincuenta y tantos años con un gran paquete entre los brazos envuelto en un atractivo celofán rojo y rematado con un globo rojo que lleva grabado en blanco el internacional I love you, y me pide gentilmente si puedo yo llevar ese paquete a una persona de nombre X que trabaja en una sección concreta del supermercado. “Es que quiero que sea una sorpresa”, me dice, rebosante de emoción.
Naturalmente me ofrezco con mucho gusto a llevar ese presente a la persona en cuestión que se supone que es la amada. Una encomienda que me parece curiosa y graciosa, y hasta me hace ilusión ser transportadora de esa ilusión. Así que cojo el gran paquete rojo con globo incluido y me adentro por los pasillos del local en busca del destinatario atrayendo las miradas del personal con el que me iba cruzando. Llego a la sección adecuada en la que hay una mujer y un hombre, lógicamente deduzco que ese hombre es X , el destinatario del regalo, así que le pregunto si se llama X para confirmar, me responde que sí un tanto asombrado de verme con aquel paquetón y le digo “pues le traigo este regalo para usted”. No acaba de entender el pobre hombre. De momento se queda mirándome con atontada sorpresa hasta que empieza a reaccionar abriendo su cara en una gran sonrisa, no daba crédito y se repetía “¿para mí?” con gran incredulidad. “Sí, eso me han dicho, que se lo entregara a usted”, le digo, “¿pero de quién?, “A no sé, usted sabrá. Tendrá una tarjeta dentro”. El hombre coge el paquete, lo abraza, le da vueltas y lo mira con arrobo, con un gran entusiasmo infantil. La compañera de la sección tan emocionada como él le felicita, le alaba, le incita a la alegría a la vez que llama a voces a los compañeros “venid, mirad lo que le regalan a X” y todos los compañeros y los pocos clientes se acercan al escuchar tanto alboroto. De repente todo es alegría. Es como si estuvieran asistiendo a un gran espectáculo de amor en vivo y en directo, como si todos estuvieran participando en la primera y única manifestación de amor y de regalo, o de regalo de amor, de la que pudieran participar. ¡Qué gran espectáculo! Qué alegría más generosa la de todos los presentes, como si el amor y el regalo fuera para ellos. El premiado con el regalo no cabía en sí de gozo. El mejor día de su vida, decía, y se le veía tan radiante como si le hubiera tocado el euromillón Y todos los presentes participando de ello. Tanta emoción me admira así que saco el teléfono y le hago una foto a X con su regalo, le pido su número de teléfono y se la mando al instante.
Por un pequeño boquete del paquete aparecen unos caramelos que gentilmente X ofrece a los presentes para compartir además de la alegría algo del regalo. La jefa, en ese arranque de participación de efecto San Valentín, le da permiso a X para que no vuelva a trabajar por la tarde, se relaje, se arregle, y disfrute con y de su pareja. Entre tanta algarabía ha llegado la hora de cambio de turno, así que todos nos vamos a nuestros quehaceres.
Yo hago la compra, motivo por el que iba al super, y cuando salgo al parking y voy a montarme en el coche, la mujer del regalo aparece como por casualidad y me pregunta cómo ha ido todo. Yo le cuento el gran recibimiento que ha tenido su regalo. La alegría inmensa que ha causado no sólo a X sino a todos los trabajadores del super. Le cuento la acogida tan cariñosa de todos. Lo emocionado y feliz que estaba el receptor del regalo y cómo nos quiso hacer partícipes y nos ofreció unos caramelos del paquete. Ella, sonriente, me agradecía y se la veía muy satisfecha del resultado de su sorpresa.
El efecto alegría y felicidad, había quedado en el aire y, por supuesto, en mi aire, así que llegué a casa y compartí en la comida este feliz espectáculo con mi hijo.
A eso de las cuatro y pico, sentada en el sillón de la galería de invierno reposando un poco, me suena el teléfono. Me llama X ante mi sorpresa. Pienso que es para seguir agradeciéndome mi participación, pero el mensaje no es precisamente ese. Su voz suena alterada y desolada. Me pregunta que qué le dije yo a la mujer, a su pareja. Sorprendida le digo que le conté toda la fiesta que se montó a causa del famoso regalo. Entonces me cuenta que la mujer fue a buscarle en cuanto me dejó a mí en el parking y le encontró todavía en la calle antes de subir a su casa.
La rubia llegó muy alterada y con cierta irritación le preguntó qué pasaba con los caramelos (unos caramelos vulgares, nada especiales), que la señora (por mí) le había dicho que los había repartido a todo el mundo, que cómo se le ocurría repartir los caramelos que eran una cosa muy íntima. ¡Que el regalo era muy íntimo! El hombre estaba al lado de su moto, ella le pidió el gran paquete rojo con globo incluido que todavía tenía el intacto y una vez que lo tuvo en sus manos se lo tiró a la cabeza, mientras le insultaba por haber compartido su regalo. Dentro del paquete había colonia, espuma de afeitar, bombones…, en fin, una variedad enorme de objetos que fueron a parar a la cabeza del asustado X y al asfalto de la calle llenándose de espuma y de frascos rotos, mientras ella seguía gritándole de todo, insulto tras insulto, patán era casi un elogio, incluso pasando a lo más personal, enloquecida, mientras le tiraba a la cabeza los objetos que recogía del suelo y le pateaba la moto. Todo un desquicie a dos minutos de haberme agradecido sonriente mi participación. Al infeliz feliz se le fue la felicidad y de la alegría pasó a la desazón en un pispás. Estupefacto y sobrecogido por tanta furia por el reparto unos pocos caramelos de un paquete lleno de cosas, se le quedó paralizado el entendimiento.
Insólito. Un sorprendente cruce de cables.
Y en el fragor de la batalla campal que montó, la mujer le pide a gritos que le dé los 50€ que le había costado el regalo, ese regalo roto y esparcido por el suelo. “No se lo darías”, le digo, “si, si se los di, para que me dejara en paz”, responde titubeante todavía. Necesita desahogarse y me cuenta que a primera hora de la mañana, antes de entrar en el trabajo, él le había llevado a ella una pulsera de plata y una rosa de chocolate. “Ah”, le digo, “y ¿le pediste la pulsera?” “No”, me dice. “Bueno, pues esta tarde la llamas y se la pides”. “Es que me ha cortado la comunicación con ella, no la puedo ni llamar ni mandar mensaje”. Me dice todo compungido.
Este hombre me llamaba desde su terraza donde estaba sentado tratando de asimilar los intensos y dispares acontecimientos que había vivido en cuestión de una hora. Una vertiginosa montaña rusa, arriba y abajo, dichoso y desgraciado, alegre y triste, feliz e infeliz, en cuestión de minutos.
Me siento en cierta manera culpable y le pido perdón por haber dicho lo de los caramelos que ha resultado ser una indiscreción que ha provocado el furor de la mujer cuando lo que pretendía era resaltar la alegría que supuso para su hombre el regalo que quiso compartir con los compañeros como compartían ellos su felicidad. “Bueno”, le digo, “pues mejor es que te des cuenta de que esa señora es una loca y no te conviene. Si monta un pollo por esto es que está mal de la cabeza. Francamente no te conviene”.
Y así dejé al pobre X cavilando en su terraza sobre las locuras del amor y los regalos envenenados de San Valentín. Mejor no tenerlos.
O témpora o mores