La senda de la lectura (Gran avenida de la nostalgia)
![[Img #62140]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2023/6404_dsc_0393.jpg)
He pasado la tarde disfrutando de un tesoro de la infancia. Muchas veces me pregunto dónde fueron a parar los libros de texto que día tras día llevaba en mi cartera al colegio. La nostalgia cuando pienso en aquellos tiempos se apodera de mí con mayor frecuencia, sobre todo, porque veo a mis sobrinos crecer tan rápido que apenas tengo tiempo de pensar qué me gustaría mostrarles de aquellos tiempos. Sin darme cuenta, ellos han dado otro estirón, les ha salido un discreto bigotito, y yo casi he perdido la oportunidad.
El caso es que debido a tanta añoranza me dio por buscar el que para mí ha sido el mejor libro escolar de lectura de todos los tiempos y… ¡Eureka! Internet todo lo abarca. La gran ventana al mundo que comprende pasado, presente y no tardando futuro (de esto último hablaremos otro día), me abre la ventana al maravilloso libro de lectura Senda de tercero de la E.G.B. ¡Qué maravilla!
Cuando me preguntan de dónde viene mi afición a la lectura y a la escritura debería dejarme de rollos y decir“¡soy de la generación Senda! No hay nada más que contar” Y es que en parte es así e incluso puede que esta sea la única y casi olvidada verdad.
Por aquel entonces, las niñas y niños de ocho años sabíamos que una mujer llamada Pandora guardaba todos los vientos en una caja y que estos podían ser muy endiablados cuando eran liberados. Fue uno de nuestros primeros contactos con la mitología que con los años nos dio variadas versiones sobre la creación de la mujer por los dioses, más allá de Eva, que cultural y teológicamente fue la que nos tocó en suerte.
Con Julian Herráiz leíamos un poema sobre un niño que quería un velero para ser marinero y pescador para dar anzuelo a un pez dorado que nos abrió boca para conocer después a Cho el niño marinero de la autora Ángela Ionescu, que debió sin duda inspirarse en aquel perezoso grumete, perdido en el desarraigo de la vida marina, que con el mismo nombre pintó el vasco Adolfo Guiard.
Pues resulta, además, que aquel poema que nos recitaban en casa algunas noches antes de ir a la cama: La Luna se llama Lola / y el Sol se llama Manuel.[…] y que nosotros atribuíamos a la cultura popular era de un señor que era poeta e ingeniero llamado Francisco Vighi, tan despreocupado por dejar rastro de su obra que esta existe gracias a su mujer. "Ingeniero me dicen los poetas / poeta me dicen los ingenieros", decía él. Y nosotros lo conocimos gracias a este libro de lectura del cole, como conocimos a Platero de Juan Ramón Jiménez y la canción del Lagarto de Lorca y volamos con los pájaros de Rafael Alberti y nos asomamos discretamente a los Nibelungos de Alejandro Casona. Por primera vez oímos hablar de Oscar Wilde a través del Príncipe Feliz, y Mark Twain a través de Tom Sawyer; de los poemas de Luis Felipe Vivanco, o del poeta metafísico José Luis Hidalgo que nos hacía cantar a las flores.
Y también de muchas mujeres escritoras y poetas como Lola Anglada, Juana de Ibarbourou, Juana de América, Concha Lagos que nos cantaba de pequeños la nana del mar y después, más mayores, pudimos seguir leyendo su poesía: “¿Dónde ya la que fui? / Deja que el tiempo se nos lleve y pase, / así quedamos siempre renacidos.”
¿Y Horacio Quiroga? Entonces, leíamos un fragmento sobre una abeja que no quería trabajar, La abeja haragana, pero no recuerdo cómo fue que cayó poco después en mis manos Cuentos de la selva y sí, lo leía y lo releía una y otra vez sentada en el columpio que mi padre nos había puesto en un cobertizo. ¡Qué delicia!
Fueron muchos los autores y autoras que disfrutamos a través de Senda apenas rompimos a leer: Manuel y Antonio Machado, Alfonso Sastre, Cela, Concha Castroviejo, Gloria Fuertes… Y de todos nos preguntaban al final de la lectura qué nos decían, qué nos gustaría decirles, qué nos gustaba de sus poemas o de sus cuentos. Hacíamos cadenas de palabras, cuando una se nos escapaba al conocimiento buscábamos su significado y este nos llevaba a otra palabra y esa a otra; y descubrimos que las palabras también tenían familia. Tal vez por eso mi afán por acapararlas, por unirlas, por como diría Ana María Matute tener esa arma que nos aproxima los unos a los otros. Las palabras nos salvan.
He pasado la tarde disfrutando de un tesoro de la infancia. Muchas veces me pregunto dónde fueron a parar los libros de texto que día tras día llevaba en mi cartera al colegio. La nostalgia cuando pienso en aquellos tiempos se apodera de mí con mayor frecuencia, sobre todo, porque veo a mis sobrinos crecer tan rápido que apenas tengo tiempo de pensar qué me gustaría mostrarles de aquellos tiempos. Sin darme cuenta, ellos han dado otro estirón, les ha salido un discreto bigotito, y yo casi he perdido la oportunidad.
El caso es que debido a tanta añoranza me dio por buscar el que para mí ha sido el mejor libro escolar de lectura de todos los tiempos y… ¡Eureka! Internet todo lo abarca. La gran ventana al mundo que comprende pasado, presente y no tardando futuro (de esto último hablaremos otro día), me abre la ventana al maravilloso libro de lectura Senda de tercero de la E.G.B. ¡Qué maravilla!
Cuando me preguntan de dónde viene mi afición a la lectura y a la escritura debería dejarme de rollos y decir“¡soy de la generación Senda! No hay nada más que contar” Y es que en parte es así e incluso puede que esta sea la única y casi olvidada verdad.
Por aquel entonces, las niñas y niños de ocho años sabíamos que una mujer llamada Pandora guardaba todos los vientos en una caja y que estos podían ser muy endiablados cuando eran liberados. Fue uno de nuestros primeros contactos con la mitología que con los años nos dio variadas versiones sobre la creación de la mujer por los dioses, más allá de Eva, que cultural y teológicamente fue la que nos tocó en suerte.
Con Julian Herráiz leíamos un poema sobre un niño que quería un velero para ser marinero y pescador para dar anzuelo a un pez dorado que nos abrió boca para conocer después a Cho el niño marinero de la autora Ángela Ionescu, que debió sin duda inspirarse en aquel perezoso grumete, perdido en el desarraigo de la vida marina, que con el mismo nombre pintó el vasco Adolfo Guiard.
Pues resulta, además, que aquel poema que nos recitaban en casa algunas noches antes de ir a la cama: La Luna se llama Lola / y el Sol se llama Manuel.[…] y que nosotros atribuíamos a la cultura popular era de un señor que era poeta e ingeniero llamado Francisco Vighi, tan despreocupado por dejar rastro de su obra que esta existe gracias a su mujer. "Ingeniero me dicen los poetas / poeta me dicen los ingenieros", decía él. Y nosotros lo conocimos gracias a este libro de lectura del cole, como conocimos a Platero de Juan Ramón Jiménez y la canción del Lagarto de Lorca y volamos con los pájaros de Rafael Alberti y nos asomamos discretamente a los Nibelungos de Alejandro Casona. Por primera vez oímos hablar de Oscar Wilde a través del Príncipe Feliz, y Mark Twain a través de Tom Sawyer; de los poemas de Luis Felipe Vivanco, o del poeta metafísico José Luis Hidalgo que nos hacía cantar a las flores.
Y también de muchas mujeres escritoras y poetas como Lola Anglada, Juana de Ibarbourou, Juana de América, Concha Lagos que nos cantaba de pequeños la nana del mar y después, más mayores, pudimos seguir leyendo su poesía: “¿Dónde ya la que fui? / Deja que el tiempo se nos lleve y pase, / así quedamos siempre renacidos.”
¿Y Horacio Quiroga? Entonces, leíamos un fragmento sobre una abeja que no quería trabajar, La abeja haragana, pero no recuerdo cómo fue que cayó poco después en mis manos Cuentos de la selva y sí, lo leía y lo releía una y otra vez sentada en el columpio que mi padre nos había puesto en un cobertizo. ¡Qué delicia!
Fueron muchos los autores y autoras que disfrutamos a través de Senda apenas rompimos a leer: Manuel y Antonio Machado, Alfonso Sastre, Cela, Concha Castroviejo, Gloria Fuertes… Y de todos nos preguntaban al final de la lectura qué nos decían, qué nos gustaría decirles, qué nos gustaba de sus poemas o de sus cuentos. Hacíamos cadenas de palabras, cuando una se nos escapaba al conocimiento buscábamos su significado y este nos llevaba a otra palabra y esa a otra; y descubrimos que las palabras también tenían familia. Tal vez por eso mi afán por acapararlas, por unirlas, por como diría Ana María Matute tener esa arma que nos aproxima los unos a los otros. Las palabras nos salvan.