Tomás Néstor Martínez Álvarez
Domingo, 19 de Febrero de 2023

Una mujer fuerte, de esas que vienen en la Biblia

Manuel Vicent. Retrato de una mujer moderna;  218 pp., Alfaguara

 

 

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“…me considero una mujer moderna porque en esta vida he hecho lo que me ha dado la real gana. Yo siempre he tenido mando, ¿qué más pude pedir?”.

 

Hay ocasiones en las que el lector duda si seguir la recomendación del librero. Te va a encantar, repitió serio y matizando con el dedo. Finalizada la lectura de Retrato de una mujer moderna recordé una advertencia de Eurípides, “Lo esperado no sucede, es lo inesperado lo que acontece”. Tiene experiencia el librero.

   

Años veinte. Nueva York. Lucky Luciano y la Gran Manzana. Sonaban por doquier el swing y los revólveres de la mafia; y una ley, evitar siempre ser el muerto en cualquier negocio. Alfred, modoso y educado, caricato y tímido, se había dejado arrastrar por una pasión desbocada. De madrugada ella observó desde su apartamento cómo en las aguas del río Hudson flotaba un cadáver. La radio, el teléfono, el aeroplano, los rascacielos entretenían a las gentes. La prensa daba cuenta de la llegada, de paso por la ciudad neoyorquina del gran novelista Blasco Ibáñez exiliado de España por la dictadura de Primo de Rivera. En una de las calles con salas de espectáculos quedó sorprendido el novelista al leer la cabecera de un cartel, un nombre valenciano de mujer; en el vestíbulo colgaba una gran foto de la vedete desnuda bajo un mantón de Manila. Con quince años o vete a saber cuántos, cantando ‘El florero’ en el Winter Garden aquella voz se había abierto la puerta al éxito. Los teatros de Broadway o el Cotton Club pestañeaban con luces de colores para señoritos rubios. Se cuenta que hasta el boxeador judío Benny Leonard sería capaz de convertirse al catolicismo con tal de ganar el corazón de la española; el púgil tenía mejores puños, mejor labia un músico que rondaba por allí. Años después otro boxeador, Paulino Uzcudun, entró en liza. Un torero, el Carbonerito, fue más hábil en el ruedo del corazón.

   

Y Ramona, durante un tiempo madre guardiana de “su Caperucita” para que no se la comieran los lobos, regresaba como nunca lo habría deseado a la luz del Mediterráneo.

 

La voz de la valenciana seguía triunfando en Méjico o en La Habana. “A la capital cubana acudían a beber y a vivir la vida los millonarios norteamericanos huyendo de la ley seca”; el olor dulzón de la caña que respiraban las guaraperas invadía una ciudad que saboreaba dinero y dulce de guayaba.

   

Vestido rojo, zapatos de tacón, collares de tres vueltas, melena al viento y conduciendo un Hispano Suiza se presentó en Benicalap la hija de Ramona, la que sale en los periódicos por su éxito en medio mundo. Había aparcado ante el horno-panadería de la señora Rosa; venía a agradecerle las barras de pan fiado a ella y a su familia cuando eran pobres. El alboroto y la llegada de vecinos para ver a la estrella de Broadway alteraron la tranquilidad del pueblo huertano.

  

 “Yo creé el género de la copla y tuve que beberme y experimentar en carne propia todas las alegrías y penas que cantaba”; tal vez algún día en el futuro vendrá “gente con estudios que descubrirá el valor de la copla”.

  

Federico García Lorca definía a la tonadillera como “un poema afiebrando el frío cuerpo del aire”. ¡Bobadas, tonterías!, gritaban Dalí y Buñuel; la copla, continuaban a voces, es un producto de la España cañí; la vanguardia parisina, la moda; no el pasodoble. Así eran los señoritos de la Residencia de Estudiantes.

   

Manuel Vicent, con mano exquisita, mueve los hilos de la vida de la cupletista -y ella se deja llevar- desafiándose a sí misma a cada paso y mirando altiva el derrame de la noche,  desafiando a cuantos rondaban por el entorno.

 

- “Soy la Piquer, qué pasa. Si voy a por ti será a todo meter. Que lo sepas”. ¡Y el mundo, por montera!

 

“España era … un esperpento con un rey lechuguino, el tal Alfonso XIII, más propenso a matar faisanes en la Casa de Campo y a degustar películas porno servidas en bandeja a domicilio que a salvar la patria del marasmo en que la había sumido la guerra de Marruecos”. Madrid la poblaban políticos con caspa, diputados golfos, curas con teja y manteo. Las tertulias del café de Levante, del Fornos, del Antiguo Café y Botillería de Pombo con aromas de anís Machaquito. La voz de Valle-Inclán salía del Ateneo hasta retumbar en Primo de Rivera. Y las noches, cegadoras y exclusivas en Chicote. El Mundo Gráfico detallaba idilios, devaneos, dimes y diretes; servía de termómetro amoroso estacional. Los teatros como el Alcázar, el Gran Vía y otros repartían ovaciones a las estrellas del espectáculo. La Monumental o Las Ventas abrían sus puertas para consagrar o no a los toreros. Y armonizaban la algarabía, desmelenadas, las campanas de la iglesia de las Calatravas.

   

En las casas se tarareaban canciones de la Piquer. Tatuaje, La Lirio, En tierra extraña, Romance de la Otra…, acaso Ojos verdes, aunque mejor la de Miguel de Molina, quien tiene un hueco y ‘pasa’ por la novela. Las coplas con amores, sueños y desvaríos eran, diría Vázquez Montalbán, novelas que duraban tres minutos en la radio.

 

Y en la cultura popular o en la memoria colectiva quedaba un baúl como exceso para viajar, el baúl de la Piquer. Por cierto, no era uno, sino cincuenta baúles como equipaje.

   

Novela, crónica o biografía ‘ficcionada’, realista como los aconteceres, o vida de novela o… Manuel Vicent desde la mirada viva, consciente y arrebatadora, a veces deslumbrada de la cupletista recoge un tiempo agitado, de miseria, de posguerra y miedo. “El silencio era un sello pegado a los labios”. Modela ciertamente un personaje nuevo, capaz de desenvolverse en tantas vidas con no menos recovecos, y dos rostros aparentes, o tal vez solo uno, la Piquer y la Otra. Con una prosa dinámica y ágil, la palabra precisa e ironía entretejida, conteniendo la emoción a punto de desbordar Vicent modula la mirada del lector y el ‘tempo’ narrativo como si de un mago se tratara.

   

“La transgresión era la última forma de cultura. Cualquier clase de fruta prohibida estaba al alcance de la mano”. La necesidad de mostrar creencia y fuerza en esas palabras animaba a J.M. Serrat, Gutiérrez Aragón, Pilar Miró, Antonio López, A. Marsillach y M. Vicent. Estuvieron a punto de provocar una real escandalera. Hubiera sido más que un final de novela; el trago que cerraba la cena de la noche anterior.

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