Dibujos
![[Img #62428]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2023/170_jose-manuel-dsc_0414.jpg)
“El niño bueno lleva al abuelito”
(Mi cartilla. Segunda parte. Álvarez. Valladolid. 1967)
Voy a Asturias. Cojo la autopista. A mi mujer no le gusta ir por el puerto. Le da miedo. Paso los túneles. Ya bajo hacia Mieres. Dejo el coche caer. Se embala y tengo que frenar un poco. Sobre todo en las curvas. A la mitad del descenso, los ojos, como siempre, se me van hacia la izquierda. Hacia el valle que se abre. Ahí está el pueblo, adherido a la ladera, tan verde. Muy bonito. Es una postal. Me gusta ese pueblo. Parece que es el mismo pueblo que de niño veía pintado en un libro de la escuela. No me cansaba nunca de mirarlo. Muchas veces intenté dibujarlo en el cuaderno. Sin embargo no fui capaz. No me salía. El dibujo no se me daba bien. Pero, aunque nunca logré pasarlo a la hoja del cuaderno, se me quedó en la cabeza, y todavía lo tengo ahí, latiendo a veces, como ahora.
Esta vez no le digo nada a mi mujer. No quiero ser pesado. ¡Ya me lo ha oído tantas veces! ¡Tantas! Ella me va hablando y yo no la interrumpo. La dejo hablar. Si bien, no sé lo que me está diciendo. Mi pensamiento está en el pueblo, que, mientras es posible verlo, no dejo de mirarlo, con cuidado siempre, eso sí, de no descuidar el tráfico de la carretera. Y cuando ya lo dejo atrás y no puedo verlo, lo pienso. Lo recuerdo.
Y este recuerdo me lleva a otro pueblo. Al dibujo de otro pueblo. Un pueblo también pintado en un libro de la escuela. ¿En el mismo libro o en otro? Ya no lo sé. Ha pasando demasiado tiempo. Casi una eternidad. Solo sé que este es un pueblo distinto. No se encuentra en la falda de una montaña sino en un llano. Delante de él se extienden campos de cultivo. Son estos campos lo que más se ve en el dibujo. El pueblo queda casi en un segundo plano. No obstante, se distinguen bien la iglesia y su torre. En el vértice de la torre hay un nido espinoso, y sobre el nido, con las alas medio plegadas, la cigüeña, intentando posarse. Un poco más abajo se ven las campanas. Quietas. Como dormidas. En el campo, un hombre labra la tierra con un arado tirado por dos mulas pardas. Un poco más allá unas mujeres con sus azadas van arrancando las malas hierbas. Por un lateral discurre una acequia y por el otro pasa un camino blanco. Al fondo, ya lejos, los chopos, apenas unos trazos de marrón y de verde. El río no se ve, pero se adivina.
Ya he dejado atrás Mieres y pronto estaré viendo la ciudad de Oviedo. Pero en mi cabeza aún siguen esos dibujos, que me han traído, no sé cómo, ni de dónde, aquella emoción que sentía de niño cuando los miraba en el libro de la escuela. Y trato de retener, de nuevo, los dibujos, esa emoción, como si fueran el recuerdo de un paraíso. O, mejor aún, el mismo paraíso. Es como si, por un momento, quisiera ser el niño que un día fui. Como si pretendiera recuperar aquella mirada primera, nueva, tan inocente, llena de asombro. Pero poco a poco, ya con la ciudad delante, la mirada, la emoción, los dibujos, el niño, todo el paraíso, se me está yendo, se me va, hasta que finalmente solo me quedan los primeros edificios de Oviedo, la carretera, los coches pasando, el ruido amortiguado del motor, las palabras de mi mujer. Las palabras de mi mujer recriminando mi ausencia. Mi escapada. Recriminándome que la he dejado hablando sola, otra vez. Sola una vez más.
“El niño bueno lleva al abuelito”
(Mi cartilla. Segunda parte. Álvarez. Valladolid. 1967)
Voy a Asturias. Cojo la autopista. A mi mujer no le gusta ir por el puerto. Le da miedo. Paso los túneles. Ya bajo hacia Mieres. Dejo el coche caer. Se embala y tengo que frenar un poco. Sobre todo en las curvas. A la mitad del descenso, los ojos, como siempre, se me van hacia la izquierda. Hacia el valle que se abre. Ahí está el pueblo, adherido a la ladera, tan verde. Muy bonito. Es una postal. Me gusta ese pueblo. Parece que es el mismo pueblo que de niño veía pintado en un libro de la escuela. No me cansaba nunca de mirarlo. Muchas veces intenté dibujarlo en el cuaderno. Sin embargo no fui capaz. No me salía. El dibujo no se me daba bien. Pero, aunque nunca logré pasarlo a la hoja del cuaderno, se me quedó en la cabeza, y todavía lo tengo ahí, latiendo a veces, como ahora.
Esta vez no le digo nada a mi mujer. No quiero ser pesado. ¡Ya me lo ha oído tantas veces! ¡Tantas! Ella me va hablando y yo no la interrumpo. La dejo hablar. Si bien, no sé lo que me está diciendo. Mi pensamiento está en el pueblo, que, mientras es posible verlo, no dejo de mirarlo, con cuidado siempre, eso sí, de no descuidar el tráfico de la carretera. Y cuando ya lo dejo atrás y no puedo verlo, lo pienso. Lo recuerdo.
Y este recuerdo me lleva a otro pueblo. Al dibujo de otro pueblo. Un pueblo también pintado en un libro de la escuela. ¿En el mismo libro o en otro? Ya no lo sé. Ha pasando demasiado tiempo. Casi una eternidad. Solo sé que este es un pueblo distinto. No se encuentra en la falda de una montaña sino en un llano. Delante de él se extienden campos de cultivo. Son estos campos lo que más se ve en el dibujo. El pueblo queda casi en un segundo plano. No obstante, se distinguen bien la iglesia y su torre. En el vértice de la torre hay un nido espinoso, y sobre el nido, con las alas medio plegadas, la cigüeña, intentando posarse. Un poco más abajo se ven las campanas. Quietas. Como dormidas. En el campo, un hombre labra la tierra con un arado tirado por dos mulas pardas. Un poco más allá unas mujeres con sus azadas van arrancando las malas hierbas. Por un lateral discurre una acequia y por el otro pasa un camino blanco. Al fondo, ya lejos, los chopos, apenas unos trazos de marrón y de verde. El río no se ve, pero se adivina.
Ya he dejado atrás Mieres y pronto estaré viendo la ciudad de Oviedo. Pero en mi cabeza aún siguen esos dibujos, que me han traído, no sé cómo, ni de dónde, aquella emoción que sentía de niño cuando los miraba en el libro de la escuela. Y trato de retener, de nuevo, los dibujos, esa emoción, como si fueran el recuerdo de un paraíso. O, mejor aún, el mismo paraíso. Es como si, por un momento, quisiera ser el niño que un día fui. Como si pretendiera recuperar aquella mirada primera, nueva, tan inocente, llena de asombro. Pero poco a poco, ya con la ciudad delante, la mirada, la emoción, los dibujos, el niño, todo el paraíso, se me está yendo, se me va, hasta que finalmente solo me quedan los primeros edificios de Oviedo, la carretera, los coches pasando, el ruido amortiguado del motor, las palabras de mi mujer. Las palabras de mi mujer recriminando mi ausencia. Mi escapada. Recriminándome que la he dejado hablando sola, otra vez. Sola una vez más.