Un bolso vacío
![[Img #62429]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2023/9032_isabel-escanear0001.jpg)
La imagen, en blanco y negro, me observa tanto cómo yo a ella. Nada más en la página: un bolso, de piedra blanca, con asas de tela también blancas y el vacío dentro. No identifico si es desasosiego o calma lo que me mantiene pegada a la imagen. Si es su pulcritud o su tomadura de pelo. Imagino que más bien lo primero, aún siendo más consciente de lo segundo, pero consigue un efecto insólito. Me provoca el recuerdo. El recuerdo de una época que yo no viví, que solo he rescatado de películas, documentales, historias escuchadas y de escalofríos ajenos. La piedra del bolso me retrotrae a los edificios vencidos por los bombardeos. El vacío del interior del bolso me lleva a las barrigas sin saciar, a las miradas profundas en rostros alargados, a un sonido chirriante, terriblemente agudo y molesto. Ignoro el por qué de estas asociaciones de ideas, pero esta imagen aparentemente inerte, que sabe destapar terrores profundos que vienen de herencias, catapulta un resorte que gime de dolor y que me llena de incómoda angustia.
Probablemente la lectura de esta imagen cambiase en otro momento vital. Interpretamos siempre lo que percibimos del exterior como en un test de Rorschach permanente. Tendré que dejar de cargarle las culpas al bolso, a la fotografía o la envoltura de un contexto social que poco parece haber aprendido de la historia. Y es que me debato entre la información de la prensa y el vodevil en el que se han convertido los telediarios, que han transformado los escasos cuarenta minutos en un cuarto de hora de deporte, tras la pausa, cinco minutos del tiempo incluyendo fotos de los telespectadores, tras la pausa, algún recorrido por curiosidades pelín amarillistas o fiestas varias, ¡vamos, algo alegre y llevadero!, ese “con un poco de azúcar la píldora que os dan se pasará mejor. Si hay un poco de azúcar esa píldora que os dan satisfechos tomaréis” que cantaba Mary Poppins. Y funciona, porque nos tragamos guerras, decretazos de porque yo lo valgo y paripés políticos de cena y putiferio que dejan a Torrente como un aprendiz ante lo más cutre y chusco donde cualquier parecido con la ficción, en este caso, supera la mera coincidencia.
Y yo no sé entonces, mirando esta fotografía, si prefiero refugiarme en las angustias del pasado, aparentemente controladas por la distancia del tiempo, que detenerme en este presente cargado de involuciones, que nos llevan a una distancia social entre clases que habíamos dejado atrás hace unas cuantas décadas, a una miseria humana que actúa con desfachatez mirando no ya hacia otro lado, sino hacia la pantalla que nos atontona y nos incomunica y que se ceba en el individualismo como excusa protectora. Endulzamos con el consumo inmediato de satisfacción etérea nuestras mentiras (la única luz sobre la que no aplicamos restricciones es la que consume el televisor) y seguimos adelante, como podemos.
La imagen, en blanco y negro, me observa tanto cómo yo a ella. Nada más en la página: un bolso, de piedra blanca, con asas de tela también blancas y el vacío dentro. No identifico si es desasosiego o calma lo que me mantiene pegada a la imagen. Si es su pulcritud o su tomadura de pelo. Imagino que más bien lo primero, aún siendo más consciente de lo segundo, pero consigue un efecto insólito. Me provoca el recuerdo. El recuerdo de una época que yo no viví, que solo he rescatado de películas, documentales, historias escuchadas y de escalofríos ajenos. La piedra del bolso me retrotrae a los edificios vencidos por los bombardeos. El vacío del interior del bolso me lleva a las barrigas sin saciar, a las miradas profundas en rostros alargados, a un sonido chirriante, terriblemente agudo y molesto. Ignoro el por qué de estas asociaciones de ideas, pero esta imagen aparentemente inerte, que sabe destapar terrores profundos que vienen de herencias, catapulta un resorte que gime de dolor y que me llena de incómoda angustia.
Probablemente la lectura de esta imagen cambiase en otro momento vital. Interpretamos siempre lo que percibimos del exterior como en un test de Rorschach permanente. Tendré que dejar de cargarle las culpas al bolso, a la fotografía o la envoltura de un contexto social que poco parece haber aprendido de la historia. Y es que me debato entre la información de la prensa y el vodevil en el que se han convertido los telediarios, que han transformado los escasos cuarenta minutos en un cuarto de hora de deporte, tras la pausa, cinco minutos del tiempo incluyendo fotos de los telespectadores, tras la pausa, algún recorrido por curiosidades pelín amarillistas o fiestas varias, ¡vamos, algo alegre y llevadero!, ese “con un poco de azúcar la píldora que os dan se pasará mejor. Si hay un poco de azúcar esa píldora que os dan satisfechos tomaréis” que cantaba Mary Poppins. Y funciona, porque nos tragamos guerras, decretazos de porque yo lo valgo y paripés políticos de cena y putiferio que dejan a Torrente como un aprendiz ante lo más cutre y chusco donde cualquier parecido con la ficción, en este caso, supera la mera coincidencia.
Y yo no sé entonces, mirando esta fotografía, si prefiero refugiarme en las angustias del pasado, aparentemente controladas por la distancia del tiempo, que detenerme en este presente cargado de involuciones, que nos llevan a una distancia social entre clases que habíamos dejado atrás hace unas cuantas décadas, a una miseria humana que actúa con desfachatez mirando no ya hacia otro lado, sino hacia la pantalla que nos atontona y nos incomunica y que se ceba en el individualismo como excusa protectora. Endulzamos con el consumo inmediato de satisfacción etérea nuestras mentiras (la única luz sobre la que no aplicamos restricciones es la que consume el televisor) y seguimos adelante, como podemos.