De la filosofía y el escepticismo
![[Img #62436]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2023/8347_1-dsc_5359.jpg)
“La luz del entendimiento me hace ser muy comedido.”
(Federico García Lorca)
Hay preguntas y preguntas. No todas son iguales. Unas inquietan más que otras. Las hay que preocupan mucho. Muchísimo. Preocupan porque, sin duda, se trata de preguntas radicales. Esas que llegan abajo del todo, al fondo, a la raíz. Al final. Entre ellas, hay dos verdaderamente profundas. Quizá las más profundas: “¿Cómo son realmente las cosas?” “¿Cómo debemos vivir?” Estás, como no podía ser de otra manera, son preguntas filosóficas. En parte, por eso, para algunos, resultan raras, incluso peligrosas. Pero no. En realidad, estas preguntas, no hacen daño a nadie, solo son molestas. Pequeños aguijones que escuecen pero nada más. No llevan veneno. No matan. Tampoco, la verdad, son sencillas, fáciles de contestar, aunque, en un principio, lo parezcan. Sobre todo al hombre de la calle normal y corriente.
En fin, son las preguntas de siempre. Las viejas preguntas. Las que ya se plantearon los primeros filósofos, esos griegos locos, y ociosos, aburridos, a los que, para matar el tiempo, para distraerse, les dio por pensar cosas extrañas. Desde entonces, según la tradición, los hombres, los filósofos principalmente, no han parado, cada uno a su manera, con su estilo, de darles vueltas en sus cabezas a estas preguntas. Pues, al fin y al cabo, son preguntas humanas, muy humanas, y en muchos sentidos también son, por consiguiente, ineludibles, nada fácil de dejar de lado, de hacer como si no existieran. De no encararlas. Pues, en ellas, se pone en juego el ser y el existir del hombre. De hecho, si, armados de valor y liberados de la pereza, rastreáramos, como si de dos ríos se tratara, aguas arriba, su origen, veríamos que es este ser y existir humano el manantial de donde ambas brotan. De este modo, el agua que alimenta a una y a otra es la misma. El agua de la vida. Del ser.
La filosofía, en ese voltear incesante, en ese aleteo perpetuo, de las preguntas, busca, cómo no, las respuestas. Pero no lo hace de cualquier manera. Lo hace de esa manera que solo lo puede hacer la filosofía. Solo ella. Solo la verdadera investigación. Lo hace desapasionadamente, sin otro interés que encontrar la verdad, la pura verdad, resulte esta como resulte, convenga más o convenga menos, o no convenga en absoluto, y así, solo así, evita convertirse en ideología, lo contrario justamente de lo que ella es. De su ser. Además, para no deslizarse por la pendiente del dogmatismo, otra lacra, consciente de que la capacidad humana de conocer es limitada, explora también con humildad. De esta manera, las respuestas que encuentra nunca las toma por definitivas. No cree que sean completa y absolutamente verdaderas. Al contrario, considera que son provisionales, abiertas a ser discutidas por otros, por cualquiera, siempre que se haga desde el argumento racional y los hechos empíricos. Con lo cual, estas respuestas son susceptibles, en todo momento, de ser revisadas y, por lo tanto, de ser corregidas y mejoradas o, por el contrario, de ser desechadas. Por esta razón, la filosofía lo más que puede hacer es ensayar respuestas. Las respuestas filosóficas siempre vendrán salpicadas de gotas de duda. De ellas la sospecha –como si de una sombra se tratara– nunca se irá del todo. Ciertamente, la filosofía está condenada a ir de la mano del escepticismo. No puede ser de otra manera, es su naturaleza.
Esta naturaleza, y hasta buena parte del ser de la filosofía, se encarnó en Sócrates. En el Sócrates de los primeros diálogos de Platón. Este filósofo griego, del siglo V a. C., gordo, feo, desastrado, extraño, un poco loco para algunos, peligroso para otros, único, deambulaba por la plaza de Atenas, durante el mercado, deteniendo de cuando en cuando a las personas con las que se tropezaba. Les hacía preguntas que ellas creían saber con facilidad responder. Preguntas cuyas respuestas parecían obvias. Pero él seguía preguntando, preguntando, hasta que les demostraba que eso que creían saber en realidad no lo sabían. También les hacía ver que las respuestas que él iba dando durante la conversación tampoco eran aceptables del todo. Ni mucho menos. De este modo, se acababa la conversación dándose cuenta todo el mundo de lo poco que sabía. De lo poco que sabía nadie. Pero esto, para Sócrates, para los filósofos, es mejor que seguir creyendo que se sabe algo cuando la verdad es que no se sabe. De hecho, Sócrates, antes de dejar de filosofar –de reflexionar, de preguntar, de dudar, en fin, de buscar la verdad– prefirió morir. Para él una vida sin filosofía no merecía la pena ser vivida.
No obstante, esta actitud socrática, este escepticismo, que acompaña a la filosofía, no es radical. No es el escepticismo pirrónico. Ese escepticismo que lo ponía todo en duda y no sostenía ninguna opinión firme sobre nada. Pues para Pirrón –el gran escéptico de la Antigüedad– no era posible descubrir la verdad. Nadie conocerá nunca cómo son realmente las cosas. De este modo, las certezas que sostenían algunos filósofos, como Platón y Aristóteles, resultan poco razonables. En fin, nunca podremos estar seguros de algo. Con lo cual, si no hay posibilidad de descubrir la verdad, cómo son en realidad las cosas, si no podemos tener la seguridad de nada, por qué preocuparse. Lo mejor es no juzgar, no afirmar nada sobre cómo son las cosas, y vivir libremente, tranquilos, sin preocupaciones de ningún tipo. Al fin y al cabo, no sabemos nada sobre nada. De esta manera, indiferentes, impasibles, imperturbables, ante cuanto ocurre, es cómo debemos vivir. Pues nada importa. Pero este escepticismo, este no estar seguros de nada, si transciende el debate teórico y se lleva a la práctica, al vivir diario, al día a día, si se pretende vivir conforme a él, como hizo Pirrón, se vuelve peligroso, incluso perverso, porque te puedes despeñar por un acantilado o acabar siendo atropellado por un coche. Puedes tener un accidente mortal en cualquier momento. Si no es seguro que dos pasos más adelante se abra un abismo, ¿por qué detenerse y no seguir caminando?
En cambio, el compañero de viaje de la filosofía, sí es el escepticismo moderado, como el de Arcesilao, un filósofo de la Academia, cuya madurez coincidió con los últimos años de vida de Pirrón, los de la primera mitad del siglo III a. C. Este escepticismo también encuentra que no hay afirmación verdadera que no pueda resultar falsa. Pues no hay nada que nos asegure que tal cosa sea esto o aquello. En fin, que nada puede ser conocido. Pero si no está en nuestra mano poseer el conocimiento al menos sí podemos evitar el error. Después de todo, la sabiduría, para Arcesilao, ya no consiste en adueñarse del conocimiento sino en liberarse del error. Y para liberarnos del error, para ser sabios, puesto que no es posible el conocimiento, hemos de suspender el juicio, o sea, abstenernos de afirmar algo sobre esto o aquello. No asentir a nada o aprobar nada.
Con todo, aunque pone en duda todas las afirmaciones, considera que no todas son igual de dudosas. Algunas afirmaciones son más seguras que otras. Hay afirmaciones que tienen más probabilidades de ser verdaderas que otras. Es más probable que sean verdaderas porque encontramos buenas razones para pensar que son verdaderas. Pero las razones, si bien pueden ser buenas, o sea, tener mucha fuerza lógica, no son infalibles. Por eso, de esas afirmaciones, aunque las defendamos y apostemos por ellas, aunque lleguemos incluso en determinadas circunstancias a dar la vida por ellas, nunca diremos que son verdaderas. De este modo, la única diferencia que hay entre los dogmáticos y los filósofos es que mientras aquellos no tienen duda de que es verdad lo que afirman, estos dudan de cuanto afirman. A lo más que llegan los filósofos es a decir que esto es probable que sea eso. Pero nunca se atreverán a decir esto es eso. Si no dan ese paso, no es por cobardía, ni por dárselas de intelectuales, de más listos o más agudos, sino porque lo que más les importa es la verdad. Acercarse a la verdad.
Por ello, este escepticismo, al contrario que el otro, el radical, el de Pirrón, cuando traspasa el ámbito teórico y llega al práctico, no entraña riesgo alguno. El escéptico moderado, el filósofo, si bien no está completamente seguro de que pasan coches a toda velocidad por la carretera, tiene buenas razones –lo que le dicen sus sentidos, que no siempre son veraces, porque también alguna vez le han engañado– para pensar que sí pasan, y eso le lleva a comprender que lo más razonable es no cruzar la carretera, si no quiere ser atropellado. Y no la cruza. Claro que no. De esta manera, se puede ser escéptico, filósofo, se puede cuestionar cuanto suponemos y examinar con cuidado nuestras creencias, revisar críticamente nuestras convicciones, criticar también ideas, todas, las nuestras y las ajenas, y todo ello sin poner en peligro nuestra vida. Sin ser unos temerarios, unos insensatos. Unos locos.
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“La luz del entendimiento me hace ser muy comedido.”
(Federico García Lorca)
Hay preguntas y preguntas. No todas son iguales. Unas inquietan más que otras. Las hay que preocupan mucho. Muchísimo. Preocupan porque, sin duda, se trata de preguntas radicales. Esas que llegan abajo del todo, al fondo, a la raíz. Al final. Entre ellas, hay dos verdaderamente profundas. Quizá las más profundas: “¿Cómo son realmente las cosas?” “¿Cómo debemos vivir?” Estás, como no podía ser de otra manera, son preguntas filosóficas. En parte, por eso, para algunos, resultan raras, incluso peligrosas. Pero no. En realidad, estas preguntas, no hacen daño a nadie, solo son molestas. Pequeños aguijones que escuecen pero nada más. No llevan veneno. No matan. Tampoco, la verdad, son sencillas, fáciles de contestar, aunque, en un principio, lo parezcan. Sobre todo al hombre de la calle normal y corriente.
En fin, son las preguntas de siempre. Las viejas preguntas. Las que ya se plantearon los primeros filósofos, esos griegos locos, y ociosos, aburridos, a los que, para matar el tiempo, para distraerse, les dio por pensar cosas extrañas. Desde entonces, según la tradición, los hombres, los filósofos principalmente, no han parado, cada uno a su manera, con su estilo, de darles vueltas en sus cabezas a estas preguntas. Pues, al fin y al cabo, son preguntas humanas, muy humanas, y en muchos sentidos también son, por consiguiente, ineludibles, nada fácil de dejar de lado, de hacer como si no existieran. De no encararlas. Pues, en ellas, se pone en juego el ser y el existir del hombre. De hecho, si, armados de valor y liberados de la pereza, rastreáramos, como si de dos ríos se tratara, aguas arriba, su origen, veríamos que es este ser y existir humano el manantial de donde ambas brotan. De este modo, el agua que alimenta a una y a otra es la misma. El agua de la vida. Del ser.
La filosofía, en ese voltear incesante, en ese aleteo perpetuo, de las preguntas, busca, cómo no, las respuestas. Pero no lo hace de cualquier manera. Lo hace de esa manera que solo lo puede hacer la filosofía. Solo ella. Solo la verdadera investigación. Lo hace desapasionadamente, sin otro interés que encontrar la verdad, la pura verdad, resulte esta como resulte, convenga más o convenga menos, o no convenga en absoluto, y así, solo así, evita convertirse en ideología, lo contrario justamente de lo que ella es. De su ser. Además, para no deslizarse por la pendiente del dogmatismo, otra lacra, consciente de que la capacidad humana de conocer es limitada, explora también con humildad. De esta manera, las respuestas que encuentra nunca las toma por definitivas. No cree que sean completa y absolutamente verdaderas. Al contrario, considera que son provisionales, abiertas a ser discutidas por otros, por cualquiera, siempre que se haga desde el argumento racional y los hechos empíricos. Con lo cual, estas respuestas son susceptibles, en todo momento, de ser revisadas y, por lo tanto, de ser corregidas y mejoradas o, por el contrario, de ser desechadas. Por esta razón, la filosofía lo más que puede hacer es ensayar respuestas. Las respuestas filosóficas siempre vendrán salpicadas de gotas de duda. De ellas la sospecha –como si de una sombra se tratara– nunca se irá del todo. Ciertamente, la filosofía está condenada a ir de la mano del escepticismo. No puede ser de otra manera, es su naturaleza.
Esta naturaleza, y hasta buena parte del ser de la filosofía, se encarnó en Sócrates. En el Sócrates de los primeros diálogos de Platón. Este filósofo griego, del siglo V a. C., gordo, feo, desastrado, extraño, un poco loco para algunos, peligroso para otros, único, deambulaba por la plaza de Atenas, durante el mercado, deteniendo de cuando en cuando a las personas con las que se tropezaba. Les hacía preguntas que ellas creían saber con facilidad responder. Preguntas cuyas respuestas parecían obvias. Pero él seguía preguntando, preguntando, hasta que les demostraba que eso que creían saber en realidad no lo sabían. También les hacía ver que las respuestas que él iba dando durante la conversación tampoco eran aceptables del todo. Ni mucho menos. De este modo, se acababa la conversación dándose cuenta todo el mundo de lo poco que sabía. De lo poco que sabía nadie. Pero esto, para Sócrates, para los filósofos, es mejor que seguir creyendo que se sabe algo cuando la verdad es que no se sabe. De hecho, Sócrates, antes de dejar de filosofar –de reflexionar, de preguntar, de dudar, en fin, de buscar la verdad– prefirió morir. Para él una vida sin filosofía no merecía la pena ser vivida.
No obstante, esta actitud socrática, este escepticismo, que acompaña a la filosofía, no es radical. No es el escepticismo pirrónico. Ese escepticismo que lo ponía todo en duda y no sostenía ninguna opinión firme sobre nada. Pues para Pirrón –el gran escéptico de la Antigüedad– no era posible descubrir la verdad. Nadie conocerá nunca cómo son realmente las cosas. De este modo, las certezas que sostenían algunos filósofos, como Platón y Aristóteles, resultan poco razonables. En fin, nunca podremos estar seguros de algo. Con lo cual, si no hay posibilidad de descubrir la verdad, cómo son en realidad las cosas, si no podemos tener la seguridad de nada, por qué preocuparse. Lo mejor es no juzgar, no afirmar nada sobre cómo son las cosas, y vivir libremente, tranquilos, sin preocupaciones de ningún tipo. Al fin y al cabo, no sabemos nada sobre nada. De esta manera, indiferentes, impasibles, imperturbables, ante cuanto ocurre, es cómo debemos vivir. Pues nada importa. Pero este escepticismo, este no estar seguros de nada, si transciende el debate teórico y se lleva a la práctica, al vivir diario, al día a día, si se pretende vivir conforme a él, como hizo Pirrón, se vuelve peligroso, incluso perverso, porque te puedes despeñar por un acantilado o acabar siendo atropellado por un coche. Puedes tener un accidente mortal en cualquier momento. Si no es seguro que dos pasos más adelante se abra un abismo, ¿por qué detenerse y no seguir caminando?
En cambio, el compañero de viaje de la filosofía, sí es el escepticismo moderado, como el de Arcesilao, un filósofo de la Academia, cuya madurez coincidió con los últimos años de vida de Pirrón, los de la primera mitad del siglo III a. C. Este escepticismo también encuentra que no hay afirmación verdadera que no pueda resultar falsa. Pues no hay nada que nos asegure que tal cosa sea esto o aquello. En fin, que nada puede ser conocido. Pero si no está en nuestra mano poseer el conocimiento al menos sí podemos evitar el error. Después de todo, la sabiduría, para Arcesilao, ya no consiste en adueñarse del conocimiento sino en liberarse del error. Y para liberarnos del error, para ser sabios, puesto que no es posible el conocimiento, hemos de suspender el juicio, o sea, abstenernos de afirmar algo sobre esto o aquello. No asentir a nada o aprobar nada.
Con todo, aunque pone en duda todas las afirmaciones, considera que no todas son igual de dudosas. Algunas afirmaciones son más seguras que otras. Hay afirmaciones que tienen más probabilidades de ser verdaderas que otras. Es más probable que sean verdaderas porque encontramos buenas razones para pensar que son verdaderas. Pero las razones, si bien pueden ser buenas, o sea, tener mucha fuerza lógica, no son infalibles. Por eso, de esas afirmaciones, aunque las defendamos y apostemos por ellas, aunque lleguemos incluso en determinadas circunstancias a dar la vida por ellas, nunca diremos que son verdaderas. De este modo, la única diferencia que hay entre los dogmáticos y los filósofos es que mientras aquellos no tienen duda de que es verdad lo que afirman, estos dudan de cuanto afirman. A lo más que llegan los filósofos es a decir que esto es probable que sea eso. Pero nunca se atreverán a decir esto es eso. Si no dan ese paso, no es por cobardía, ni por dárselas de intelectuales, de más listos o más agudos, sino porque lo que más les importa es la verdad. Acercarse a la verdad.
Por ello, este escepticismo, al contrario que el otro, el radical, el de Pirrón, cuando traspasa el ámbito teórico y llega al práctico, no entraña riesgo alguno. El escéptico moderado, el filósofo, si bien no está completamente seguro de que pasan coches a toda velocidad por la carretera, tiene buenas razones –lo que le dicen sus sentidos, que no siempre son veraces, porque también alguna vez le han engañado– para pensar que sí pasan, y eso le lleva a comprender que lo más razonable es no cruzar la carretera, si no quiere ser atropellado. Y no la cruza. Claro que no. De esta manera, se puede ser escéptico, filósofo, se puede cuestionar cuanto suponemos y examinar con cuidado nuestras creencias, revisar críticamente nuestras convicciones, criticar también ideas, todas, las nuestras y las ajenas, y todo ello sin poner en peligro nuestra vida. Sin ser unos temerarios, unos insensatos. Unos locos.






