El placer de hacerse pequeña
![[Img #62495]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2023/1168_2-isabel-dsc_0083-copia.jpg)
Hacía casi veinticinco años que no compartía tanto tiempo seguido con mi madre, desde que las circunstancias laborales y de la vida me llevaron en pos de mis sueños y de mi destino. Y como me pasa siempre que estoy tomando una dirección concreta y voy subiendo la marcha como una locomotora vieja a la que se le atiza carbón sin tregua ni descanso, que va acelerando a costa de rechinar tornillos y engranajes, resoplando caliente pero feliz de comprobar que puede ir más rápido, una curva cerrada, un puente enclenque o un túnel demasiado estrecho (permitidme la ironía), le ajusta la consciencia y la enraíla de nuevo a su velocidad crucero, más templada, menos jovial, más coherente. Mi cuerpo siempre ha sido mi ancla a la realidad en contraposición a esta cabeza mía, más habituada a poblar las nubes, demasiado compañera del todo es posible en una imaginación desbaratada y desbordante. Ya desde la infancia, los parones venían vinculados a cuestiones de salud. De hecho, más bien ya vinieron a visitarme en el vientre materno. Algo de gata debo tener y, como las vidas gatas del dios egipcio Ra, al menos nueve reset, que diríamos ahora. Aunque he de confesaros que llevo muchos más. El caso es que siempre que parece que me he metido en una dirección y que creo que por fin he acertado con la calle que me llevará a Oz, Ra reaparece en forma de colapso físico para regalarme un tiempo detenido, en el que pensar, replantearme las cosas y dejar de seguir adelante por inercia. O, al menos, eso prefiero pensar yo.
El caso es que, como siempre que puedo, volví a casa para Navidad emulando el conocido anuncio de turrones, y en esta casa materna sigo, camino de los tres meses, retenida por un accidentado suceso que, en compensación, me ha regalado momentos de plena felicidad. Hay que admitir que cuesta volverse dependiente y estar condicionada a unos ritmos que no son los propios, pero, una vez asumido este hecho y replanteando una adaptación facilitada por la certeza de su temporalidad, dejarse llevar, no tener que ocuparse de las necesidades biológicas de una misma, repercute en un excedente de tiempo muy gratificante que, además, enseguida encuentra maneras creativas de canalización. De cualquier modo, lo que sí me ha traído es el regalo de poder disfrutar de nuevo de sentirme hija, de sentirme cuidada, de sentirme, sobre todo, querida. Y de esa manera que solo saben hacerlo los progenitores.
Demasiado rebelde, demasiado independiente siempre, poder deleitarse de nuevo en esta sensación, que en mi caso tengo la fortuna de poder asociar a mi infancia, sobre todo cuando una va cumpliendo años y casi le tocaría actuar más a la inversa que como receptora de cariños y mimos, es lo más. Y es adictivo. Sobre todo para quienes hemos elegido como recorrido vital la constante incertidumbre que acompaña al camino artístico, pero que te permite convivir con el desapego a los convencionalismos formales y la contención de la sensibilidad y de la vulnerabilidad.
Sin este accidente, sin este ancla de pesada escayola, no habría podido revivir esta experiencia con la consciencia adulta. Y ahora que los días para finalizar esta inesperada etapa van llegando, cada jornada se me presenta como una deliciosa golosina tras la casilla del día en el calendario de Adviento que son nuestras vidas.
He compartido con mi madre risas, muchas, muchísimas risas y carcajadas, sesiones de películas encadenado una tras otra al ritmo de pipas, patatas fritas picantes y banderillas de encurtidos, más charlas y confesiones de las que nos podemos permitir por teléfono, cogernos de la mano y abrazarnos cada vez que surge la necesidad sin tener que esperar a que la distancia física nos lo permitiese, bronquearnos mutuamente con la ventaja de la reconciliación en directo, regalarnos sorpresas la una a la otra de manera recurrente, celebrar juntas San Valentín, revisar fotos y rememorar anécdotas y recuerdos… y, sobre todo, de poner todos estos días en el casillero de ‘momentos de felicidad’ con la mueca y guiño pícaro de ‘esto es lo que me llevo’ y hacer más pesado este platillo de la balanza en la que uno va cargando años y días para cuando le toque hacer el pesaje final frente a la Parca.
Hacía casi veinticinco años que no compartía tanto tiempo seguido con mi madre, desde que las circunstancias laborales y de la vida me llevaron en pos de mis sueños y de mi destino. Y como me pasa siempre que estoy tomando una dirección concreta y voy subiendo la marcha como una locomotora vieja a la que se le atiza carbón sin tregua ni descanso, que va acelerando a costa de rechinar tornillos y engranajes, resoplando caliente pero feliz de comprobar que puede ir más rápido, una curva cerrada, un puente enclenque o un túnel demasiado estrecho (permitidme la ironía), le ajusta la consciencia y la enraíla de nuevo a su velocidad crucero, más templada, menos jovial, más coherente. Mi cuerpo siempre ha sido mi ancla a la realidad en contraposición a esta cabeza mía, más habituada a poblar las nubes, demasiado compañera del todo es posible en una imaginación desbaratada y desbordante. Ya desde la infancia, los parones venían vinculados a cuestiones de salud. De hecho, más bien ya vinieron a visitarme en el vientre materno. Algo de gata debo tener y, como las vidas gatas del dios egipcio Ra, al menos nueve reset, que diríamos ahora. Aunque he de confesaros que llevo muchos más. El caso es que siempre que parece que me he metido en una dirección y que creo que por fin he acertado con la calle que me llevará a Oz, Ra reaparece en forma de colapso físico para regalarme un tiempo detenido, en el que pensar, replantearme las cosas y dejar de seguir adelante por inercia. O, al menos, eso prefiero pensar yo.
El caso es que, como siempre que puedo, volví a casa para Navidad emulando el conocido anuncio de turrones, y en esta casa materna sigo, camino de los tres meses, retenida por un accidentado suceso que, en compensación, me ha regalado momentos de plena felicidad. Hay que admitir que cuesta volverse dependiente y estar condicionada a unos ritmos que no son los propios, pero, una vez asumido este hecho y replanteando una adaptación facilitada por la certeza de su temporalidad, dejarse llevar, no tener que ocuparse de las necesidades biológicas de una misma, repercute en un excedente de tiempo muy gratificante que, además, enseguida encuentra maneras creativas de canalización. De cualquier modo, lo que sí me ha traído es el regalo de poder disfrutar de nuevo de sentirme hija, de sentirme cuidada, de sentirme, sobre todo, querida. Y de esa manera que solo saben hacerlo los progenitores.
Demasiado rebelde, demasiado independiente siempre, poder deleitarse de nuevo en esta sensación, que en mi caso tengo la fortuna de poder asociar a mi infancia, sobre todo cuando una va cumpliendo años y casi le tocaría actuar más a la inversa que como receptora de cariños y mimos, es lo más. Y es adictivo. Sobre todo para quienes hemos elegido como recorrido vital la constante incertidumbre que acompaña al camino artístico, pero que te permite convivir con el desapego a los convencionalismos formales y la contención de la sensibilidad y de la vulnerabilidad.
Sin este accidente, sin este ancla de pesada escayola, no habría podido revivir esta experiencia con la consciencia adulta. Y ahora que los días para finalizar esta inesperada etapa van llegando, cada jornada se me presenta como una deliciosa golosina tras la casilla del día en el calendario de Adviento que son nuestras vidas.
He compartido con mi madre risas, muchas, muchísimas risas y carcajadas, sesiones de películas encadenado una tras otra al ritmo de pipas, patatas fritas picantes y banderillas de encurtidos, más charlas y confesiones de las que nos podemos permitir por teléfono, cogernos de la mano y abrazarnos cada vez que surge la necesidad sin tener que esperar a que la distancia física nos lo permitiese, bronquearnos mutuamente con la ventaja de la reconciliación en directo, regalarnos sorpresas la una a la otra de manera recurrente, celebrar juntas San Valentín, revisar fotos y rememorar anécdotas y recuerdos… y, sobre todo, de poner todos estos días en el casillero de ‘momentos de felicidad’ con la mueca y guiño pícaro de ‘esto es lo que me llevo’ y hacer más pesado este platillo de la balanza en la que uno va cargando años y días para cuando le toque hacer el pesaje final frente a la Parca.