Ayer
![[Img #62497]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2023/7463_1-sol-dsc_7964-mejorado-copia.jpg)
No hace mucho asistí a la adaptación teatral de un cuento de Tobias Wolff titulado ‘Me tengo que ir’ que aborda el tema de los vínculos y su ruptura. El experimento, como lo define su director Antonio Rodríguez Menéndez, tuvo lugar en el teatro estudio Tuzla, que también regenta Antonio. Hubo un momento, por esas asociaciones del inconsciente, que -sentada en una silla plegable bajo la luz tenue de las lámparas, escuchando el monólogo de la única actriz, Sagrario García-, me retrotraje al sofá del comedor de mi casa familiar. Mi padre me pasaba el brazo por el hombro y, acurrucada en su regazo, escuchaba los latidos de la válvula metálica de su corazón. Unos latidos que cuando le operaron en el año 74 se oían de manera extraordinaria, y con el tiempo se fueron mitigando. Como se fue mitigando, pausando, la costumbre infantil de poner mi oído en su pecho. Un día, los latidos de la válvula metálica del corazón de mi padre se dejaron de oír. Su corazón también.
Fue el día que se rompió el mundo. Ocurrió un mes y medio antes de la pandemia. Con el trascurso del tiempo me di cuenta de que no sucedió súbitamente, de que el mundo ya venía rompiéndose antes. Hasta estallar de forma irreversible.
En el antes había felicitaciones de Navidad y correo postal que, año tras año, repetíamos invariablemente -Querido fulanito: Deseo que pases unas felices fiestas navideñas y un próspero año nuevo…-. Hoy muchas de esas personas a quienes iban dirigidos nuestras buenas intenciones ya no están o los vínculos se han roto. Sea como fuere, ya casi no se mandan postales de Navidad.
Había trayectos cortos al campo o pueblos de alrededor acurrucados -los más pequeños- en la parte de atrás de la vieja furgoneta Dyane 6 sin asientos y sonido antediluviano.
Vendimias en septiembre, caza colgada el cinto que luego se pelaba y desollaba en el corral, sandias y melones que entraban en talegas por la puerta y, un poco a ventregadas, había que comer y/o regalar porque si no se perdían, setas de cardo asadas al fuego del infiernillo, almendras con monda y ese racionamiento equitativo, “una pa ti, una pa ti, esta pa mí”, que solo quien bien te quiere es capaz de repartir con justicia implacable.
El peso de nuestros cuerpos, asidos por una cuerda al gancho de la romana. Mientras lo evoco revivo el culo dolido por la presión. Ese día toda la familia nos pesábamos.
Reader’s digest pasados de fecha, arrumbados en la mesilla de noche, junto con monedas antiguas de agujero y vitolas y hebras de tabaco y recortes de papel y polvo. Retazos de un universo en miniatura.
Ramilletes de Avena y trigo trenzado o tomillo atados improvisadamente con una cuerda.
Ese espino que se quedaba dentro de la yema del dedo y se quitaba con mucha pericia y una aguja. Mi padre era experto en quitar espinos.
Hamacas en la calle, verano. Meriendas con chorizo. Conversaciones en la mesa, su voz. Más cosas.
Perdí la cuenta o me puse una venda en los ojos para no saber la gente que se ha ido yendo. Tal es así que, últimamente, me pregunto con estupor si fulanito o menganita vive o ha muerto. Y últimamente también me asaltan recuerdos -a través de un olor, un sabor, una voz, una imagen-, de forma tan nítida, palpable, que lo que ocurrió hace muchos años paradójicamente me parece que hubiera acontecido ayer mismo. Como esa vuelta al latido del corazón mi padre, salvándome por un instante de la orfandad, de la ruina, de la intemperie.
El tiempo, como el viento, se lleva los vilanos.
Como dice el guionísta y escritor Claro García yo también estoy cada vez más cerca del pasado. Mientras, sigo.
No hace mucho asistí a la adaptación teatral de un cuento de Tobias Wolff titulado ‘Me tengo que ir’ que aborda el tema de los vínculos y su ruptura. El experimento, como lo define su director Antonio Rodríguez Menéndez, tuvo lugar en el teatro estudio Tuzla, que también regenta Antonio. Hubo un momento, por esas asociaciones del inconsciente, que -sentada en una silla plegable bajo la luz tenue de las lámparas, escuchando el monólogo de la única actriz, Sagrario García-, me retrotraje al sofá del comedor de mi casa familiar. Mi padre me pasaba el brazo por el hombro y, acurrucada en su regazo, escuchaba los latidos de la válvula metálica de su corazón. Unos latidos que cuando le operaron en el año 74 se oían de manera extraordinaria, y con el tiempo se fueron mitigando. Como se fue mitigando, pausando, la costumbre infantil de poner mi oído en su pecho. Un día, los latidos de la válvula metálica del corazón de mi padre se dejaron de oír. Su corazón también.
Fue el día que se rompió el mundo. Ocurrió un mes y medio antes de la pandemia. Con el trascurso del tiempo me di cuenta de que no sucedió súbitamente, de que el mundo ya venía rompiéndose antes. Hasta estallar de forma irreversible.
En el antes había felicitaciones de Navidad y correo postal que, año tras año, repetíamos invariablemente -Querido fulanito: Deseo que pases unas felices fiestas navideñas y un próspero año nuevo…-. Hoy muchas de esas personas a quienes iban dirigidos nuestras buenas intenciones ya no están o los vínculos se han roto. Sea como fuere, ya casi no se mandan postales de Navidad.
Había trayectos cortos al campo o pueblos de alrededor acurrucados -los más pequeños- en la parte de atrás de la vieja furgoneta Dyane 6 sin asientos y sonido antediluviano.
Vendimias en septiembre, caza colgada el cinto que luego se pelaba y desollaba en el corral, sandias y melones que entraban en talegas por la puerta y, un poco a ventregadas, había que comer y/o regalar porque si no se perdían, setas de cardo asadas al fuego del infiernillo, almendras con monda y ese racionamiento equitativo, “una pa ti, una pa ti, esta pa mí”, que solo quien bien te quiere es capaz de repartir con justicia implacable.
El peso de nuestros cuerpos, asidos por una cuerda al gancho de la romana. Mientras lo evoco revivo el culo dolido por la presión. Ese día toda la familia nos pesábamos.
Reader’s digest pasados de fecha, arrumbados en la mesilla de noche, junto con monedas antiguas de agujero y vitolas y hebras de tabaco y recortes de papel y polvo. Retazos de un universo en miniatura.
Ramilletes de Avena y trigo trenzado o tomillo atados improvisadamente con una cuerda.
Ese espino que se quedaba dentro de la yema del dedo y se quitaba con mucha pericia y una aguja. Mi padre era experto en quitar espinos.
Hamacas en la calle, verano. Meriendas con chorizo. Conversaciones en la mesa, su voz. Más cosas.
Perdí la cuenta o me puse una venda en los ojos para no saber la gente que se ha ido yendo. Tal es así que, últimamente, me pregunto con estupor si fulanito o menganita vive o ha muerto. Y últimamente también me asaltan recuerdos -a través de un olor, un sabor, una voz, una imagen-, de forma tan nítida, palpable, que lo que ocurrió hace muchos años paradójicamente me parece que hubiera acontecido ayer mismo. Como esa vuelta al latido del corazón mi padre, salvándome por un instante de la orfandad, de la ruina, de la intemperie.
El tiempo, como el viento, se lleva los vilanos.
Como dice el guionísta y escritor Claro García yo también estoy cada vez más cerca del pasado. Mientras, sigo.