Vecindario al límite
![[Img #62500]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2023/6484_1nuria-dsc_7870-copia.jpg)
¿Conoce usted a sus vecinos de rellano? ¿Al de la puerta de al lado, o al pesado del piso de abajo que, justamente cada vez que se ducha, entona la canción La donnna é mobile con una voz de barítono retirado que se cuela entre las fisuras del parquet?¿O a la señora que grita y blasfema cada vez que se le queman las alubias? ¿Y qué me dicen de la pareja que se emborracha cada viernes y todo es estruendo de muebles derrumbándose a las cinco de la mañana? No, ¿cierto? Es complicado conocer sus rostros, saber exactamente quienes son porque se trata de sonidos e intuiciones, imágenes dispersas entre los cristales, tan solo leves visiones que recreamos en nuestra mente a partir de transparentes velos que enseñan y ocultan jugando al desvarío. Una siniestra variedad de incógnitas irresolubles.
Vivir en comunidad es desconocerse. Un buenos días por aquí, un buenas noches por allá, y como mucho preguntarle al chico del octavo, que saca al parque cada mañana al perrazo negro, de qué raza se trata y si es peligroso para las octogenarias y los niños. Él, claro está, responderá que es un animalito delicado y encantador incapaz de morder siquiera un mendrugo de pan, a pesar de decir esto al tiempo que le coloca un hermoso y amenazante bozal como el de Hannibal Lecter en el silencio de los corderos. ¿Recuerdan la película? Pues eso exactamente es conocer a los vecinos. Un sinfín de contrariedades envueltas en misterio. Imagino que por eso nos ocultamos tras las puertas bajo siete llaves y cada vez que alguien llama al timbre nuestros ojos escrutadores se precipitan hacia la mirilla desconfiando anticipadamente. Estamos viviendo en compartimentos estancos, el peligro acecha tras las puertas y mamá nos repitió incesantemente que no se nos ocurriese abrir cuando sonase el timbre durante su ausencia. Continuamos obedeciendo estas órdenes aunque tengamos una edad provecta.
Hace años recuerdo el miedo intuyendo que los vecinos de la puerta de enfrente se llevaban fatal, aunque jamás se oyó un solo grito, una pareja madura; claro que yo aún era una adolescente y todos los que pasaban de los veinte años eran para mí gente madura. Esta pareja, les digo, salía siempre junta y amarrada de la cintura, pero existía algo oscuro en su sigilo y sus silencios al cruzarse en la escalera con los demás vecinos. Yo empecé a aguzar el oído por las mañanas y de manera intuitiva, como si una segunda secuencia se me hubiese instalado en el cerebro de modo natural e instantáneo, y entonces descubrí que él, cuando se iba a trabajar, daba vuelta a la llave. Se trataba de cerraduras muy ruidosas, de aquellas de los años ochenta, y aunque no quisieras, en el silencio de las siete de la mañana y viviendo justo enfrente, uno se percata de muchos sonidos inconscientemente. Pues bien, el tipo la dejaba encerrada con unas cuantas vueltas de llave y cerrojo hasta que regresaba al mediodía. Este asunto lo fui descubriendo muy poco a poco. Las rutinas y sonidos de la puerta al cerrarse y las vueltas de llave se repetían a la misma hora durante los años que vivieron en aquel edificio, por eso el cerebro lo registraba y acabé descubriendo su horrible secreto. Desaparecieron al poco tiempo de mi descubrimiento sin dejar rastro, aunque a veces me encontré con él, bastante ebrio, en un bar de la misma calle, por supuesto no me reconoció o si lo hizo se hizo el longuis, a ella jamás volví a verla, aunque se me aparece en sueños envuelta en capas y capas de maquillaje marrón chocolate. Como un pantano revuelto por peces salvajes y verdosos.
Años más tarde ocupó ese mismo piso una pareja de hombres y a esos si les escuchaba gritar e insultarse. Se trataba de un amor pasional entre un frutero maduro y su amante bastante más joven. Vivieron en el piso algunos años y me enteré por el periódico del asesinato del frutero perpetrado por su joven amante. Algo bastante sangriento que había dejado las baldosas del baño como en una película de terror. Yo ya no vivía en el piso de enfrente, pero mis padres sí. Vino la policía, precintaron el piso y ya nadie volvió a vivir en él. La casa fue demolida al poco tiempo.
Vecinos, si. Vecinos y residentes que nos encontramos en el ascensor y saludan. Perfectos desconocidos para nosotros y nosotros para ellos. Candados y llaves. Susurros y gritos en la noche, música a todo volumen que se cuela por las ventanas mientras ventilamos las habitaciones. La puerta de al lado y la de enfrente. Perros apostados en el felpudo y dulces gatitos en el alféizar del duodécimo piso de un edificio cualquiera, de una ciudad cualquiera.
¿Conoce usted a sus vecinos de rellano? ¿Al de la puerta de al lado, o al pesado del piso de abajo que, justamente cada vez que se ducha, entona la canción La donnna é mobile con una voz de barítono retirado que se cuela entre las fisuras del parquet?¿O a la señora que grita y blasfema cada vez que se le queman las alubias? ¿Y qué me dicen de la pareja que se emborracha cada viernes y todo es estruendo de muebles derrumbándose a las cinco de la mañana? No, ¿cierto? Es complicado conocer sus rostros, saber exactamente quienes son porque se trata de sonidos e intuiciones, imágenes dispersas entre los cristales, tan solo leves visiones que recreamos en nuestra mente a partir de transparentes velos que enseñan y ocultan jugando al desvarío. Una siniestra variedad de incógnitas irresolubles.
Vivir en comunidad es desconocerse. Un buenos días por aquí, un buenas noches por allá, y como mucho preguntarle al chico del octavo, que saca al parque cada mañana al perrazo negro, de qué raza se trata y si es peligroso para las octogenarias y los niños. Él, claro está, responderá que es un animalito delicado y encantador incapaz de morder siquiera un mendrugo de pan, a pesar de decir esto al tiempo que le coloca un hermoso y amenazante bozal como el de Hannibal Lecter en el silencio de los corderos. ¿Recuerdan la película? Pues eso exactamente es conocer a los vecinos. Un sinfín de contrariedades envueltas en misterio. Imagino que por eso nos ocultamos tras las puertas bajo siete llaves y cada vez que alguien llama al timbre nuestros ojos escrutadores se precipitan hacia la mirilla desconfiando anticipadamente. Estamos viviendo en compartimentos estancos, el peligro acecha tras las puertas y mamá nos repitió incesantemente que no se nos ocurriese abrir cuando sonase el timbre durante su ausencia. Continuamos obedeciendo estas órdenes aunque tengamos una edad provecta.
Hace años recuerdo el miedo intuyendo que los vecinos de la puerta de enfrente se llevaban fatal, aunque jamás se oyó un solo grito, una pareja madura; claro que yo aún era una adolescente y todos los que pasaban de los veinte años eran para mí gente madura. Esta pareja, les digo, salía siempre junta y amarrada de la cintura, pero existía algo oscuro en su sigilo y sus silencios al cruzarse en la escalera con los demás vecinos. Yo empecé a aguzar el oído por las mañanas y de manera intuitiva, como si una segunda secuencia se me hubiese instalado en el cerebro de modo natural e instantáneo, y entonces descubrí que él, cuando se iba a trabajar, daba vuelta a la llave. Se trataba de cerraduras muy ruidosas, de aquellas de los años ochenta, y aunque no quisieras, en el silencio de las siete de la mañana y viviendo justo enfrente, uno se percata de muchos sonidos inconscientemente. Pues bien, el tipo la dejaba encerrada con unas cuantas vueltas de llave y cerrojo hasta que regresaba al mediodía. Este asunto lo fui descubriendo muy poco a poco. Las rutinas y sonidos de la puerta al cerrarse y las vueltas de llave se repetían a la misma hora durante los años que vivieron en aquel edificio, por eso el cerebro lo registraba y acabé descubriendo su horrible secreto. Desaparecieron al poco tiempo de mi descubrimiento sin dejar rastro, aunque a veces me encontré con él, bastante ebrio, en un bar de la misma calle, por supuesto no me reconoció o si lo hizo se hizo el longuis, a ella jamás volví a verla, aunque se me aparece en sueños envuelta en capas y capas de maquillaje marrón chocolate. Como un pantano revuelto por peces salvajes y verdosos.
Años más tarde ocupó ese mismo piso una pareja de hombres y a esos si les escuchaba gritar e insultarse. Se trataba de un amor pasional entre un frutero maduro y su amante bastante más joven. Vivieron en el piso algunos años y me enteré por el periódico del asesinato del frutero perpetrado por su joven amante. Algo bastante sangriento que había dejado las baldosas del baño como en una película de terror. Yo ya no vivía en el piso de enfrente, pero mis padres sí. Vino la policía, precintaron el piso y ya nadie volvió a vivir en él. La casa fue demolida al poco tiempo.
Vecinos, si. Vecinos y residentes que nos encontramos en el ascensor y saludan. Perfectos desconocidos para nosotros y nosotros para ellos. Candados y llaves. Susurros y gritos en la noche, música a todo volumen que se cuela por las ventanas mientras ventilamos las habitaciones. La puerta de al lado y la de enfrente. Perros apostados en el felpudo y dulces gatitos en el alféizar del duodécimo piso de un edificio cualquiera, de una ciudad cualquiera.