Esas cosas
![[Img #62568]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2023/9417_dsc_8451-copia.jpg)
“Amo
todas
las cosas,
…
las copas, los cuchillos,
las tijeras,
todo tiene
en el mango, en el contorno,
la huella
de unos dedos,
de una remota mano
perdida
en lo más olvidado del olvido.”
(Pablo Neruda)
He tenido que leer un libro –pequeño y con dibujos– para comprender por qué desde entonces, cuando nadie me ve, hago esas cosas que hasta a mí mismo me resultan extrañas. Y también –por qué no decirlo– algo locas. Pero que me gusta hacerlas, y eso que me pongo triste cada vez que las hago. Y a veces se me caen las lágrimas. Lloro desconsolado como un niño. Como cuando era niño y tú no me llevabas contigo.
Para comprender por qué abro el armario y me abrazo a tu forro polar. Por qué lo huelo. Sí, ese gris que te gustaba tanto y que te ponías cuando hacía mucho frío. Del que decías que te abrigaba más que ninguna otra cosa. No lo he tirado, lo he traído para mi casa. Está conmigo. Aquí, en el armario, con mi ropa.
Para comprender por qué cuando llego a la casa del pueblo lo primero que hago es salir a la huerta y caminar hasta la acequia. Y allí me siento. En el mismo sitio que tú te sentabas. Me quedo mirando los árboles. Los veo, aún desnudos, arrecidos. Sé que no están muertos, que solo duermen y que en breve despertarán. Pues ya queda poco para la primavera. A veces se mueven levemente sus ramas. Es el aire que se está levantando. Entonces, no sé por qué, me parece que estás a mi lado, mirando también los árboles. Me parece que de un momento a otro me vas a decir algo y que yo voy a volver la cabeza para contestarte. No escucho nada, pero vuelvo la cabeza, y no te veo. Me quedo callado. Estoy solo. Me cuesta creer que estoy solo. Creer que tú no estás conmigo. Ya no estás. Pese a que te siento allí, sentado en la acequia, a mi lado, pegado a mí, mirando los árboles, hablándome, riendo. Con tu mano en la mía, sintiendo su calor, toda tu vida.
Para comprender por qué quiero que llueva. Que llueva siempre, a todas horas, y que no pare nunca de llover. Lloviendo eternamente. Cuando llueve, cojo tu paraguas, pese a que está ya un poco desvencijado. Me dicen que lo tire y que compre otro. No saben nada. No saben lo bien que yo voy bajo ese paraguas. Es cierto, a veces, si llueve mucho, gotea, pero no me importa. Solo son unas gotas de nada. ¡Cómo me protege! ¡Me siento tan seguro bajo él! ¡Tan a gusto! Al llegar a casa, lo dejo abierto, para que escurra, y después, cuando ya ha escurrido, lo pliego con cuidado. Con el mismo cuidado con el que tú lo hacías. Cómo tú me enseñaste. Finalmente, lo deposito en el paragüero y, antes de entrar en casa, me quedo mirándolo un instante, como si me costara desprenderme de él, dejarlo afuera.
Hago esto, y algo más, todavía más extravagante, porque presiento, sin ser casi consciente de ello, que estas cosas –el forro polar, la acequia, los árboles, el paraguas, y aún otras más– se han convertido en ti, simplemente porque fueron tuyas, y que en ellas de alguna manera te has quedado, ahora que ya no estás aquí, que te has ido. Así es, porque estas pequeñas cosas, aparentemente insignificantes, en realidad están llenas de sentido, el que tú le diste, y tienen alma, tu alma. Pero, Dios mío, que solas se quedan las cosas cuando su dueño se va y las abandona. Cuando no las lleva con él. Porque no puede llevarlas.
“Amo
todas
las cosas,
…
las copas, los cuchillos,
las tijeras,
todo tiene
en el mango, en el contorno,
la huella
de unos dedos,
de una remota mano
perdida
en lo más olvidado del olvido.”
(Pablo Neruda)
He tenido que leer un libro –pequeño y con dibujos– para comprender por qué desde entonces, cuando nadie me ve, hago esas cosas que hasta a mí mismo me resultan extrañas. Y también –por qué no decirlo– algo locas. Pero que me gusta hacerlas, y eso que me pongo triste cada vez que las hago. Y a veces se me caen las lágrimas. Lloro desconsolado como un niño. Como cuando era niño y tú no me llevabas contigo.
Para comprender por qué abro el armario y me abrazo a tu forro polar. Por qué lo huelo. Sí, ese gris que te gustaba tanto y que te ponías cuando hacía mucho frío. Del que decías que te abrigaba más que ninguna otra cosa. No lo he tirado, lo he traído para mi casa. Está conmigo. Aquí, en el armario, con mi ropa.
Para comprender por qué cuando llego a la casa del pueblo lo primero que hago es salir a la huerta y caminar hasta la acequia. Y allí me siento. En el mismo sitio que tú te sentabas. Me quedo mirando los árboles. Los veo, aún desnudos, arrecidos. Sé que no están muertos, que solo duermen y que en breve despertarán. Pues ya queda poco para la primavera. A veces se mueven levemente sus ramas. Es el aire que se está levantando. Entonces, no sé por qué, me parece que estás a mi lado, mirando también los árboles. Me parece que de un momento a otro me vas a decir algo y que yo voy a volver la cabeza para contestarte. No escucho nada, pero vuelvo la cabeza, y no te veo. Me quedo callado. Estoy solo. Me cuesta creer que estoy solo. Creer que tú no estás conmigo. Ya no estás. Pese a que te siento allí, sentado en la acequia, a mi lado, pegado a mí, mirando los árboles, hablándome, riendo. Con tu mano en la mía, sintiendo su calor, toda tu vida.
Para comprender por qué quiero que llueva. Que llueva siempre, a todas horas, y que no pare nunca de llover. Lloviendo eternamente. Cuando llueve, cojo tu paraguas, pese a que está ya un poco desvencijado. Me dicen que lo tire y que compre otro. No saben nada. No saben lo bien que yo voy bajo ese paraguas. Es cierto, a veces, si llueve mucho, gotea, pero no me importa. Solo son unas gotas de nada. ¡Cómo me protege! ¡Me siento tan seguro bajo él! ¡Tan a gusto! Al llegar a casa, lo dejo abierto, para que escurra, y después, cuando ya ha escurrido, lo pliego con cuidado. Con el mismo cuidado con el que tú lo hacías. Cómo tú me enseñaste. Finalmente, lo deposito en el paragüero y, antes de entrar en casa, me quedo mirándolo un instante, como si me costara desprenderme de él, dejarlo afuera.
Hago esto, y algo más, todavía más extravagante, porque presiento, sin ser casi consciente de ello, que estas cosas –el forro polar, la acequia, los árboles, el paraguas, y aún otras más– se han convertido en ti, simplemente porque fueron tuyas, y que en ellas de alguna manera te has quedado, ahora que ya no estás aquí, que te has ido. Así es, porque estas pequeñas cosas, aparentemente insignificantes, en realidad están llenas de sentido, el que tú le diste, y tienen alma, tu alma. Pero, Dios mío, que solas se quedan las cosas cuando su dueño se va y las abandona. Cuando no las lleva con él. Porque no puede llevarlas.