Catalina Tamayo
Sábado, 25 de Marzo de 2023

Piensas

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“Años que no son de luz: pasan a través de nosotros rompiéndonos y manchándonos”.

(Fernando Savater)

 

Un día cualquiera, sin saber muy bien por qué, te detienes, dejas un momento lo que estás haciendo y te pones a pensar. Piensas que el siglo pasado ya no es –como cuando estudiabas– el siglo XIX sino que es siglo XX. Piensas también que, pese a ello, tú te sientes más de este siglo XX que del siglo XXI. Aún piensas más. Piensas que lo mejor de tu vida –aquel año, aquella canción, aquel libro, aquella alegría, aquel amor– pasó en el siglo pasado. Miras hacia atrás, miras hacia adelante, comparas, vuelves a comparar, y descubres, con algún pesar, que el pasado ya es más grande que el futuro. Probablemente bastante más. Descubres que ya estás en la senescencia, rozando el inicio de la vejez. Dos pasos más y te ves traspasando el umbral de la Tercera Edad. Entrando en la recta final, en los últimos cien metros.

 

Por un instante, solo por un instante, crees que estás exagerando, que aún eres un niño, o como mucho un joven. Bueno, o que, en el peor de los casos, te hallas en la cuarentena. Pero no, no te has puesto hiperbólico, ni sueñas; tampoco fantaseas. Al contrario, tienes los pies en la tierra, bien clavados en ella, firmes como nunca. Y te basta con ponerte delante del espejo para ver que no te has equivocado. Ese eres tú. Ese que no se parece en nada a uno de cuarenta y menos todavía a un adolescente. Y del niño, no le queda nada, ni un ademán, ni un rictus siquiera. Entonces, se te llena la cabeza de recuerdos. Nunca pensaste que pudieras llegar a tener tantos. Te ves de mil maneras. Ves a otros. Sobre todo a los más allegados. A los más queridos. Y te das cuenta de que algunos de estos ya no están. La tierra. Se los tragó la tierra. Sí, así, en un instante, en lo que dura un parpadeo. Un beso fugaz. Pero si… Pero nada. Es el tiempo, que no tiene corazón, ni alma, ni nada. Pasa y ya está. No perdona a nadie. Es implacable. Y de nada sirve rogar, llorar, patalear. Él pasa sin mirar, ciego, sordo, como un huracán, devastando. Después de todo, sin poder evitarlo, acabas preguntándote qué eres, qué somos.

 

Nada. Nada es lo que somos. Vanidad de vanidades, como dice el poeta. Todo es vanidad. Esa es la verdad. La verdad de la vida. La verdad del hombre. De modo que a seguir con lo que estabas haciendo. No pares, no pienses. Vive. Vive lo que quede por vivir. Ay, pero ¿se puede vivir así? ¿Así, sin pensar, sin preguntar, sin querer saber? ¿Inconscientemente? De verdad, decídmelo, ¿se puede vivir así, irreflexivamente, como viven los niños, las mariposas o los lirios? Los lirios del campo. Esos que crecen tan hermosos en las orillas de los ríos.

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