Isabel Llanos
Sábado, 25 de Marzo de 2023

Recalcitrante

 

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A veces me toca pensar para escribir. No son los textos los que vienen a mí como en la mayoría de las ocasiones. Cuando tengo que reflexionar y buscar, es donde me aparecen los juicios. Esa mala costumbre instaurada que nos cuestiona de manera inexorable y nos vincula al síndrome del impostor.

 

Pensaba, pues, en lo que había vivido esta semana, persiguiendo al milagro de las musas, cuando, al repasar distintos episodios, me percato de que poseo de una cierta tendencia a ser como las polillas. Las polillas, o mariposas nocturnas si se les quiere romantizar con el nombre el contrapunto vulgar al colorido de las mariposas que viven a la luz de los rayos solares, son mi talón de Aquiles. No hay animal en el mundo que me provoque mayor repugnancia y me vuelva más inoperante: solo pienso en huir. Reconozco que compartir una conducta tremendamente estúpida con el ser vivo que más fastidio le produce a una es una buena burla del destino. Pero sí, soy tan cabezota como ellas, y me empeño y me fustigo contra el cristal de la bombilla, aún a riesgo de perecer, por el mero hecho de haber sido criada bajo el influjo de la teoría del esfuerzo y del sacrificio: lo que merece la pena de verdad, llega a través del sudor de la frente. Nunca de manera regalada o fácil.

 

Caí, entonces, en que esta semana he retomado dos situaciones, al menos que yo sepa, por empeño más que por deseo. Y me vino entonces a la mente esa palabra: recalcitrante. Una palabra que me suena pelín trasnochada, me huele un tanto a alcanfor y que asocio sin dudar un instante a cómo se introdujo en mi vocabulario: a través del TBO. Inmediatamente me vienen a la memoria páginas desgastadas de ejemplares releídos en mil ocasiones. No sólo por la persistencia infantil, que gusta de repetir las historias una y mil veces hasta boicotear cualquier atisbo de paciencia en los familiares cuentacuentos, sino por la cantidad de manos que ya habían conocido antes de las mías. Era la época en la que se cambiaban los tebeos. Con algunas monedillas de la paga semanal, uno se acercaba al quiosco y dejaba pasar la tarde decidiendo cuál de todos se llevaba a casa por siete días. Recuerdo el quiosquero, pasando los bloques de ejemplares de a uno para que eligiésemos por la portada y no los manoseásemos demasiado, con aquellas manitas engrasadas del bocadillo de la merienda.

 

Recalcitrante. Me parece realmente hermoso saber y tener constancia de cuándo fue el momento en el que una palabra se incorpora en la vida de uno. Y revivir todos los recuerdos que lleva parejos. Pienso, entonces, en otra de cuya incorporación en mi acervo lingüístico también tengo constancia y que recuerdo porque, precisamente, la he usado un poco más arriba. Esta palabra es potente y plateada. Tajante y mullida. Explosiva como el big-bang. Ésta se me acercaba desde las películas de ciencia ficción, mientras que la palabra dicotomía, otra de las que también conozco cuando incluí, me visitaba desde la asignatura de metodología en primero de Psicología. Usamos tantas palabras a diario, que me produce un onanístico placer cuando evoco cómo algunas llegaron a mi vida. Hubiese sido precioso constatar en la memoria cuándo aprendí recoveco, tan sonora ella, o lo tarde que aprendí que petricor daba nombre a uno de mis olores favoritos, además de ser el alter ego de un querido compañero artista. Todos estos recuerdos son como perlas caídas de un collar con el hilo roto, que se me desgranan entre los dedos mientras intento atraparlas para que no se me pierdan dentro de los huecos de esta cabecita cada vez más llena de lagunas y más olvidadiza.

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