Franceses
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No lo puedo evitar. Siento una profunda admiración por Francia y los franceses. París es un continente maravilloso de la grandeza de ese país. Podría, debería ser, ser una hipotética capital mundial en esa utopía del orbe convertido en nación única. El patronímico es otro cantar. El parisino es el vívido ejemplo de la intelectualidad arrogante y del esnobismo afectado de vanguardismo dogmático que mira a los otros con cara de huelemierda. Pero cuando se le hinchan los couilles….
Mi primera frase de la columna ha sido una especie de excusa. Como español, posiblemente mi papel sería el del recelo hacia nuestro vecino. Habrá que reconocer que la historia nos ha dado razón para ello, como en el sentido inverso hacia nosotros. Pero esa historia, bien leída o asumida, es la que me hace ser un rendido admirador de Francia.
No soy de los que comulgo con la hazaña doméstica de la Guerra de la Independencia. Cuánto mejor nos hubiera ido con un monarca ilustrado que hubiera sancionado la Constitución de 1812, que no con un felón como Fernando VII, llamado en el colmo de la ironía, El Deseado. Volvió a ponernos las cadenas, contaminarnos con la carcoma beata del escapulario y el incienso, y abocarnos a más de un siglo maldito de cainismo culminado en una guerra civil y una dictadura, que prolongó la contienda cuarenta años.
Si España hubiera bebido en las fuentes francesas del progreso, que intentaron traer los despreciados afrancesados, se habría enganchado a Europa varias décadas antes de lo que lo hizo. Muy por delante en el tiempo hubiera acabado con los absolutismos coronados y religiosos, borrando, de paso, la casuística de nuestras catástrofes seculares. Pero en fin, son meras hipótesis configuradas en la individualidad, pues la historia se escribe con el único idioma de la realidad, y esa fue la que fue.
Mi gran envidia francesa es su sociedad civil. El sentido de comunidad que posee. Posiblemente sea atributo de los países fuertemente centralizados. Quizá también la consecuencia de una ciudadanía que decapitó a la realeza y su nobleza podridas, ambas, hasta las cachas; completamente de espaldas al pueblo sobre el que se elevaron en sus fantochadas y excesos.
Francia prohibió prohibir, pidió la toma del poder por la imaginación en Mayo del 68. La última utopía mundial, laminada por la denominada revolución conservadora, que no ha dejado más legado que unas desigualdades sociales propias de la etapa prerrovolucionaria y del industrialismo sangriento del XIX, así como trocar los postulados de la Ilustración por la centuria del miedo, aupado en el chantaje permanente a unos ciudadanos que solo aspiran a mantenerse en el estatus de clases medias o acceder a ellas desde el siempre honrado trampolín del salario digno en el trabajo.
Francia es, en estos momentos, la pantalla donde se retransmite al mundo el nuevo pulso entre una sociedad civil baqueteada en las conquistas sociales y un poder republicano con maneras de monarquía absoluta o grandeur imperial. Un pulso esencial, de nuevo, para el resto del mundo. Aquí se dirime algo más que una edad de jubilación. Está en juego la aspiración del bienestar en su dimensión social, frente al confort elitista de las nuevas aristocracias, que ya no tienen ni el pudor de ocultar sus groseras prebendas, tras el retiro de una actividad vergonzosamente especulativa.
Nuestros vecinos están hoy en la protesta al estilo de las barricadas y neumáticos ardiendo, tan parisino él, por la desfachatez del gobierno galo en emplear la vía del decreto para aprobar una ley que, por su impacto, obliga a un consenso social, si no quiere abrir brechas que serán muy difíciles de cerrar. Asuntos tan delicados para la mayoría del electorado se han de acordar con la mayor conformidad posible entre los agentes sociales. Las crónicas desde París nos dicen que siete de cada diez franceses se oponen a la decisión de elevar la edad del retiro de 62 a 64 años, que, vista desde España, no parece desmesurada. El fondo de la cuestión, no cabe duda, está más en la forma que en el fondo.
Los franceses, como Astérix, Obélix y demás elenco de la irreductible aldea gala, no van a dar su brazo a torcer, por una medida impuesta a las bravas. Miopía con síntomas de ceguera la de Macron y su gobierno, esta de adoptar la estrategia del poder del Estado, al modo romano, para reducir a unas capas populares bien adiestradas en algo, a veces tan sano, como recurrir a la calle como tercera palanca o cámara del poder legislativo.
Los vecinos de arriba vuelven a contraponer la utopía como ilusión social, frente al negro pragmatismo de las distopías, impuestas en todo el mundo a base de recesiones económicas, de pandemias, de guerras, de populismos a lo que sea menester, de inflación y de quiebras bancarias que se solventan en la amnesia y en el maldito dejar hacer del neoliberalismo. El mundo es espectador pasivo, neutralizada su rebeldía a través de los juguetes tecnológicos, de este cúmulo de insensateces. Nos falta la crónica de un gigante de las letras, francés para más señas: Albert Camus. Aunque siempre nos quedará París.
No lo puedo evitar. Siento una profunda admiración por Francia y los franceses. París es un continente maravilloso de la grandeza de ese país. Podría, debería ser, ser una hipotética capital mundial en esa utopía del orbe convertido en nación única. El patronímico es otro cantar. El parisino es el vívido ejemplo de la intelectualidad arrogante y del esnobismo afectado de vanguardismo dogmático que mira a los otros con cara de huelemierda. Pero cuando se le hinchan los couilles….
Mi primera frase de la columna ha sido una especie de excusa. Como español, posiblemente mi papel sería el del recelo hacia nuestro vecino. Habrá que reconocer que la historia nos ha dado razón para ello, como en el sentido inverso hacia nosotros. Pero esa historia, bien leída o asumida, es la que me hace ser un rendido admirador de Francia.
No soy de los que comulgo con la hazaña doméstica de la Guerra de la Independencia. Cuánto mejor nos hubiera ido con un monarca ilustrado que hubiera sancionado la Constitución de 1812, que no con un felón como Fernando VII, llamado en el colmo de la ironía, El Deseado. Volvió a ponernos las cadenas, contaminarnos con la carcoma beata del escapulario y el incienso, y abocarnos a más de un siglo maldito de cainismo culminado en una guerra civil y una dictadura, que prolongó la contienda cuarenta años.
Si España hubiera bebido en las fuentes francesas del progreso, que intentaron traer los despreciados afrancesados, se habría enganchado a Europa varias décadas antes de lo que lo hizo. Muy por delante en el tiempo hubiera acabado con los absolutismos coronados y religiosos, borrando, de paso, la casuística de nuestras catástrofes seculares. Pero en fin, son meras hipótesis configuradas en la individualidad, pues la historia se escribe con el único idioma de la realidad, y esa fue la que fue.
Mi gran envidia francesa es su sociedad civil. El sentido de comunidad que posee. Posiblemente sea atributo de los países fuertemente centralizados. Quizá también la consecuencia de una ciudadanía que decapitó a la realeza y su nobleza podridas, ambas, hasta las cachas; completamente de espaldas al pueblo sobre el que se elevaron en sus fantochadas y excesos.
Francia prohibió prohibir, pidió la toma del poder por la imaginación en Mayo del 68. La última utopía mundial, laminada por la denominada revolución conservadora, que no ha dejado más legado que unas desigualdades sociales propias de la etapa prerrovolucionaria y del industrialismo sangriento del XIX, así como trocar los postulados de la Ilustración por la centuria del miedo, aupado en el chantaje permanente a unos ciudadanos que solo aspiran a mantenerse en el estatus de clases medias o acceder a ellas desde el siempre honrado trampolín del salario digno en el trabajo.
Francia es, en estos momentos, la pantalla donde se retransmite al mundo el nuevo pulso entre una sociedad civil baqueteada en las conquistas sociales y un poder republicano con maneras de monarquía absoluta o grandeur imperial. Un pulso esencial, de nuevo, para el resto del mundo. Aquí se dirime algo más que una edad de jubilación. Está en juego la aspiración del bienestar en su dimensión social, frente al confort elitista de las nuevas aristocracias, que ya no tienen ni el pudor de ocultar sus groseras prebendas, tras el retiro de una actividad vergonzosamente especulativa.
Nuestros vecinos están hoy en la protesta al estilo de las barricadas y neumáticos ardiendo, tan parisino él, por la desfachatez del gobierno galo en emplear la vía del decreto para aprobar una ley que, por su impacto, obliga a un consenso social, si no quiere abrir brechas que serán muy difíciles de cerrar. Asuntos tan delicados para la mayoría del electorado se han de acordar con la mayor conformidad posible entre los agentes sociales. Las crónicas desde París nos dicen que siete de cada diez franceses se oponen a la decisión de elevar la edad del retiro de 62 a 64 años, que, vista desde España, no parece desmesurada. El fondo de la cuestión, no cabe duda, está más en la forma que en el fondo.
Los franceses, como Astérix, Obélix y demás elenco de la irreductible aldea gala, no van a dar su brazo a torcer, por una medida impuesta a las bravas. Miopía con síntomas de ceguera la de Macron y su gobierno, esta de adoptar la estrategia del poder del Estado, al modo romano, para reducir a unas capas populares bien adiestradas en algo, a veces tan sano, como recurrir a la calle como tercera palanca o cámara del poder legislativo.
Los vecinos de arriba vuelven a contraponer la utopía como ilusión social, frente al negro pragmatismo de las distopías, impuestas en todo el mundo a base de recesiones económicas, de pandemias, de guerras, de populismos a lo que sea menester, de inflación y de quiebras bancarias que se solventan en la amnesia y en el maldito dejar hacer del neoliberalismo. El mundo es espectador pasivo, neutralizada su rebeldía a través de los juguetes tecnológicos, de este cúmulo de insensateces. Nos falta la crónica de un gigante de las letras, francés para más señas: Albert Camus. Aunque siempre nos quedará París.