Catalina Tamayo
Sábado, 01 de Abril de 2023

De lágrimas y palabras

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“Asomaba a sus ojos una lágrima,

a mi labio una frase de perdón,

habló el orgullo y enjugó su llanto,

y la frase en mis labios expiró.

Yo voy por un camino, ella por otro;

pero al pensar en nuestro mutuo amor,

yo digo aún: “¿Por qué callé aquel día?”

y ella dirá: “¿Por qué no lloré yo””

(Gustavo Adolfo Bécquer)

 

“Asomaba a sus ojos una lágrima.” A esos ojos verdes, de mar lejano, hondos,  insondables. Tristes en ese momento. La lágrima, redonda, de cristal, transparente, como gota de lluvia, se columpiaba en el lagrimal. Pero no se precipitaba. No caía, ni al vacío ni a la mejilla, pese a que cada vez era más grande, más pesada, más lágrima de verdad.

    

Y al mismo tiempo, asomaba también “a mi labio una frase de perdón.” Las palabras de esta frase, escogidas con cuidado y tantas veces ensayadas durante estas últimas noches, de insomnio, se agitaban en mi boca, locas por salir y echarse a volar. Por tocar su corazón. Sin embargo, algo las refrenaba: la lágrima que no caía. Que no acababa de caer.

     

Entonces, inesperadamente, cuando parecía que la lágrima ya se iba a descolgar, y a caer, acaso también a rodar, “habló el orgullo y enjugó su llanto.” El maldito orgullo. Este orgullo ensombreció la mirada, y la lágrima comenzó a contraerse, a adelgazarse, a hacerse pequeña, diminuta, hasta que se quedó en nada. Entonces los ojos, secos, perdieron el brillo, y se volvieron opacos, y duros, y sucios, y muy feos. Daban miedo.

     

De esta manera, a sus ojos se le fue el verde del mar, tan claro, sobre todo en estos días de luz, “y la frase en mis labios expiró”. En mis labios marchitos, exangües, quedaron tendidas las palabras. Desmayadas. Desbaratadas. Como cadáveres en un campo de batalla. Poco a poco se iban desvaneciendo, borrándose. En un instante, mis labios aparecieron limpios del todo. Sin rastro de nada. Ni siquiera permaneció una huella, o una sombra, de esas palabras. Nada. Los labios solos, vacíos de sueños, de esperanza. Labios sin alma. Como si nunca hubieran vivido. Inertes.

     

Media vuelta, y adiós. Adiós a lo nuestro. Adiós sin decirnos adiós. “Yo voy por un camino, ella por otro”. Yo no vuelvo la cabeza, tampoco ella. Nadie sabe adónde llevan esos caminos. Caminitos blancos que un día se cruzaron y hoy se alejan buscando sabe Dios qué caseríos. Caminamos, caminamos, dejando atrás todo, como queda atrás una ciudad cuando el tren, indolente, sigue su marcha. Caminamos, seguimos hacia adelante, posiblemente desgarrados y rotos por dentro. Sí, heridos, casi seguro. Y un poco abatidos. Y totalmente confundidos.

    

“Pero al pensar en nuestro mutuo amor”, un día cualquiera, quizá el menos sospechado, ya al final del la jornada, o por la noche, o al amanecer, en ese desvelo prematuro, cuando el silencio aún envuelve todas las cosas y las aquieta, las duerme, cuando uno de verdad se queda solo, completamente solo, “yo digo aún: ‘¿por qué callé aquel día?’”. Aquel día que no puedo olvidar. Que no podré olvidar.

      

Sí, “y ella dirá: ‘Por qué no lloré yo?’”· Ay, Dios mío, si esto fuera verdad, y yo lo supiera. Si yo supiera que aquella lágrima, ahora, de tarde en tarde, volvía a asomar a sus ojos, y que alguna vez –al menos alguna vez– descendía hacia el abismo o rodaba por su mejilla, qué consuelo, qué paz más grande. Qué paz para mi corazón, que desde entonces no ha cesado de penar y penar. De languidecer. De morir. ¡Porque cuánto duele a veces vivir! Vivir así, de esta manera tan verdadera.

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