Eloy Rubio
Domingo, 02 de Abril de 2023

"En cada gota de sangre renacía otra, sorpren­dida en su origen, con un punto convexo de sol"

En la noche de este Domingo de Ramos tenía lugar el traslado procesional desde la iglesia de Piedralba de Jesús Atado a la Columna, organizado por la Cofradía de la Santa Vera Cruz y Confalón y la Cofradía de Santo Tirso, San Cristóbal y Jesús Atado a la Columna de Piedralba. Las hogueras fueron marcando las estaciones del Vía Crucis hasta Astorga.

El reportaje fotográfico de Eloy Rubio Carro está acompañado de un fragmento de la novela 'Figuras de la pasión del Señor', de Gabriel Miró.

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Poncio gritó:

 

—El daño que Rábbi Jeschoua os hizo lo expiará con la flagelación.

 

Y ordenó el suplicio que aplacase a Israel y sirviese de tortura, quaestio per tormenta, para arrancar revela­ciones al obstinado galileo.

 

Los lictores bajaron a Jesús a la rinconada de los Pór­ticos, donde estaba la columna flagelatoria, un pedestal mutilado, cortezoso de sangres viejas, de sudores y mu­gres.

 

Rápidos, expertos, calzaron con cepos los pies del Se­ñor; le descolgaron las ropas hasta los hinojos; le enfun­daron la cabeza con la máscara de paño rígido y amargo de pringue, de salivas, de espumas y lágrimas; el capuz que ciega a la víctima y ahoga un poco sus bramidos. La espalda del Señor crujió al doblarse; y quedó inmóvil y curvo, con las muñecas y la garganta atadas en manojo a una argolla.

 

El lictor Proximus conversaba con un viejo rapado y bisojo, de piernas cortas y el vientre desbordante del cíngulo de esparto, mientras los demás deshacían los rollos de varas. El viejo arrastró un tajo de higuera, subióse y fue tentando con su pulgar, todo córneo, los flacos ijares, la quilla de vértebras, los huecos de las axilas de Jesús.

 

 

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Un tabularlo llamó al centurión.

 

Poncio no quería que golpeasen al Rábbi con las virgas; quebraban ocultamente el hueso; y él prefería que se rasgara la carne para saciar la multitud.

 

Bílbilo propuso el flagrum, correas retorcidas que aca­ban con mendrugos de osecicos, de plomo y de vidrio.

 

También lo rechazó Poncio. El flagrum dejaba llagas asquerosas y, a veces, una semilla de infortunio y aun de muerte, ya inútiles; muchos azotados con el flagrum que­daban idiotas, y otros, después de cerrárseles las heridas, pasado tiempo, morían enrollándose como virutas.

 

Celio confesó que nunca había visto tan curiosa agonía en ninguno de sus esclavos, y prometióse verla.

 

El Procurador se desciñó la toga, y se alejaba y vol­vía por el hondo aposento. Se paró frente al tribuno, y le dijo:

 

—¿Y Melio?

 

Trasudó el tribuno. No comprendía, no recordaba.

 

—¿Y Melio?

 

Y el grito de Pilato le hizo apretar los ojos.

 

 

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El centurión intervino: Melio pertenecía a la cohorte de Cesárea, y en el Pretorio de Jerusalén nada más se sa­bía el apodo del lorarius de la otra residencia: «Sísifo».

 

Ya descansó el custodio de la Antonia.

 

Sísifo. Sísifo se hallaba entonces con los lictores.

 

Y Poncio decidióse por el flagellum, haz de trallas hendidas y sutiles que desgajan la carne en hebras, y, si no es hábil el lorario, pueden sumirse y enroscarse a los nervios y a las entrañas.

 

¡Que lo flagele Melio!—y, dirigiéndose a sus ami­gos, añadió—: «Sísifo» desuella los cuerpos con más goce y sapiencia que los asirios a sus prisioneros; ¡los descor­teza de modo que se les ve la vida desnuda, y no mata!

 

Aun aguardaba el centurión.

 

Le miró Poncio, y el soldado preguntó fríamente:

—¿Cuántos?

 

¡Es verdad, cuántos...! Si hablase, un cuarenta me­nos uno, según dicen en este país hórrido y falaz hasta para el suplicio. Y si no hablase, si no hablase; acordad vosotros el número. ¡Yo no quiero que ese hombre muera!

 

 

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Y comenzó la flagelación de Jesús. Los patricios, re­costados en los pilares de la escalinata, presenciaban el tormento, y gritaban sus comentarios al Procurador, que seguía cruzando la profunda sala.

 

Stertinius exclamó:

 

¡Puño de oro! ¡Cuán perfecta la red de surcos que teje en un espinazo seco!

 

Bílbilo se entusiasmaba.

 

Pero Celio pidióles que callasen, y dijo dulcemente--

 

¡Exquisito dolor, que nunca agota la sensibilidad ni la resistencia! ¡No cambia el golpe ni el genio! ¡Aten­ded como yo!

 

Y todos escucharon.

 

Rechinaba la argolla de la columna, y bajo la tela re­tesada que cegaba el rostro de Jesús se producía siempre el mismo quejido, y siempre exacto con el movimiento de la tralla: una queja íntima, aspirada y rota contra el paladar.

 

Fosidio copió su tono y recitó la frase de la tercera sátira de Horacio:

 

Ne scutica dignum horribili sectere flagello!

 

Ya cansados, buscaron a Poncio, y se tendieron en los almohadones, que se estremecían como espaldas de­liciosas.

 

Mario inició una plática de aventuras de matronas ilustres.

 

Y Poncio, reclinado sobre la mesa délfica, sumergió sus dedos en el fanal de peces de Aretusa; fué doblán­dose su mano, y recogió en su hueco un latido frío, que le produjo una risa violenta.

 

¡Cómo rebulle el pobre pez! ¡Mirad que no me es dado abrirle la cárcel ni cerrársela más! Esta palpitación helada...

 

 

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Calló. Subía un cántico entonado a la manera de un coro litúrgico:

 

Salve, salve,

Rex, Judoeruml

Saaaalve!

 

—... Esta palpitación helada me recuerda el temblor caliente de una golondrina que aplasté con mis manos Fué la tarde que me quitaron la toga cándida y la bula de oro de la puericia para vestirme la libera... ¡Aun siento aquella agonía en mi piel!

 

 ¡Tú apretarás ahora, oh Poncio!

 

 ¡Yo lo estrujaría si lo tuviese mucho tiempo; y no por maldad, sino por hastío!

 

 soltó el pez, que retorcióse inflando las agallas en el agua de luz.

 

Del Pretorio a la planicie se volcaba el croar de la chusma romana y judía.

 

En medio de los claustros, los lictores guardaban un hombre postrado. «Sísifo», con una rodilla en tierra, le abría la clámide andrajosa.

 

Llegaban los milites; y apareándose frente al grupo, hacían media genuflexión y elevaban las espadas, di­ciendo :

 

—Ave Caesar!

 

Y se tornaban, subían un calcañar, sacaban las corvas.

 

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Precipitóse Poncio entre las columnas, y su voz de im­perio rechocó terrible en todos los muros.

 

Se esparció la soldadesca. Y quedó Jesús doblado al tajo de higuera. No podía incorporarse.

 

Una vara de bambú marino le retorcía las sogas de los talones, subiéndole rectamente a la gafa del sagum.

 

Mandó Poncio que le alzaran; y vióse entonces el crá­neo de Cristo enjaulado de ramaje.

 

El centurión contó todo el improperio. Dieron cetro, manto y corona al Rábbi; y por trono, el escabel del lorarius. Y como no podía tenerse, se revolcaba, sellando el piso con la llaga de su espalda. La hechura de la dia­dema antojósele a «Sísifo». Pero las caídas y los golpes del cetro de bambú fueron hundiéndosela, y ya le rasgaba las orejas.

 

Trajeron a Jesús. La congestión le había roto los va­sos de las encías, de los oídos, de la nariz. Estaba tejida su corona con un aro recio de juncos, y del borde salían, combándose, en forma de alcatraz o mitra de los reyes caldeos, las zarzas de zizifus y cambroneras, erizadas de espolones de púas. Un tallo verde, al desplegarse, le arran­có un trozo de párpado que le colgaba de una espina de­lante del mismo globo del ojo desnudo.

 

Celio iba rodeando al Rábbi, y profirió admirado:

 

¡Qué suprema púrpura!

 

Hizo el tribuno que el reo se volviese. Y tuvieron que separarse los cortesanos, porque todo el cuerpo de Jesús desgranó sangre. Poncio removía dulcemente su insignia para quitarle una moscarda.

 

Estuvieron mirándole la espalda, abierta en un latido de granas con descarnaduras de costillas y músculos des­cuajados como filamentos de raíces, que daban orientes de perla. En cada gota de sangre renacía otra, sorpren­dida en su origen, con un punto convexo de sol, y ya espesada, caía apagándose, brillando, escondiéndose.

 

 

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Fosidio murmuró:

 

¡Oh Poncio, bien dijiste; esto es la vida por den­tro, y tan maravillosa, que parece que no deba sufrir!

 

Poncio se fijó en un codo del Señor: la lora o tralla abrió la piel, dejándola como una felpa que se deshila; y en el arrastramiento del rodillo, el mosaico, menudo y áspero, fué aserrando la carne hasta mondar todo el gozne del olecranon.

 

Convulsionaba sinuosamente Jesús, como si respon­diese a torceduras del hueso, y muy hondo crepitaba su quejido. Rendía la cabeza con un crujir de leña, y le sa­lían las moscas, y en seguida le bajaban a los mismos gru­mos que estaban chupando.

 

Se hallaba el sol casi en medio del cielo. Y hervía el Lithóstrotos como una tierra agusanada.

 

Los sacerdotes se deslizaban entre los grupos, susci­tándoles la saña contra el impostor, que había acatado al extranjero en sus predicaciones: «¡ El ungido verdadera­mente por Dios exaltará a Jerusalén en trono del reino mesiánico; todos los pueblos traerán sus ofrendas; se ali­mentará el judío de pan y de bienes de los gentiles!» ¡La casa de Israel será señora de los que la hicieran su cau­tiva! ¡Y Rábbi Jeschoua mintió a los humildes y quiso malograr las promesas de la plenitud y «ahuyentar la glo­ria del Señor como un ave!»

 

 

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Estalló el enojo de la multiutd en un clamor de inju­rias, injurias rebañadas de los muladares de la lengua, con el goce de lo hediondo, que siempre habita en las entrañas de la plebe y engendra el aborrecimiento, sin fijarse en el aborrecido, y se desea ciegamente el mal.

 

Presentóse Pilato sobre el pasadizo.

 

Y se agitó una masa de pupilas voraces, de dentadu­ras frías, de carnes bazas, de risas ruines, de brazos pelu­dos, de sudarios pegados a las frentes aceitosas.

 

Relumbraron los crestones y lorigas de los milites, y apareció la cabeza ensarmentada de Cristo.

 

El estruendo del escarnio sacó otra vez de la querencia a los palomos.

 

 

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Escasa es la risa de Israel. Sus libros sapienciales la reputan por error y descubren el llanto en los extremos del gozo. Sobre la frente de cada judío se proyecta el agobio de la patria. Y en esa mañana de Nisán, la evo­cación que trae la Pascua de una jornada venturosa, el júbilo cosmopolita de las ferias, de los lupanares, de las caravanas, de los paradores; el vaho de vinos, de ropas, de frutas, de primavera; el apretamiento de toda la sen­sualidad de Oriente amontonada en Jerusalén, exaltaba al hombre judío que se fundía en multitud, y el fervor y el odio y el grito se rompían en risada.

 

 

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Los jueces daban chillidos y silbos de corneja, esfor­zándose por reprimir la algazara que trocaba la justicia en un lance chocarrero de hampa de lonja.

 

Y Poncio lo advirtió y quiso valerse de la burla. Aso­móse; tendió su mano; y en súbito reposo se oía el rico y grueso desdoblar de su ropaje. Y dijo sarcásticamente:

 

—¡Ecce Homo! 

 

 

 

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