Eloy Rubio
Martes, 04 de Abril de 2023

"¡Crucifícalo! ¡Su vida nos pertenece!"

La procesión del Vía Crucis de este Martes Santo en Astorga, en la que participan las cofradías de la ciudad, tuvo como protagonista a 'San Juanín', que este año cumple 200 años y por este motivo la Real Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno y María Santísima de la Soledad ha dado todo el protagonismo a esta imagen tan querida entre los astorganos.

La Plaza Mayor se convirtió en el punto de encuentro de las cofradías para acudir juntas al Vía Crucis que tuvo lugar en la Catedral.

El reportaje fotográfico de Eloy Rubio Carro está acompañado de un fragmento de la novela 'El Cristo de espaldas', de Eduardo Caballero Calderón.

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El cura creyó que iba a desfallecer en su intención, y que su voluntad se rompería en pedazos antes que franquear aquella puerta. Un clamor incoherente y dis­cordante, amenazador como la tempestad que en sueños lo había sorprendido en el páramo, le paralizó los miem­bros. Aunque hubiera querido echar pie atrás, ya no podía hacerlo: centenares de brazos lo empujaban por la espalda, lo llevaban hacia adelante, lo arrastraban, lo levantaban en vilo, sin que él pudiera defenderse.

 

—¡Hay que matar al asesino! — gritaban alternativa­mente el Anacarsis y el alcalde desde la ventana —. ¡Hay que limpiar el pueblo de rojos!

 

—¡Hay que matarlos! — coreaba la turba.

 

Al cura le pareció que la cabeza le iba a estallar como una bomba, y el corazón le palpitaba con tal vio­lencia que todo el mundo, sin el menor trabajo, podría escucharlo. Cerró los ojos y se mordió los labios. Ya no se encontraba en aquel pueblo miserable, ni en medio de aquella gente envilecida, ni ante aquella ventana verde, de barrotes podridos por la humedad. Estaba en Jerusalén hace dos mil años, contemplando como testigo pre­sencial una escena que en la imaginación siempre le produjera una intensa amargura, aunque jamás hubiera perturbado como ahora sus sentidos sobreexcitados. Era un san Bartolomé desollado y en carne viva, y los filetes nerviosos de su piel vibraban al menor contacto. Nun­ca como ahora había escuchado tan real y amenazante el clamor de la muchedumbre embravecida que pedía la cabeza de Cristo; ni vio jamás tan evidente ante los ojos la imagen repugnante de ese millar de rostros des­compuestos por la cólera, que le apretaban en un círcu­lo de pesadilla. Nunca en sueños tuvo que soportar, al pie del palacio de Pilatos, el olor nauseabundo de mil bocas podridas que aquí exhalaban su aliento. Aunque la reiterada lectura de los Evangelios le había desarro­llado la imaginación creadora hasta el punto de que llo­raba en su celda al revivir la escena de Cristo ante la chusma que pedía su cabeza, sólo ahora venía a sa­ber cómo hiede, cómo siente, cómo reclama y solicita, y cómo puede asesinar impunemente sin que haya quien logre detenerla. Nadie, ni Cristo en persona en el pórtico del palacio de Jerusalén, con las sienes rasgadas por la corona de espinas y los ojos velados por una infinita tris­teza, sería capaz de aplacar esa legión de demonios que estaba contemplando. Cristo los encadenó alguna vez en una piara de cerdos, que se tiró de cabeza a las aguas del lago; pero no quiso libertarlos de la cárcel hedionda de una muchedumbre.

 

 

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-¡Crucifícalo! ¡Su vida nos pertenece! — clamaban los judíos fanatizados por mil años de orgullo pisoteado en la esclavitud del faraón, humillado en la peregrina­ción del desierto, corrompido en la servidumbre de Roma.

 

—¡Mátenlo! — gritaba el populacho taladrando sus oídos con voces que herían como puñales. El terror le ataba la lengua y le amordazaba los labios: un terror piadoso que impedía la divulgación de su flaqueza y la queja de su cobardía. Si hubiera podido expresarse a gri­tos pediría por el amor de Dios que lo llevaran a su igle­sia y lo dejaran tranquilo, aunque crucificaran al Cristo o despedazaran al infeliz Anacleto. “¿Qué me importa a mí este crimen, cuando yo estoy a punto de sucumbir entre la muchedumbre?”

 

Ésta se agitó de pronto, sacudida por una corriente subterránea. Sin que el cura pudiera defenderse ni tuvie­ra tiempo de desatar su lengua vuelta un nudo, se sin­tió arrastrado en peso al través del zaguán. Oyó crujir las puertas, arrancadas de cuajo, que se desplomaron so­bre la multitud y fueron rechazadas y levantadas como hojas secas. Luego cayeron en un claro de la plaza, vuel­tas astillas. Comprimido por centenares de cuerpos que se apretujaban en el túnel reducido que era el zaguán, mudo de espanto, se sumergió en el vértigo de las pe­sadillas cuando se deslizaba penosamente dentro de un túnel de piedra que se iba estrechando y le oprimía las espaldas. Cuando abrió los ojos, libre de aquella presión intolerable que lo estrangulaba, vio que yacía por tierra, con la sotana destrozada y pisoteado el cuerpo por un centenar de energúmenos. Se incorporó de un salto. La cabeza ya no le daba vueltas, respiraba con libertad y su lengua se había desatado como la de los apóstoles en el Pentecostés.

 

 

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-¡Hermanos! — gritó con voz ententórea, que sonó extrañamente a sus propios oídos —. ¡Hermanos míos!

 

El Anacleto, desencajado de terror, abofeteado por cien manos, escupido por un centenar de bocas, injuriado por todos, se hallaba en el centro del patio, amarrado al botalón y cara a cara a sus enemigos. Hinchado y tume­facto, producía más asco que lástima. El alcalde salió de su despacho, en compañía del Anacarsis, empuñando un revólver. Aprovechó el momentáneo silencio que siguió a las palabras del cura, para manifestar con voz ronca y pastosa, entrecortada por el hipo, que Anacleto iba a ser fusilado en presencia del pueblo. Luego ordenó a los guardias que despejaran el patio “para aquella ceremo­nia” y agregó:

 

—Los tres volteados de Agua Bonita se nos escapa­ron... (Se habían encerrado, junto con la familia de Ma­ría Encarna, en la casa cural.) Pero este asesino no se nos escapa... ¡Ya verá el padrecito cómo somos en este pueblo!

 

Estaba tan borracho que sus piernas no podían con él. El Anacarsis, mirando de hito en hito al cura, dominó con un grito histérico el clamor que se encrespaba otra vez en el patio.

 

—¡Ahora verán los curas liberales si somos o no so­mos cristianos!

 

El buen cura sacudió parsimoniosamente las faldas de su sotana, sucias de polvo, y se acercó al Anacarsis y al alcalde, que mantenía en la diestra el revólver de cañón largo y empuñadura de concha.

 

 

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Vibró el silencio, turbado apenas por gritos esporá­dicos que venían de afuera, de la plaza. Algunos feli­greses demasiado ebrios rodaban por el suelo del corre­dor, y otros trasbocaban en el patio sacudidos por un espasmo. El hedor a vómitos, a aguardiente, a sudor y a sangre mareaba y producía náuseas. La concurrencia, obedeciendo sumisamente las órdenes del alcalde, se­cundado por los culatazos de los guardias, se retiró a los corredores, donde permanecía en silencio. Muchos se tambaleaban, pero la ansiedad los sostenía en vilo, ante la perspectiva de presenciar el espectáculo. “En los pue­blos hay tan poco que ver, que cualquier cosa despierta una curiosidad morbosa, y la muerte del justo continúa siendo el mejor espectáculo”, pensaba el cura.

 

—El hecho de que este desgraciado pueda ser ino­cente. .. — comenzó a decir muy despacio, con voz recia.

 

—¡Es un asesino! — gritó el Anacarsis apelando con una mirada circular al testimonio de la turba, que coreó mecánicamente:

 

—¡Mátenlo, mátenlo!

 

—El hecho de que fuera un asesino — continuó le­vantando la voz al mismo tiempo que los brazos para imponerse a los energúmenos—, no nos autoriza a nos­otros, que somos pecadores, para quitarle la vida antes de que lo juzguen...

 

 

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—¿Eso cree usted, padre? —le dijo el alcalde po­niéndole familiarmente un brazo sobre el hombro. Cuan­do intentó echarle el otro al cuello, el que empuñaba el arma, el cura dio un paso atrás y con ademán brusco se quitó de encima aquella pesadumbre.

 

—¡Usted no puede irrespetarme! — le dijo, pálido de ira.

 

El revólver del alcalde había saltado lejos, y cuando el hombre quiso agacharse para recogerlo perdió el equi­librio, trastabilló un momento, y cayó en tierra. Anacarsis se precipitó a ayudarlo, y tras forcejear un buen rato, porque no estaba menos ebrio que el alcalde, logró po­nerlo otra vez sobre sus pies y le alcanzó el revólver.

 

—En este pueblo, yo, yo, yo soy el que manda... ¡Yo soy el alcalde y puedo hacer lo que se me da la gana!... A usted lo puedo meter en la cárcel cuando se me antoje, señor cura... ¡A usted se le está olvidan­do que soy el alcalde!

 

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Y desprendiéndose de los brazos de Anacarsis, que se esforzaba por contenerlo, el alcalde se dirigió, tamba­leante, con los ojos turbios, en dirección al cura.

 

—Ahora verán si yo soy o no soy el alcalde... ¡Voy a fusilar en su presencia, en nombre de la autoridad, a ese asesino!... ¡Porque se me da la gana!

 

Reculó hasta la pared, para sostenerse mejor. Luego levantó el revólver en dirección a Anacleto, que abría y cerraba la boca en un espasmo nervioso, como si qui­siera vomitar o decir algo, pero no decía nada. Retumbó un disparo, como un latigazo, y una saliva amarga llenó la boca del cura. Una astilla de la parte alta del botalón saltó en el aire, revoloteando como una mariposa ilumi­nada por el sol. Anacleto lanzó un alarido de espanto, porque la bala había golpeado a dos dedos escasos de su cabeza. Entonces el cura, de un brinco, fue a colocarse frente al Anacleto, cubriéndolo con su cuerpo, y abrió los brazos en cruz. Se sentía tan lúcido, tan tranquilo, tan ausente del pensamiento de la muerte, que con una in­fantil curiosidad observó que el cañón del revólver "des­pedía un hilito de humo azul. Sus ojos, muy brillantes, no podían apartarse del huequecito negro, que lo atraía y lo fascinaba como si fuera un juguete. El revólver se irguió lentamente hasta la altura de sus ojos y luego se aquietó un segundo; después ascendió una pulgada más arriba, para bajar con mucha suavidad y detenerse otra vez...

 

 

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Levantó el rostro iluminado por una sonrisa ingenua y sus ojos vieron que en el cielo claro y azul flotaban perezosamente las nubes. Su contorno se podría acari­ciar con los dedos de la mano. Bastaría levantarlas un poco, pero él las tenía extendidas y abiertas como las manos del Cristo. Debían ser unas nubes suaves, blan­das, tibias por el sol, como vellones de lana. Las gotas que resbalaban por sus mejillas y a veces le humede­cían las comisuras de los labios, tenían el sabor salado del sudor o de las lágrimas. El silencio era tan completo que escuchaba la pausada palpitación de su sangre en las orejas, y el manso gotear de una llave mal cerrada en la pila del patio.

 

De pronto una nube roja le oscureció los ojos, y su frente se empapó de un sudor helado. El terror que sin­tiera en el zaguán de la alcaldía le dio un mordisco en el corazón y un nudo le apretó la garganta. Los brazos, alargados como los de Cristo en la cruz le pesaban como si de veras estuvieron clavados a un leño. La respiración jadeante del Anacleto le quemaba la nuca. Estaba rodeado de enemigos, solo en medio de la muchedumbre que lo miraba padecer en silencio, inerme como el Cristo en su cruz, cuando más allá del Calvario, y de la solda­desca, y de la muchedumbre, y de los olivos del huerto, veía espejear en el cielo cárdeno las cúpulas de Jerusalén. Le dolían terriblemente las axilas, le hormigueaban las manos extendidas, y los músculos del pecho, tensos por el esfuerzo, le apretaban en una coraza de hierro que no le permitía respirar. Las piernas se aflojaban y se doblaban por las rodillas. Un temblor nervioso lo agitó de la cabeza a los pies. No pudo más y cayó de rodillas. Mirando entre nieblas y sombras la boca negra y pequeñita del revólver que le apuntaba a la altura de los ojos, gritó con voz ronca:

 

 

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—¡Máteme!

 

El Anacleto, a sus espaldas, lanzó un débil gemido...

 

—¡Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu! ¡Se­ñor, perdónalos porque no saben lo que hacen! — mur­muró con voz tan apagada que ni el Anacleto pudo es­cucharla.

 

De en medio de la muchedumbre se elevaron enton­ces, rasgando el aire, agudos y destemplados, los alaridos de unas mujeres que se encontraban en el patio. El Anacarsis cogió la mano del alcalde y le arrancó el revólver.

 

—¡So bruto! — le gritó —. ¿No ves que a pesar de todo es el cura?

 

El cual, exhausto, bajó los brazos, reclinó pesada­mente la cabeza contra las rodillas del Anacleto y cayó.

 

 

 

 

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