Eloy Rubio
Jueves, 06 de Abril de 2023

"Con la lengua pegada al paladar me van echando al polvo de la muerte"

En la noche de este Jueves Santo, la procesión del Silencio recorrió las calles del centro histórico de Astorga. De la iglesia de San Bartolomé salió el Nazareno acompañado por el Ecce Homo de Valdeviejas, camino de la Plaza de la Semana Santa donde la Coral Excelsior interpretó motetes a las imágenes.


El reportaje fotográfico de Eloy Rubio Carro está acompañado de un fragmento de la novela 'Golgothá' de Ramón Hernández.

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Y le dieron a beber vino mezclado con hiel pero, después de probarlo, lo rechazó. Era la hora tercia cuando, tendi­do desnudo sobre el madero, le clavaron a él y alzaron la cruz sobre el Golgothá, el siniestro promontorio que, a ex­tramuros de la ciudad, era el lugar de los suplicios y las ejecuciones, y en cuyas fosas agolpábanse las calaveras de las víctimas que nadie había reclamado y los despojos co­rruptos de las alimañas muertas. Un insoportable y per­manente hedor a carroña llenaba aquel tétrico ámbito, sumiéndolo en un denso y amargo pozo de desesperación y de terror.

 

-Horrible espectáculo, espantoso —dice el individuo del monóculo—. Yo presencié una crucifixión rosada en New York y reconozco que es algo verdaderamente espe­luznante, créanme.

 

- No sé cómo tuviste valor para asistir a tan deprimen­te escena, a veces no te comprendo, Gunther —le recrimi­na su esposa Herta von Paulus, sentada frente a él bajo el parasol.

 

Ambos gozan de la brisa en la terraza Bleu del Hotel Continental de Niza. En su compañía se encuentra otro ma­trimonio, los dos de escayola, sin ojos, pálidos, inmóviles, bebiendo con sendas pajas refrescos de piña.

 

-Te comprendo, Herta, pero pasaba casualmente por el Rockefeller Center cuando estaban crucificando a un tal Miller Henry, autor de novelas al parecer pornográficas — se justifica Gunther, ensayando un tic que le hace caer el monóculo colgante de una cadena de plata—. Con él cru­cificaron también a dos ladrones.

 

Uno a su derecha y otro a su izquierda. Y todavía aquel vértigo, aquel agudo dolor en la carne que le producía una nauseabunda embriaguez.

 

 

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- ¡Toma, bebe vinagre! —le instaban los soldados.

Rudos musculados sirios, extranjeros acentos de voces ininteligibles; La guarnición de la Torre Antonia es como una múltiple mano cerrada en torno a la ciudad. Vense ga­ritas sobre las almenas y al legionario alerta, con la imagi­nación perdida en una ciudad del Helesponto donde dejó un amor. La fotografía de una mujer joven, casi una niña, la guarda el centinela en una sudada billetera de cuero, en las manos tiene el frío contacto del cañón del fusil auto­mático made in USA. Libertad o muerte, escribieron apre­suradamente manos anónimas en la muralla.

 

-¡Plaga de romanos! —exclama sordamente alguien, masticando las palabras.

Desde Antioquía a Egipto, desde Nínive al golfo de Persia, los invasores son como un garfio clavado a la gar­ganta.

 

-¡Muerte al Imperio! —gritan los oradores clandesti­nos de las sombras.

Nuevo Holofernes, peste eterna, la esclavitud envenena la sangre de los que le han clavado al madero. Una abiga­rrada muchedumbre, como plaga de langosta, innumera­ble como el polvo de la tierra, partió de Nínive, pasó el Eufrates, y atravesó Mesopotamia.

 

-Póquer de ases —dice el centurión mostrando los naipes.

Juegan los legionarios sobre una mesa plegable en el interior de una tienda de campaña montada cerca de los patíbulos. Alrededor de las cruces deambulan algunos cu­riosos que, ajenos o indómitos a la férula de la ley de Moi­sés, no temen contaminarse con la impureza de la muerte que, como los cuervos que sobrevuelan el promontorio de las calaveras esperando su hora, aletea por encima de las cabezas de los condenados. Piafan atados a los postes del telégrafo los caballos árabes y la emisora portátil de radio deja oír a intervalos sus afónicos latidos y la voz entrecor­tada de la central de transmisiones del Pretorio, que ape­nas escucha el radiotelegrafista, más atento a los lances de la baraja que a su rutinaria misión.

 

 

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-¿Irás al baile de las viudas esta noche? —le pregun­ta un soldado a otro, ambos espectadores de la partida, apoyados en sus lanzas.

 

-Creo que no —responde el aludido.

 

El baile de las viudas es clandestino por celebrarse la noche anterior a la Pascua. El baile tiene farolillos de co­lores colgando del artesonado del techo, en un local húme­do y destartalado de la calle 40. Allí se congregan las viu­das empolvadas, pintadas exageradamente, hipnotizadas por los retratos del cónyuge difunto que, enmarcados con barrocas molduras italianas, presiden las consolas y los trincheros, las mesillas de noche y los muros del recuer­do. Ávidas de un amor sexual inmisericorde que las fulmi­ne en los lechos de la fiera pasión, revelan sus máscaras la mueca lamentable de la miseria y de la ansiedad, mien­tras beben turbios combinados de menta y lucen falsas ob­sidianas en sus diademas de bisutería, compradas en los grandes almacenes próximos al Radio City Music Hall. Otras muestran generosos escotes y sus senos opulentos surcados por venillas azules, que besan los arruinados tra­ficantes de drogas y los prestidigitadores de la decaden­cia. Algunas, más tímidas, cubren las arrugas de sus gar­gantas con cintas de seda, sobrantes en la confección de las coronas de flores de los velatorios de la morgue municipal. Pero la mayoría muéstranse absortas e inanes, como la mariposa que en el crepúsculo presiente su último vuelo, en tanto los oscuros clientes del baile, casi todos foraste­ros de paso por Jerusalén, las observan descaradamente, echándoles en las ajadas mejillas, pintadas con colorete, el agrio tufo del alcohol y el tabaco, provocando en las más apocadas una oleada de increíble rubor adolescente.

 

-Nena, vámonos al reservado —dice un fideicomiso de Trieste, tomando por la cintura a la viuda Hermione, mien­tras suena un vals de Strauss en la gramola.

 

-Hoy no, no me apetece, estoy triste —dice ella.

 

-Pero, ¿por qué estás triste? —le pregunta el fideicomiso, un tipo escuálido y demacrado, de expresión equívo­ca y amarillenta.

 

-Porque hoy mataron a un amigo mío los hijoputas romanos —dice Hermione, limpiándose unas furtivas lá­grimas con un pañuelo de seda, bordado con las iniciales H. B. de su extinguido matrimonio.

 

El rimmel se deshace y escurre por su cara, ensuciando la máscara de clown que se refleja patética en el cris­tal enfermo de un antiguo espejo colgado en la pared de enfrente.

 

-¿Y qué hizo tu amigo para merecer tal suerte? —in­quiere el fideicomiso.

 

- Le mataron por ser un idealista —responde la viuda—. Por esa razón hoy me ves de luto, Amoldo, com­préndelo.

 

 

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Suena un violín afónico en el gramófono, canta un coro de demonios el salmo milenario del rey Dávid:

 

Leones rugientes y devoradores

abren sus fauces contra mí.

Estoy como el agua que se tira,

tengo todos los huesos dislocados

y mi corazón, como la cera,

se me deshace en las entrañas.

Mi garganta está reseca como una teja

y con la lengua pegada al paladar

me van echando al polvo de la muerte.

 

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Una jauría de mastines me rodea,

me acorrala una turba malvada.

Han taladrado mis manos y mis pies

y se pueden contar todos mis huesos.

Ellos me miran triunfantes,

se reparten mis vestidos

 

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y echan a suertes mi túnica... -El condenado del centro está a punto de morir- ob­serva, hablando entre dientes, el oficial que manda el pe­lotón de soldados que dirige la ejecución de los suplicios; un lombardo alto y nervudo, de duras facciones curtidas por la intemperie y mirada de acero.

 

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Agólpanse alrededor de los crucificados algunos  curio­sos, ladran perros, se escucha el llanto de unas mujeres.

¡Maldición! —bramó un anciano iracundo, amenazan­do con el puño a los estandartes de Roma.

 

 

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