Eloy Rubio
Sábado, 08 de Abril de 2023

"¿Y por qué razón no le liberan del peso del madero?"

El Viernes Santo concluía en Astorga con la procesión de La Soledad organizada por la Real Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno y María Santísima de la Soledad. Las monjas de Sancti Spiritus cantaron el motete tras los muros del convento para continuar el camino hacia el cabildo de la cofradía donde tuvo lugar el canto de la salve.

Al reportaje fotográfico de Eloy Rubio Carro le acompaña un fragmento de la novela 'Golgothá' de Ramón Hernández.

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Hallábase el apartamento de la Fornicare en la colina del Janículo, muy próximo a la confluencia de la Via Cor­nelia Garibaldi y el Corso Nuevo, constituyendo una mag­nífica atalaya sólo superada por las copas de los árboles que, en lo más alto del Janículo, coronan la Villa Pamphili. Era todavía la indecisa hora del amanecer cuando Isaí Judá, cansado de una larga noche de insomnio, penetró en el cuarto de baño y allí permaneció bajo el agua fría de la ducha durante varios minutos, experimentando una vaga sensación de vacío interior, como si los últimos aconteci­mientos se diluyeran en su cerebro y tan sólo fuera real el vehemente deseo de descifrar la clave de sus espejismos. Abandonó la ducha y, después de secarse el cuerpo tonifi­cado por el agua fría, vio su rostro en el espejo y en su frente el sombrío tatuaje de la duda. ¿Quién era aquel hom­bre de larga cabellera ondulada y barba que le observaba absorto?

 

- Nuestro Señor del Gran Poder —dijo el preboste de la Cofradía del Vía Crucis—. Ésta es su celda, no se per­miten fotos ni dirigirle la palabra.

 

Ante las verjas de hierro forjado de la capilla-cárcel, los comisionados de Amnesty International, dos hombres y una mujer, observan con detenimiento al Nazareno que, sobre su altar, muéstrase abrumado por el peso de la cruz.

 

-¿Y por qué razón no le liberan del peso del madero? — inquiere la mujer, una joven de corta melena al estilo mademoiselle, menuda y nerviosa, con pequeños lentes y un bloc de notas con bolígrafo entre sus manos de uñas mordidas.

 

 

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-Porque no puede ser —responde de mal humor el pre­boste—. Nuestro Señor del Gran Poder es así. Además, él está contento, puedo asegurárselo. Esta imagen lleva aquí cinco siglos de pie, llevando la cruz, y no vamos a cam­biarla ahora porque ustedes lo digan.

 

-Pero él sufre, no hay más que observar su expresión de amargo dolor —dice otro comisionado, el belga Reinhart, un tipo corpulento, de gran gabardina abierta y abul­tado abdomen.

 

-Les digo que no sufre, ¿no ven que es de madera? — insiste el preboste.

 

-Sin embargo, nos consta que quiere liberarse del su­plicio y salir de esta celda húmeda, oscura y fría —inter­viene el tercer comisionado—. La prueba son sus cartas.

 

-¿Qué cartas? —se alarma el preboste Ursino, arru­gando su entrecejo de saltamontes, con el tic transverso en la mejilla y el sucio guardapolvo de la cofradía puesto sobre la deforme osamenta.

 

- Las cartas que él nos escribe —dice la comisionada Higuette, pues ése es su nombre.

 

- ¿Cuándo, cómo, de qué forma? —exclama iracundo el preboste.

 

 

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- No piense que vamos a descubrirle ahora —dice el comisionado corpulento—. Baste decir que tenemos cartas escritas de su puño y letra, en las que les acusa a uste­des, Cofradía y Cabildo, de toda clase de torturas. En ellas nos dice que quiere ser libre, que le abran estas rejas y le dejen salir del templo, pues lleva dos mil años en prisión.

 

-Eso es imposible —replica el preboste con autosufi­ciencia estúpida—. Si le dejásemos ir se perdería como un pájaro escapado de su jaula. A él le gusta estar ahí subi­do, con las luces encendidas de las velas, fijo, en estatua, escuchando los rezos y los cánticos y, sobre todo, hacien­do milagros continuamente, que es su misión.

 

Sumido en el silencio, escucha la voz del salmista, que llega hasta él como el rumor de un torrente:

 

Hay en torno a ti          

nube y calígine.     

 Precédete el fuego que abrasa en derredor.

Alumbran tus rayos

el mundo.

Tiembla la Tierra

al verte.

Anuncian los cielos

tu justicia.

Y confúndense ante ti los ídolos... 
 

Cubierta su transida desnudez de luz y de sombra con la blanca túnica siríaca, calzado con las rústicas sandalias de piel de camello, llevando tan sólo en la faltriquera de lino trenzado que cuelga del rústico cinturón de cáñamo la fotografía amarillenta de Sara Palmer y la brújula que dos mil años antes había adquirido en Nazareth, salió de la habitación de Via Cornelia Garibaldi y, después de re­correr el oscuro y ancho pasillo, decorado con acuarelas de paisajes ultramarinos, llegó al gran vestíbulo.

 

 

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-Es una aparición, una sombra, una especie de fan­tasma que se aparece a los que tienen fe —dice una voz sin sexo, estática, como una estrella fija en la bóveda ce­leste—. Yo siempre le veo de lejos, como alguien que huye.

 

-Jamás se me apareció vestido de sacerdote —dice otra voz.

 

-¿Entonces? —inquiere alguien—. ¿Cómo surge ante usted?

 

 

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- Normal, vestido con traje de hoy, pero mostrando las heridas clásicas: Agujeros en las palmas de las manos y en los pies, así como una cicatriz en el costado derecho —responde la persona aludida.

 

- Lo cierto es que cambia mucho, es como un antifaz o una máscara —dice un recién llegado.

 

En las diversas capillas-cárcel de los templos, Isaí Judá Panthera se ofrece a la curiosidad de los visitantes como un cambiante caleidoscopio de múltiples miradas.

 

 

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-Es un preso más —dicen los párrocos de las pri­siones.

 

 

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