Catalina Tamayo
Sábado, 08 de Abril de 2023

Tenerte

 

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“Tenerte
Besarte
Andar de la mano contigo
Mi cielo
Mirarte
Decirte un te quiero al oído, yo te lo digo
Qué bendición.”

                                       (Juan Luis Guerra)

 

 

Estoy en la calle. Pasaba casualmente por aquí. A través del ventanal te veo trabajando. Te reconozco. El local está lleno. Seguro que no hay ni una mesa libre. Entro. No lo puedo evitar. Algo me empuja. Me acomodo en la barra y pido una cerveza. Te miro. Te mueves con soltura por entre las mesas. No paras. Parece que los platos se te van a caer. A caer y a estrellar contra el suelo. Solo de pensarlo me estremezco. Pero no. Eres muy profesional. Además, al mismo tiempo consigues hablar con los clientes, y a veces, incluso, les sonríes.  ¡Pareces tan amable!

     

Siento envidia de ese hombre al que le acabas de traer la cuenta. Es un hombre educado y bien parecido. Intercambias con él unas palabras y, al final, le sonríes. Pero no como a los demás. De otra manera. Es una sonrisa distinta. Tus labios la dibujan mejor y la mantienen más tiempo. No es tan efímera. Él se da cuenta y te mira a los ojos. Pretende ver dentro de ti. Saber qué es lo que hay. Ver eso que no se ve.

     

También me gusta cómo esquivas las impertinencias: esa mirada, esas palabras, ese roce. Incluso ese gesto. Todo de mal gusto o cuando menos de un gusto dudoso. Y tú como si nada. Como si eso no fuera contigo. Vas, vienes, y haces que no oyes, que no ves. Te haces la tonta. Por lo visto, esto forma parte también del oficio. Andas entre el fuego y no te quemas. Eres muy valiente.

    

 Le doy un sorbo a la cerveza. Trato de escuchar lo que dices, lo que te dicen. Pero me es imposible. Demasiado jaleo. Pasas cerca de mí, y casi me muero. Te pones en la barra a mi lado. A unos centímetros. Solo a unos centímetros. “Tierra, trágame”, me digo. Por un momento, creo que me vas a ver. Y no. No lo haces. No te percatas de mi presencia. Estás demasiado concentrada en el trabajo. Yo, abrumado, apenas me atrevo a mirarte. Pero te veo. Es cierto, ya no eres aquella chica de entonces. Has perdido frescura, sí. Y has cogido algunos kilos, también. Además, te he visto arrugas en la frente, y cerca de la boca, y debajo de los ojos. Y en más sitios. Te tiñes el pelo. ¿Y qué? Si todo eso te sienta bien o a mí me parece que te sienta bien. Te hace más… No sé cómo decirlo. Tú ya me entiendes. Sin embargo, no lo crees, y piensas que lo mejor de ti ya ha pasado, que has ido a menos.

     

Al poco dejas la barra y te vuelves a perder otra vez por entre las mesas. Por entre los comensales. Vuelves a llevar y a traer platos. A dejar cuentas. A no parar un momento. El hombre de antes se levanta y se dispone a marcharse. Pero antes de irse, te busca con sus ojos. Lo hace una y otra vez. Insistentemente. Ansioso. Te encuentra. Tú también le dices adiós y le vuelves a sonreír. A sonreír de esa manera que no le sonríes a nadie más. A ningún otro cliente. Mataría a ese hombre.

     

Estoy al otro lado de la calle y te veo salir. Llevas el pelo suelto. Te has maquillado. ¡Qué guapa! Seguro que también hueles bien. A rocío. A lluvia de verano. Pero estás seria. Demasiado seria para haber acabado el trabajo ya por hoy. Se nota el cansancio en tu rostro. No solo el cansancio, también el hastío, y quizá también algo de amargura. Lo más seguro es que estés harta de este empleo. ¡La universidad para esto! La vida. La maldita vida, que no entiende de justicia. No distingue. A veces tan ciega. Pero de pronto ese pensamiento, esa luz, que no te deja entrar en el túnel, caer en el pozo: cualquier día, el menos pensado, las cosas cambiarán, y todo será distinto, mucho mejor. Es la esperanza, que nunca decae, o nunca debería de decaer. El mejor regalo de los dioses. Porque somos, en buena medida, azar. Sí, la fortuna lo mismo que nos lleva nos puede traer. De alguna manera, juega con nosotros. Por eso, solo hay que esperar y confiar en que esa diosa un día, por fin, se ponga de nuestra parte. Nos ame de una vez.

     

Eso te anima. Hace que levantes la cabeza, sacudas la melena y  comiences a pisar fuerte. A querer comerte el mundo. Pero, apenas has dado unos pasos, ya te detienes a mirar el móvil. El WhatsApp. Las llamadas perdidas. Solo que no hay nada de lo que estás esperando. De lo que te gustaría. Nada. Solo encuentras basura. Basura que no te molestas siquiera en abrir. Y de nuevo la amenaza de la sombra, de las tinieblas, siempre acechando en cualquier esquina, a cualquier hora. Pero recurres al pensamiento de antes y te dices a ti misma que también en esto la suerte un día cambiará, y vuelves a caminar con decisión, a tirar para adelante, para delante sin volver la cabeza, como si no pasara nada y todo fuera estupendamente. Sobre ruedas.

    

 Esos vaqueros te sientan bien. Muy bien. Tampoco las botas te quedan mal. El tacón de cuatro dedos te realza, y te da seguridad, que yo lo sé. Aún conservas el andar de entonces. Ese andar tan tuyo. Ya sé que no lo haces a propósito. Que eres así y no lo puedes evitar. Que son ellos, nosotros, que siempre están pensando, estamos pensando, en lo mismo. Siempre, a todas horas. No tienen, no tenemos, remedio. Como ese muchacho que acaba de cruzarse contigo y se ha girado para mirarte. Para verte por detrás. Ya sabes. No ha resistido la tentación. ¿Te das cuenta? Haces pecar, aún haces pecar, y no me digas que no lo sabes. No me digas tampoco que, aunque eso no sea culpa tuya, no te gusta. No te agrada. Ya lo sé, lo sé de sobra, que a estas alturas de la vida, con estos años, y con estas heridas, eso cada vez te importa menos y que lo que de verdad ya cuenta para ti no es otra cosa que el amor, que es algo bien distinto a todo eso. El amor, y nada más que el amor, pese a tu edad. Un amor tranquilo. Sí, pero, ay, el amor si no es loco y ciego no es amor. Será otra cosa, pero no amor. Y eso también lo sabes bien.

     

Estás mezclándote con la gente y veo que te pierdo. Tengo que correr un poco. Te encuentro. ¡Qué susto! Pensé que ya no te alcanzaba. Te detienes en el escaparate de una librería. Tardas en decidirte, pero al fin entras. Me acerco y te veo otra vez a través de un cristal. El cristal del escaparate. Estás hojeando un libro. Con las gafas de cerca me resultas muy interesante. Pareces una profesora. Una profesora guapa. Pero, claro, ¡cómo no vas a parecer una profesora si eres una profesora! Porque que uno observe las estrellas no quiere decir que sea astrónomo. Sigues mirando, hojeando. Lo haces sin prisa. Como si disfrutaras. Meditas. Decides. Ya vienes para la caja. Pagas y metes el libro en el bolso. No he podido saber de qué libro se trata. ¡Lo has guardado tan rápido!                                                                                                                  

     

Otra vez en la calle. De nuevo caminando, pero quizá más despacio, más sosegada. Avanzas por la acera. Te detienes en un semáforo. Pasas al otro lado de la calle. Subes unas escaleras. Llegas a una plaza y la cruzas. A tu paso se van haciendo nubes de palomas. El aire se llena de alas. No te asustas. Te ocurre esto cada vez que pasas por esta plaza. El parque. Vas al parque. Entras. Es primavera y hace buen día. Los niños corren, gritan, ríen. No paran de vivir. En las ramas de los árboles cantan los pájaros. Los patos y los cisnes se deslizan silenciosos por el agua del estanque. La fuente también canta su canción. Hay flores: pensamientos, hileras de tulipanes, algunas rosas ya, claveles. Cerca del banco donde te acabas de sentar, dos gorriones picotean la monda de un plátano. Abres el bolso y sacas el libro. Lees. Vas pasando las páginas: una, otra, otra. Unas cuantas. De repente, te suena el pitido del WhatsApp y te apresuras a coger el teléfono. Miras, ves. Vuelves a mirar. Te cambia la cara. Se te encienden los ojos. Te muerdes el labio inferior. Dejas caer los párpados. Sueñas por un momento. Si yo estuviera en ese sueño, si volviera a estar en tus sueños. Eres otra. Cierras el libro y te quedas mirando las flores. Los insectos que revolotean a su alrededor. Miras pero no ves. No sabes qué pensar ni qué hacer. Si contestar o no contestar. Al final contestas: “Ni me di cuenta, la verdad”. Deseas que este momento no se acabe nunca. Que sea eterno. Que el tiempo se pare. Pero el tiempo no se detiene y este momento va quedando atrás. Va palideciendo. Dejas el móvil y vuelves al libro, y no eres capaz de leer. No llegas a leer ni siquiera una línea. Entonces, acabas plegando otra vez el libro, te levantas y marchas. Esta vez tampoco he podido ver el título del libro. No caminas, flotas. Tus pies avanzan sin tocar el suelo. El sol ya se está poniendo y las sombras van cayendo sobre la ciudad. Comienza a hacer un poco de frio. Aprietas el paso. Te diriges hacia una boca de metro.

     

Te descubro al fondo. A veces dejo de verte; una cabeza, un brazo o, incluso, un cuerpo entero, me lo impiden. El vagón va casi lleno. Es la hora de dejar el trabajo y de regresar a casa. Tras una parada, mis ojos te vuelven a encontrar. Te has sentado, pero continúas allí, lejos. El libro reposa sobre tu regazo. Como un pájaro muerto. Estoy seguro que de nuevo has intentado leer, pero no has podido. Te recuestas en el asiento y echas la cabeza para atrás, hasta tocar con la nuca el cristal de la ventanilla, que lo notas frío, helado. Cierras los ojos. Te dejas mecer por el vaivén del tren; por su sonido metálico. No duermes, piensas. Vuelves a soñar. Rozas la felicidad. Y otra vez quieres detener el tiempo. Congelarlo. El altavoz anuncia tu parada, y regresas, perezosamente, con pesar, como si hubieras estado en el paraíso. Al levantarte del asiento, veo, por fin, el título del libro. Es el libro del que yo te hablé tantas veces. El mismo que acabé regalándote y que tú siempre te negaste a leer. “No me interesan esas cosas”, me dijiste, y me lo llevé, sin más, decepcionado. Abatido. Aún lo tengo en casa. A veces voy a la estantería y lo hojeo. Todavía me huele a nuevo. Está nuevo. Nadie lo ha leído. Antes de dejarlo en su sitio, miro esa primera página en blanco y leo lo que te escribí: los versos que tomé prestados de un poeta. Y me siguen pareciendo bellísimos. Finalmente, leo tu nombre. Lo leo y me duele. Aún me duele. Y también me duele que me duela.

    

Ya es de noche. Pese a las luces de la ciudad, se ven en el cielo algunas estrellas y la luna. La hoz de la luna. Caminas rápido hacia tu casa. El frio y la noche te meten prisa. La calle está desierta. Silenciosa. A veces escucho el sonido de tus pasos. Dejo que te distancies. Al poco, te conviertes en una sombra. En una mancha negra. En un borrón que se desplaza. Podrías ser cualquiera. Pero sé que eres tú. Alguien sale de un portal a dejar la basura en el contenedor y te saluda. Tú, sin detenerte, apenas con un gesto, también  saludas. Ya estás llegando a casa. Llegas. Abres la puerta del portal y despareces. Cuando yo llego, ya no queda nada de ti. Pero, enseguida, se enciende una luz en el primero y veo tu silueta moviéndose por la habitación. Después, comienza a descender la persiana. Se baja y se acaba todo. Me quedo solo. Solo con la oscuridad y con el silencio. Con el frío. De regreso, para consolarme, me imagino que vuelves a subir la persiana. La subes y miras la calle. Me ves. Ves cómo me voy. Cómo me alejo y desaparezco. Y Tú te quedas pensativa. Y triste. De pronto, me suena el pitido del móvil. Un WhatsApp. Y no sé si mirarlo o no. ¡Me siento tan raro! Pero la curiosidad me puede y lo miro. Sin reparar de quién es, leo: “¿Volverás mañana al restaurante?” En ese momento, leo también tu nombre. Después, miro el perfil y te veo. Necesito mirarlo muchas veces para estar seguro de que eres tú. Eres tú. Entonces, yo también cierro los ojos y quiero parar el mundo. Quiero que no gire más. Que se quede ahí. Ahí eternamente.

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