Cuando leí el libro
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Nos decía Walt Whitman, en el poema del mismo título, lo decepcionante de las biografías respecto a la verdad que se aposenta en la vida de cada ser humano, la distancia entre lo percibido, lo narrado y lo, en realidad, acontecido. Y hasta tal punto, que se cuenta con el notable desconocimiento del mismo protagonista, no consciente de su devenir ni de la motivación primigenia de su conducta, como apreciamos en muchos personajes de las obras teatrales o fílmicas a los que contemplamos desde fuera, con la mirada compartida de complaciente superioridad: nosotros vemos y sabemos más que él, conocemos que no escapará a su destino, aquel que no sabe advertir, porque está inmenso en la trama.
Es un aspecto en el que también repara la filósofa Amelia Valcárcel, cuando nos recuerda lo que afirmaba Hegel en cuanto que “nada de lo que ocurre es casual y si algo hubiera podido ser de otra manera, habría sido de otra manera”, pero si lo aplicamos al futuro, nos encontramos condicionados, entonces. Entonces, Valcárcel nos explicita que la libertad se concreta y, cuando se concreta ya se hace sólida y se diferencia del arbitrio que es lo que nos hace pensar que las cosas pueden ser de otra manera. La libertad es un proceso fijo, en cuanto a que está fijado en leyes, instituciones, vicisitudes …
Ahora bien ¿dónde estamos nosotros? ¿Somos espectador o protagonista de nuestras historias? La diferencia entre la década en la que hayamos nacido puede ser una pista para la respuesta. Hija del baby boom de los 70, me formé bebiendo la creatividad y rebeldía del progresismo post dictatorial, me imbuyeron las creencias de que todo era posible en una bulliciosa década de los ochenta, tan colorida como exagerada (del mismo modo que lo era su estética), donde los yuppies ascendían y se multiplicaban tanto como sus ganancias de workalcoholics. El mundo parecía un lugar donde España se consolidaba como país, además de ser europeos, tuvimos a Naranjito y una Barcelona’92 moderna y fashion donde en vez de ¿estudias o trabajas? se preguntaba ¿estudias o diseñas? Nos dijeron que todo era posible, y nos lo creímos. Que solo había que luchar por los sueños para conseguirlos. Después vino un aterrizaje en el euro amparado por la aseveración de que “todo iba bien”, hasta que nos empezaron los zascas por gastar por encima de nuestras posibilidades y empezó el descenso por el tobogán.
A las generaciones de las últimas décadas les preguntamos ¿sigues estudiando o buscas empleo? Se pasó de la EGB y del elitismo de quien podía optar a las carreras superiores a una sociedad sobrecualificada de “despacho” sin capacidad activaen oficios ni herramientas para el trabajo de base. El desconcierto entre lo proyectado y la realidad se ofusca en un quiebre desesperante que nos pasa factura a todos. Hemos cuidado nuestros cuerpos: han proliferado gimnasios, la comida healthy,y los influencers de lifestyle, e incorporado el spanglish a nuestro vocabulario, pero nos hemos olvidado de las mentes. La excusa de la pandemia y sus debriefings psicológicos nos tendría que haber dado una pista, pero no.
La incertidumbre es más acuciante todavía, y no nos han educado en otra resiliencia que en mirar para otro lado. Si no vemos al monstruo, no existe. Así que, en estos días, unos y otros nos preocupamos de engalanarnos para los ritos de las vacas gordas: unos días de vacaciones y celebraciones amparadas en la tradición cultural, y cuando pasen, ya en nada, veremos si lo que tenemos es esa libertad en la que nos dijeron que vivíamos, que no dista demasiado del platónico reflejo en el fondo de la caverna.
Nos decía Walt Whitman, en el poema del mismo título, lo decepcionante de las biografías respecto a la verdad que se aposenta en la vida de cada ser humano, la distancia entre lo percibido, lo narrado y lo, en realidad, acontecido. Y hasta tal punto, que se cuenta con el notable desconocimiento del mismo protagonista, no consciente de su devenir ni de la motivación primigenia de su conducta, como apreciamos en muchos personajes de las obras teatrales o fílmicas a los que contemplamos desde fuera, con la mirada compartida de complaciente superioridad: nosotros vemos y sabemos más que él, conocemos que no escapará a su destino, aquel que no sabe advertir, porque está inmenso en la trama.
Es un aspecto en el que también repara la filósofa Amelia Valcárcel, cuando nos recuerda lo que afirmaba Hegel en cuanto que “nada de lo que ocurre es casual y si algo hubiera podido ser de otra manera, habría sido de otra manera”, pero si lo aplicamos al futuro, nos encontramos condicionados, entonces. Entonces, Valcárcel nos explicita que la libertad se concreta y, cuando se concreta ya se hace sólida y se diferencia del arbitrio que es lo que nos hace pensar que las cosas pueden ser de otra manera. La libertad es un proceso fijo, en cuanto a que está fijado en leyes, instituciones, vicisitudes …
Ahora bien ¿dónde estamos nosotros? ¿Somos espectador o protagonista de nuestras historias? La diferencia entre la década en la que hayamos nacido puede ser una pista para la respuesta. Hija del baby boom de los 70, me formé bebiendo la creatividad y rebeldía del progresismo post dictatorial, me imbuyeron las creencias de que todo era posible en una bulliciosa década de los ochenta, tan colorida como exagerada (del mismo modo que lo era su estética), donde los yuppies ascendían y se multiplicaban tanto como sus ganancias de workalcoholics. El mundo parecía un lugar donde España se consolidaba como país, además de ser europeos, tuvimos a Naranjito y una Barcelona’92 moderna y fashion donde en vez de ¿estudias o trabajas? se preguntaba ¿estudias o diseñas? Nos dijeron que todo era posible, y nos lo creímos. Que solo había que luchar por los sueños para conseguirlos. Después vino un aterrizaje en el euro amparado por la aseveración de que “todo iba bien”, hasta que nos empezaron los zascas por gastar por encima de nuestras posibilidades y empezó el descenso por el tobogán.
A las generaciones de las últimas décadas les preguntamos ¿sigues estudiando o buscas empleo? Se pasó de la EGB y del elitismo de quien podía optar a las carreras superiores a una sociedad sobrecualificada de “despacho” sin capacidad activaen oficios ni herramientas para el trabajo de base. El desconcierto entre lo proyectado y la realidad se ofusca en un quiebre desesperante que nos pasa factura a todos. Hemos cuidado nuestros cuerpos: han proliferado gimnasios, la comida healthy,y los influencers de lifestyle, e incorporado el spanglish a nuestro vocabulario, pero nos hemos olvidado de las mentes. La excusa de la pandemia y sus debriefings psicológicos nos tendría que haber dado una pista, pero no.
La incertidumbre es más acuciante todavía, y no nos han educado en otra resiliencia que en mirar para otro lado. Si no vemos al monstruo, no existe. Así que, en estos días, unos y otros nos preocupamos de engalanarnos para los ritos de las vacas gordas: unos días de vacaciones y celebraciones amparadas en la tradición cultural, y cuando pasen, ya en nada, veremos si lo que tenemos es esa libertad en la que nos dijeron que vivíamos, que no dista demasiado del platónico reflejo en el fondo de la caverna.