Eloy Rubio
Domingo, 09 de Abril de 2023

"Aires de Bethsaida, de Cafarnaum y de Gamala, aún ondulan las banderas de la muerte a la que le condenaron los idólatras"

La Semana Santa de Astorga ha finalizado este Domingo de Pascua con la jubilosa procesión del Resucitado, organizada por la Cofradía de la Santa Vera Cruz y Confalón.

El reportaje fotográfico de Eloy Rubio Carro está acompañada de un fragmento de la novela 'Golgothá' de Ramón Hernández.

 

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— En tal caso no veo ningún obstáculo legal en acceder a lo que se me pide, os concedo el cuerpo, podéis bajarlo del patíbulo —dijo el procurador con un rictus de impa­ciente repugnancia dibujado en su rostro.

 

Aleteaban cuervos sobre la colina de los tormentos y su graznido impregnaba la gris atmósfera de ecos sinies­tros. Bebían vino del Líbano los legionarios que habían quedado de retén junto a las tres cruces, cuyas siluetas se recortaban en el oscuro contraluz del día y de la noche, mostrando los perfiles de contraídos miembros de los con­denados. Una brisa fría taladraba los cuerpos todavía con­vulsos y agonizantes de Dhimas y Gesthas, en tanto el cru­cificado del centro pendía exánime del madero, aparente­mente muerto, cuando Arimatea y Nicodemo, auxiliados del guardián de las fosas comunes, quitaron los clavos que sostenían al ajusticiado, descendieron el cuerpo, y lo envolvieron en lienzos aromatizados con mirra y áloe, in­troduciéndolo después en un furgón de color rojo, en cu­yos laterales se leía el rótulo «Flanagan - Flowers Shop - Broadway - N. Y».

 

Con cuidado —advierte Benjamín Expósito, el maes­tro de los restauradores de imágenes.

 

 

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Los operarios, subidos al andamiaje adosado al gran retablo del altar mayor, manejan hábilmente las herramien­tas con técnica precisión de expertos. Quitan con lentitud todos los tornillos y descienden de la cruz la pesada ima­gen tallada en madera policromada, de articulados miem­bros, y devorada por los estragos de la carcoma. Una opaca palidez ensombrece las facciones y la vidriosa mirada del crucificado, a cuyos pies se lee la inscripción majestas domini. Sobre la cabeza, más arriba del letrero donde se lee la palabra INRI, una orla calada muestra diversas ale­gorías del Juicio Final alternadas con cabezas de mons­truos.

 

—Colóquenla con sumo cuidado sobre la mesa grande —dice el maestro restaurador; un individuo delgado y pá­lido, de elevada estatura, que se cubre con un amplio guar­dapolvo gris y que, situado en el centro del sótano de la ca­tedral de Compostela, junto a la cripta del Pórtico de la Gloria, vigila con riguroso celo profesional todos los por­menores del traslado.

 

 

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Y en el remoto ayer, en el confín sórdido del Golgothá, cerrada la puerta del furgón fúnebre, inició inmediatamen­te la marcha el vehículo, descendiendo por la tortuosa ca­rretera polvorienta que conducía a la ciudad. Era ya noche cerrada y los faros del furgón iluminaban el camino pe­dregoso, transitado únicamente por algunos peregrinos re­zagados que se dirigían a Jerusalén para celebrar la Pas­cua al día siguiente y ofrecer sus sacrificios en el Templo.

 

— No hay tiempo que perder, todavía vive —dijo el mé­dico que, disfrazado con el guardapolvo de empleado de la floristería de Flanagan, viajaba en la parte trasera del furgón junto al condenado, el senador Arimatea, y su amigo Nicodemo Sarai.

 

Cerca del lugar de la crucifixión había un huerto y en él un amplio sepulcro excavado en la roca, en el que toda­vía no se había colocado a nadie.

 

—Abra la puerta, Sarai —ordenó el senador a Nico­demo.

 

Los faros del furgón iluminaban la puerta del sepul­cro, cuya cerradura parecía resistirse a ser abierta.

 

—Si no nos apresuramos este hombre se muere —dijo el médico, escuchando al mismo tiempo con la ayuda de un fonendoscopio los leves y espaciados latidos del cora­zón del hombre que, aparentemente muerto, yacía en la camilla.

 

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Al fin, la puerta del panteón se abrió y, ayudándose con grandes lámparas de aceite, aquellos hombres coloca­ron al moribundo sobre un altar de piedra situado ante el agujero abierto en el suelo de tierra y que habría de ser­vir de sepultura. Dispuso el doctor los instrumentos que allí se hallaban guardados en un maletín de cuero y, ayu­dado por un hombre que había esperado cerca del sepulcro amparándose en las sombras y que, sin duda, era su ayudante, comenzó a manipular aquella muerte helada e inmóvil que parecía atenazar para siempre a aquel hom­bre joven, de sedosa cabellera y barba de color castaño claro, cuya marmórea palidez contrastaba con el lívido tono de sus resecos labios y los dos grandes cercos de cárdena sombra que circundaban las órbitas de sus ojos cerrados. Taladrados los pies por los fuertes clavos, aparecían los dos sangrantes agujeros mostrando el interior de los múscu­los, huesos y tendones, al igual que en las muñecas de ambos brazos, prácticamente desgarradas hasta casi el cen­tro de la mano, sin duda a causa del peso del cuerpo al pender en la cruz. Ofrecía el costado derecho una gran he­rida de lanza, sucia de sangre coagulada y de un líquido espeso y amarillento que todavía manaba de ella. Mostra­ba también el moribundo innumerables rasguños sangran­tes, hematomas y manchas rojizas, sobre todo en las rodi­llas y en los hombros, así como en la espalda. Mientras tanto, al otro lado de la puerta cerrada, el anciano sena­dor Arimatea, que aparentaba tener más de sesenta años y tenía una larga cabellera blanca, se ocupaba en pagar el importe de los sobornos al centurión romano y a dos le­gionarios que habían testificado aquella falsa muerte ante Pilato y el superintendente de la guardia pretoriana.

 

-Habrá que dibujarle entera la mirada —dice uno de los restauradores que, alrededor de la imagen, la observan con detenimiento en la cripta de la catedral de Compostela.

 

-Sin embargo, las heridas, a pesar del tiempo trans­currido, las tiene todavía abiertas. La sangre, incluso, pa­rece reciente —comenta otro.

 

 

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Manos hábiles lijan la madera y emplastecen meticulo­samente las grietas y los innumerables desperfectos que produjo la carcoma. Imposible reconstruirle en los labios los besos de pasión del único amor de su vida, o aquellos otros de las mujeres que le amaron sin esperanza. Siglos de fanática superstición han dejado en su cuerpo la visco­sa esencia de las rutinarias plegarias sin sentido, la mise- rabie letanía de los mea culpa, el chantaje vil de las pro­mesas a cambio de las necias dádivas celestiales. Pero tam­bién hay huellas de fraternales anhelos de amor y de justicia, polvo de esperanzas cósmicas y sed de eternida­des en la madera herida por el tiempo. Perfumes silves­tres de ayer todavía quedan en la tosca talla de sus cabe­llos, cuando errante caminaba sintiendo en el rostro la brisa del desierto, su única patria, y los vagos efluvios le­janos del mar en Gaza. Aires de Bethsaida, de Cafarnaum y de Gamala, aún se perciben ondulando las banderas de la muerte a la que le condenaron los idólatras. La madera de sus pies tiene clavadas todavía espinas de los senderos que bordean las colinas del mar Muerto; y en sus ojos pue­den verse los brumosos caseríos de Lydda, Macheron, Ramah, Kerioth y Qumran. Humean las chimeneas de la aldea de Jericó, cantan en sus oídos los gallos de la aurora de Nazareth, cuando el amanecer le sorprendía insomne soñando con otros horizontes y otras gentes, más allá del odio a la Roma del Imperio, del frenesí del polvo y la mi­seria, del sudor y la sangre. Vestigios de aquel grito que clamaba en el desierto de Judea, cuando escapó a la sole­dad para encontrarse, escúchanse todavía en la espesa ma­raña del sueño de los siglos y su voz, que hablaba en arameo, aún entona su melódico canto de armonía universal en el laberinto de los idiomas incomprensibles.

 

 

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-Es necesario trasladarle inmediatamente a un hospi­tal —dijo el médico.

 

-Imposible —replicó con grave expresión el viejo se­nador Arimatea Ismael—, aunque hemos sobornado a la guardia para retirar el cuerpo todavía con vida, en los hos­pitales de Jerusalén averiguarían su identidad y todos nues­tros esfuerzos por salvarle se vendrían abajo, doctor.

 

-Comprendo —aceptó el médico—, pero este lugar no es el adecuado. Se carece de luz eléctrica y del necesario instrumental. Es preciso hacerle varias transfusiones de sangre y operar sus heridas. En caso contrario morirá.

 

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