Las palabras viajeras
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Siempre me pareció muy aventurero viajar en tren. Quizás me había empapado de demasiadas novelas de Agatha Christie, de Patricia Highsmith o de películas de cine negro. Quizá mi imaginación se subía junto a la maleta y me imaginaba mil posibilidades que sucederían en el trayecto. Me encantaba caminar por los pasillos con el vaivén del tren en marcha, cruzarme con otros viajeros e imaginar sus vidas. En aquellos trenes con compartimentos, cada viaje era un descubrimiento: ocho asientos encarados, la intimidad propiciada por una puerta con ventanas de cristal y muchas horas por delante. Se compartían confidencias a desconocidos que se vetaban a los cercanos, amparados en el anonimato y en la presumible certeza de que nunca se volverían a cruzar de nuevo los destinos. Recuerdo especialmente el momento de los ágapes, donde se fomentaba un picnic improvisado compartiendo las viandas de distintas procedencias: uno sacaba una tortilla, el otro embutido casero o unas frutas. También me gustaba ir al vagón cafetería, con mesas y sillas que, en la madrugada, se poblaban de insomnes con ganas de conversación. Y todo sucedía de manera natural, con educación y respeto, sin vacilar un instante en mantener la cordialidad y relación social. Se daba por hecho que debía ser así.
Los trenes cambiaron y el tipo de relación humana también. Se eliminaron compartimentos y los asientos se alinearon en una única dirección. El contacto se fue limitando, enfriando. Los viajes transcurren en un aislamiento fomentado por auriculares y dispositivos electrónicos. Se acabaron las charlas, el compartir comidas y las posibilidades de aventura que propiciaba mi imaginación chocaron con el parapeto del individualismo y con el temor a la invasión de la intimidad.
En paralelo, y siempre considerando que, para mí, viaje equivalía a aventura, tuve una época en la que me centré en el autostop hasta para el más mínimo trayecto. Se sumaba el regusto de la rebeldía a la incertidumbre y el riesgo. Era adolescente y viajaba sola, con toda mi inocencia. Y, salvo en muy pocas ocasiones, en la que la insinuación fue tan evidente como mi negativa, y acabé aparcada en medio de la nada “¿No? Pues bájate del coche”, de nuevo la conversación y la cordialidad vehiculaba las conversaciones entre personas de perfiles muy distintos.
Quizás por todo eso, y como reminiscencia de aquellos viajes de juventud en busca de aventuras, hace ya más de una década que utilizo aplicaciones de coche compartido, tanto como conductora como de viajera. Fue el medio de transporte en el que regresé a mi casa esta semana. Es como volver a recuperar aquellos trayectos en los compartimentos del tren. El coche se convierte en un microcosmos donde las conversaciones de nuevo fluyen entre universos dispares que confluyen en una burbuja por un tiempo limitado. Pero esta vez fue diferente. En esta ocasión, y por primera vez, note la distancia generacional desde el otro lado. Es maravilloso el brío y el convencimiento invencible de la juventud de que han descubierto el mundo, cómo se expresan con condescendencia hacia los que consideran a una distancia sideral de sus puntos de vista. Afirman con rotundidad sus creencias sobre el mundo, sin cuestionarse que, quizás, en ese camino de ida, algunos estamos de regreso. Y una los escucha. Simplemente los escucha y los deja explayarse, embriagada por esa seducción del poder sobre el futuro, de las expectativas por delante, de las mil posibilidades que, realmente, les esperan y mira su tiempo desgastado y se calla, no por no saber o por no contradecir o por no entrar en el debate, sino por dejarse llevar por el arrullo de esa potencialidad abrumadora, abriendo mucho los poros a ver si se cuela algo de esa energía y esperanza vital, y puede retomar el tiempo que le queda con fe renovada en sus posibilidades.
Siempre me pareció muy aventurero viajar en tren. Quizás me había empapado de demasiadas novelas de Agatha Christie, de Patricia Highsmith o de películas de cine negro. Quizá mi imaginación se subía junto a la maleta y me imaginaba mil posibilidades que sucederían en el trayecto. Me encantaba caminar por los pasillos con el vaivén del tren en marcha, cruzarme con otros viajeros e imaginar sus vidas. En aquellos trenes con compartimentos, cada viaje era un descubrimiento: ocho asientos encarados, la intimidad propiciada por una puerta con ventanas de cristal y muchas horas por delante. Se compartían confidencias a desconocidos que se vetaban a los cercanos, amparados en el anonimato y en la presumible certeza de que nunca se volverían a cruzar de nuevo los destinos. Recuerdo especialmente el momento de los ágapes, donde se fomentaba un picnic improvisado compartiendo las viandas de distintas procedencias: uno sacaba una tortilla, el otro embutido casero o unas frutas. También me gustaba ir al vagón cafetería, con mesas y sillas que, en la madrugada, se poblaban de insomnes con ganas de conversación. Y todo sucedía de manera natural, con educación y respeto, sin vacilar un instante en mantener la cordialidad y relación social. Se daba por hecho que debía ser así.
Los trenes cambiaron y el tipo de relación humana también. Se eliminaron compartimentos y los asientos se alinearon en una única dirección. El contacto se fue limitando, enfriando. Los viajes transcurren en un aislamiento fomentado por auriculares y dispositivos electrónicos. Se acabaron las charlas, el compartir comidas y las posibilidades de aventura que propiciaba mi imaginación chocaron con el parapeto del individualismo y con el temor a la invasión de la intimidad.
En paralelo, y siempre considerando que, para mí, viaje equivalía a aventura, tuve una época en la que me centré en el autostop hasta para el más mínimo trayecto. Se sumaba el regusto de la rebeldía a la incertidumbre y el riesgo. Era adolescente y viajaba sola, con toda mi inocencia. Y, salvo en muy pocas ocasiones, en la que la insinuación fue tan evidente como mi negativa, y acabé aparcada en medio de la nada “¿No? Pues bájate del coche”, de nuevo la conversación y la cordialidad vehiculaba las conversaciones entre personas de perfiles muy distintos.
Quizás por todo eso, y como reminiscencia de aquellos viajes de juventud en busca de aventuras, hace ya más de una década que utilizo aplicaciones de coche compartido, tanto como conductora como de viajera. Fue el medio de transporte en el que regresé a mi casa esta semana. Es como volver a recuperar aquellos trayectos en los compartimentos del tren. El coche se convierte en un microcosmos donde las conversaciones de nuevo fluyen entre universos dispares que confluyen en una burbuja por un tiempo limitado. Pero esta vez fue diferente. En esta ocasión, y por primera vez, note la distancia generacional desde el otro lado. Es maravilloso el brío y el convencimiento invencible de la juventud de que han descubierto el mundo, cómo se expresan con condescendencia hacia los que consideran a una distancia sideral de sus puntos de vista. Afirman con rotundidad sus creencias sobre el mundo, sin cuestionarse que, quizás, en ese camino de ida, algunos estamos de regreso. Y una los escucha. Simplemente los escucha y los deja explayarse, embriagada por esa seducción del poder sobre el futuro, de las expectativas por delante, de las mil posibilidades que, realmente, les esperan y mira su tiempo desgastado y se calla, no por no saber o por no contradecir o por no entrar en el debate, sino por dejarse llevar por el arrullo de esa potencialidad abrumadora, abriendo mucho los poros a ver si se cuela algo de esa energía y esperanza vital, y puede retomar el tiempo que le queda con fe renovada en sus posibilidades.